Por Osvaldo Pellin / vaconfirma.com.ar
Habrán pasado 111 días corridos desde el 11 de agosto –cuando como todos sabemos se celebraron las elecciones Paso (Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias)– hasta el momento del cambio de gobierno por las nuevas autoridades, el 10 de diciembre. O sea casi un tercio de un año.
Esta espera con final anunciado fue precedida por un desgobierno inercial de la gestión de Mauricio Macri, que no pudo ocuparse de nada de lo que acechaba al país en el plano económico, financiero y social. Siguieron ocurriendo las devaluaciones, esperando el desembolso del Fondo Monetario Internacional que no le llegará y difundiéndose el hambre en vastos sectores de la población.
¿Era necesaria semejante espera para que la voluntad de los electores fuera reconocida? ¿Cuál fue el sentido de estirar tanto los plazos del recambio de autoridades?
El daño producido por la inercia de la irresponsabilidad en la conducción del Estado, aun después de conocerse el resultado de las elecciones el agosto y más tarde ratificado el 27 de octubre, no era necesario. El cambio debió haberse producido mucho antes.
La tantas veces mencionada transición fue burlada por Macri en cuanto, a los pocos días del 27 de octubre, sancionó por decreto los nuevos aumentos de los combustibles y con ello el de los alimentos, produciendo otro golpe inflacionario que bloqueaba la legitimidad de cualquier acuerdo a obtener en diálogo con el presidente electo.
Cuánta diferencia con la actitud que recuerdo de Raúl Alfonsín, que después de perder la presidencial con Carlos Menem optó por renunciar anticipadamente, pues su autoridad se había licuado con la derrota. Arregló con Menem la cuestión parlamentaria y se retiró en junio de 1989, sin esperar a concluir su mandato constitucional.
Muy diferente de lo que ocurre hoy: los días hasta el 27 de octubre sirvieron para que Macri ensayase una nueva arremetida de mistificaciones y falsas promesas en escenificaciones vergonzantes en toda la geografía nacional, so pretexto de dar vuelta los términos de la elección de agosto en que le habían sacado una diferencia de 16 puntos.
Un verdadero despropósito que ha alargado las vísperas de la asunción de Alberto Fernández en términos que se miden en enfermedad y muerte, como en la vigencia de una epidemia incontrolable.
Asimismo, las más diversas fechas locales para la elección de gobernadores, intendentes y concejales de los 24 distritos del país (23 provincias más la ciudad autónoma de Buenos Aires) transformaron al calendario de votaciones en un aquelarre de acontecimientos competitivos en lo electoral que atizan al infinito el resentimiento y la vigente grieta social. Todo para que cada jefe de gobierno provincial y/o municipal ejerza el derecho de decir cuándo se va del poder, tratando siempre de fijar una fecha que sea la más conveniente para ser reelegido.
Nadie pone fin a este clima que lejos está de pertenecer a una festividad democrática.
Por el contrario: si el contexto es tóxico, más vale pasarlo de un trago ahorrando dinero y expectativas cargadas de tensión social, que revivir en cada fecha una confrontación que de tan dispersa y repetida no logra armar el panorama del poder político nacional con mediana certeza.
Se atribuye a las potestades del federalismo el hecho de que cada distrito electoral fije su fecha de convocatoria a elecciones. El resultado es que este 2019 será recordado, mientras el país se derrumba, como aquello del “penal más largo de la historia” del que hablaba Osvaldo Soriano. Éste será el año electoral más largo de la historia, que empezó en marzo eligiendo al gobernador de Neuquén y terminará por admitir la transmisión de los emblemas del mando constitucional para presidente de la República recién en el tradicional 10 de diciembre.
Médico. Ex diputado nacional por el Movimiento Popular Neuquino, afiliado después al Partido Socialista y colaborador de Guillermo Estévez Boero