Próximos a cumplirse los doscientos años del natalicio de Marx se multiplican los balances sobre su legado político e intelectual. No hay duda que sus ideas marcaron como pocas la historia del mundo contemporáneo. Sus indagaciones filosóficas sobre la alienación humana y su minuciosa disección de los mecanismos más profundos de funcionamiento del capitalismo tienen todavía una indudable vigencia. Sorprende incluso la fortaleza de muchas de sus herramientas teóricas para comprender en nuestros días las dinámicas de acumulación y los procesos de concentración de la riqueza. Por otro lado, su pensamiento político estuvo en la base de numerosos procesos revolucionarios a lo largo y a lo ancho del mundo y dio vida también a un amplio abanico de corrientes políticas de izquierda que atravesaron todo el siglo XX.
No obstante, calibraríamos mal el peso del legado Marx atendiendo sólo a quienes se reivindicaron de una u otra forma sus seguidores y lucharon en su nombre (en las calles, en las fábricas, en la academia, en la vida política). El espectro de Marx ha estado también indirectamente detrás de las diversas experiencias reformistas que, aunque en muchos casos explícitamente opuestas a Marx, buscaron introducir de manera paulatina cambios y modificaciones tendientes a moderar las consecuencias sociales del capitalismo y a lograr mayores niveles de desarrollo, igualdad e integración social.
Un poco de historia
En las primeras décadas del siglo XX, la expansión de las ideologías de izquierda en la clase obrera atemorizó a las élites gobernantes y contribuyó a generar las condiciones para que en numerosos países se ensayaran reformas electorales y se sancionaran algunas leyes sociales orientadas a lograr la integración de al menos una parte de los trabajadores. Más claramente, tras la revolución rusa de 1917, el pánico se diseminó en las clases dominantes y si bien esto condujo por un lado a una fuerte represión, agrietó al mismo tiempo, por otro, los consensos conservadores de los sistemas políticos y permitió la participación de nuevos actores. En ese marco, junto a las nuevas manifestaciones de la extrema derecha se hicieron más fuertes en la vida política los partidos socialdemócratas, las organizaciones sindicales, el catolicismo social y las vertientes renovadoras al interior del conservadurismo (que proponían algunas medidas de tinte social junto, claro está, a la represión sin concesiones).
Durante esas décadas, con la amenaza comunista en el horizonte, comenzaron a discutirse numerosos proyectos tendientes a mejorar las condiciones de vida de los trabajadores y, más de fondo, a revisar en términos teóricos los postulados del liberalismo económico. Durante la década de 1930, la severa crisis iniciada en Estados Unidos y rápidamente irradiada al mundo profundizó aún más las críticas al liberalismo y aumentó el temor al estallido de nuevas revoluciones. Por entonces, además, tras una década de zozobras, la Unión Soviética logró consolidarse y comenzó a registrar altas tasas de crecimiento (justo en el preciso momento en que la “gran depresión” sacudía por primera vez las certezas sobre el futuro del capitalismo). Todo esto combinado contribuyó a que, no sin resistencias, al menos una parte de las élites dirigentes y de las clases burguesas aceptaran a regañadientes reformas sociales de mayor calado que implicaban tanto la regulación estatal sobre algunos resortes económicos como una política de fortalecimiento de la demanda (a través de la mejora de los salarios de la clase obrera). Fueron los años del New Deal en Estados Unidos y los de la lenta pero progresiva expansión de las ideas keynesianas en algunos países europeos y, con sus especificidades, también en parte de América Latina.
Después de la guerra, el espectro amenazante de Marx se agigantó en medio de los escombros de una Europa devastada. En ese contexto, en el que el avance comunista parecía inevitable, Estados Unidos y sus aliados apostaron por la edificación de robustos estados sociales o de bienestar en buena parte de Europa –con el caso emblemático de Alemania– como un modo de detener la expansión soviética. Se inició así la llamada edad de oro del capitalismo en la que en muchos de estos países coincidieron altas tasas de crecimiento e inversión con la ampliación de los derechos sociales y fuertes políticas de redistribución de la riqueza.
Los estados de bienestar
La búsqueda de una “Tercera vía” no fue, claro está, sólo una estrategia para impedir nuevas revoluciones en el contexto de la “guerra fría”. Respondió también a una preocupación genuina por democratizar la vida política y social y se desarrolló en paralelo –y a veces entrelazada– con las corrientes de izquierda, jugando en muchos países un rol central. Sin embargo, a la luz de la historia política del siglo XX, resulta difícil imaginar que dichas vertientes hubieran logrado por sí solas abrirse camino hasta alcanzar posiciones de peso sin la ayuda del vigoroso y amenazante espectro de Marx. En otras palabras, parece difícil imaginar la construcción de estados de bienestar robustos como los edificados en las décadas de 1950 y 1960 sin unas clases dominantes atemorizadas por el peligro comunista y revolucionario.
Confirmando dicha hipótesis, las décadas finales del siglo XX y las primeras del XXI demostraron justamente que el retroceso global del marxismo como ideología política –desintegración de la Unión Soviética mediante– coincidió no azarosamente con el auge de las críticas al estado de bienestar y su paulatino desmantelamiento. Un proceso, además, que se dio en paralelo con la retracción de las ideas keynesianas y la consolidación de la hegemonía neoliberal como paradigma económico global.
Ahora que Marx asusta poco
Más allá de la mayor o menor simpatía que cada uno tenga por las ideas de Marx o las experiencias revolucionarias a lo largo del siglo XX –controvertidas sin dudas, condenables a veces–, sus fantasmas amenazantes fueron un factor crucial en el desarrollo de los estados de bienestar en el mundo capitalista: contribuyeron a disciplinar a las clases dominantes y permitieron de ese modo que los procesos reformistas, cada uno con sus particularidades, pudieran desenvolverse con cierto éxito (al menos en algunos casos). Ahora que el espectro de Marx asusta poco, que ya no acecha en el horizonte el “peligro” de una revolución ni resulta sencillo postular otros modelos alternativos de organización social, económica y política, asistimos también, tristemente, a la bancarrota de las vías reformistas y con ellas al crecimiento alarmante de la desigualdad, la miseria y la exclusión.