Si en 1960 hubieran dejado de funcionar todas las computadoras, muy poca gente lo habría notado. Unos cuantos científicos habrían visto demoradas las impresiones a partir de la última introducción de datos de las tarjetas perforadas. Unos pocos sectores militares militares americanos se hubiesen encontrado con que no podían resolver sus cálculos de balística. Pero nada más que eso; en definitiva, nada grave.
Muy distinta es la situación actual. Si dejaran de funcionar las computadoras las sociedades estarían condenadas a detenerse. No tendríamos suministro eléctrico, pero aun cuando éste se mantuviera –lo que es poco probable–, prácticamente todo se pararía. La mayor parte de los vehículos motorizados se detendrían ya que para funcionar dependen de microprocesadores. También se paralizarían ferrocarriles y aeropuertos. Dejarían de funcionar los teléfonos, la televisión, las máquinas de fax, el correo electrónico y, por supuesto, internet. Retirar nuestro dinero del cajero automático o del banco sería imposible. Como se dice comúnmente cuando deja de funcionar la computadora –expresión que a la vez es muy gráfica–, “se cayó el sistema”.
En menos de 40 años hemos pasado de los métodos manuales de control de la vida y la civilización, de trabajar manipulando puramente átomos, a casi depender por completo de las operaciones continuas de nuestras computadoras, es decir, a trabajar con bits. ¿Qué factores nos llevaron a estas formas de vivir y de organizar nuestras sociedades, rodeados de artefactos digitales?
Sin duda que, en una primera instancia, tenemos que considerar los factores de orden técnico, sin dejar de lado lo social. Estos dos elementos comparten por partes iguales la complejidad de la problemática. En una segunda instancia, y muy emparentada con la primera, es preciso entender que en el nuevo modo de desarrollo, el informacional, la fuente de productividad recae en la tecnología de generación de conocimiento, el procesamiento de información y la comunicación de símbolos.
En su libro La era de la información, Manuel Castells nos dice que el conocimiento es un factor decisivo en todos los modos de desarrollo, y agrega: “Sin embargo lo que es específico del modo de desarrollo informacional es la acción del conocimiento sobre sí mismo como principal fuente de productividad”.
Podríamos aventurar que fueron las necesidades de interconexión de las nuevas organizaciones –grandes y pequeñas, con y sin fines de lucro, públicas y privadas– las que propiciaron la difusión de las computadoras personales y las redes informáticas desde la década del 70.
Las alianzas estratégicas de las que somos testigos día a día, la toma de decisiones descentralizada de las grandes empresas, la operatoria de los bancos y los fondos de inversión, etcétera, habrían sido imposibles de manejar sin el desarrollo de software que permitiera el uso flexible e interactivo de computadoras conectadas en red gracias a la comunicación digital.
Los avances de las tecnologías informáticas de comunicación en red estimularon el surgimiento de los nuevos procesos de gestión, producción y distribución que facilitaron la colaboración entre diferentes firmas y sus distintas unidades de negocios.
Por eso la forma organizativa privilegiada de esta economía informacional del conocimiento es la red. Las organizaciones exitosas son aquéllas que pueden generar conocimiento y procesar información con eficacia, adaptarse a la geometría variable de la economía global, ser lo bastante flexibles como para, en palabras de Castells, “cambiar sus medios con tanta rapidez como cambian los fines, bajo el impacto del rápido cambio cultural, tecnológico e institucional; e innovar, cuando la innovación se convierte en el arma clave de la competencia”.
Estas tecnologías que supimos construir y hoy llenan los espacios de nuestro entorno profesional-íntimo-social son numerosas. Basta con ver a nuestro alrededor y nos daremos cuenta: la PC de escritorio, notebooks, netbooks, MP3, cámara digital, tabletas, pero también el lavarropas, el microondas, la heladera, los sistemas de alarma, el auto y la lista puede seguir. Todas ellas tienen un principio básico de funcionamiento bajo el paradigma al que antes nos referíamos, y podríamos sintetizar con el nombre de informacional.
Toda tecnología nos está proponiendo una pedagogía, instrucciones de uso, distintos usos (según contextos, procedencias, normativas sociales), modos de acoplarnos a ciertos sistemas que ordenan la vida económica, política y social. Este razonamiento nos conduce a historiar los acontecimientos técnicos para establecer el contexto porque, como advierte el filósofo de la tecnología Christian Ferrer, la historia nos ayuda a combatir el territorio de la siempre avasallante actualidad y nos conecta con la historia social.
En este caso, la función de la historia no es acumular datos sobre los inventos sino enseñarnos a problematizar el futuro al proponernos desnaturalizar los productos de la organización técnica del mundo. Éstas, nuestras tecnologías de hoy, se nos presentan como naturales, como si fueran siempre útiles, lógicas, como si nada hubiese que criticar en ellas, como si fueran inevitables.
Pero no solamente tienen una historia, sino que forman parte de un proceso más amplio, de la dinámica del capitalismo actual. Y nos plantean dilemas tan vastos que van desde cuestiones sobre la identidad, la intimidad, las nuevas configuraciones del poder, el acceso a la cultura y nuestros modos más vivenciales de ser humanos.