Leizer Finchelstein, de 88 años, quien jamás pudo comprender que “personas normales se convirtieran en criminales”, es uno de los pocos supervivientes del pogromo de Iasi y de sus “trenes de la muerte”, cuyo septuagésimo aniversario se conmemoró ayer en el este de Rumania.
Entre 13.000 y 15.000 judíos rumanos, de los 45.000 que vivían en Iasi, fueron liquidados por el régimen rumano pro-nazi de Ion Antonescu en sólo algunos días de verano, entre el 28 de junio y el 6 de julio de 1941, en lo que los historiadores describen como una de las peores persecuciones y matanzas de personas indefensas del Holocausto.
En las verdes colinas en torno a Iasi, grandes fosas comunes de cemento son testigo silencioso de la magnitud de las matanzas.
“Es una curiosa sensación ver este bello y pacífico decorado, y luego las tumbas donde fueron arrojados nuestros familiares”, confió a la agencia AFP Naomy Almog, una israelí que perdió a dos tíos en la masacre y viajó a Rumania para asistir a las conmemoraciones.
“Este pogromo es muy importante en la historia del Holocausto. Las autoridades rumanas, con cierta ayuda de los alemanes, mataron a judíos en las calles, ante sus vecinos o amigos”, recordó Paul Shapiro, director del centro de estudios en el Museo del Holocausto en Washington.
En 1941, cuando estalló la guerra entre la Alemania de Hitler y la Unión Soviética, “todo ello enviaba un mensaje a los nazis y criminales en potencia, que se preguntaban cómo aplicar crímenes masivos”.
El “método” del pogromo de Iasi fue aplicado en varios países del Este, como Rusia, Ucrania o Belarús.
“Incluso antes de que funcionara Auschwitz, varios judíos de los países del Este, entre ellos los de Rumania, ya habían sido asesinados”, recordó Shapiro, quien con 17 años y medio de edad entonces fue detenido junto a sus padres y sus ocho hermanos y hermanas.
Cuando fueron llevados a la prefectura policial, vieron en las calles “sangre y muchos cadáveres”, contó ayer este hombre alto y de ojos azules.
Luego, Leizer y otros miles de personas fueron obligados a subir a vagones de carga donde, hacinados, los deportados se vieron obligados a beber su propia orina y a exprimir sus camisas para obtener algunas gotas de sudor con que intentar calmar la sed.
“Los hombres morían como moscas. No existen palabras para describir semejante horror”, afirmó Leizer, quien se salvó porque fue puesto a trabajar a las órdenes de un carpintero cristiano ortodoxo que apreciaba sus capacidades. Después, devuelto a Iasi, fue enviado algunos meses más tarde a un campamento de trabajos forzados, y tras ser liberado por los rusos pudo volver a su casa.
“Si un doctor hubiera querido hacerme una radiografía, no habría necesitado ningún aparato. Podía ver y contar todas mis costillas directamente”, afirma este hombre que conserva el sentido del humor, y la esperanza.
“La esperanza, es lo último que debe morir. Si no hubiera tenido esperanza, seguramente no estaría aquí”, aseguró.
Cada año, sin excepción, acude a las conmemoraciones del pogromo. Pero, en 70 años, este carpintero, apasionado y lleno de talento, jamás ha podido comprender “cómo personas normales se convirtieron en criminales”.