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El populismo de Cambiemos y la doble vara

El uso del concepto no es centralmente la preocupación por la corrupción, el bienestar de la república o el equilibrio de las cuentas públicas, sino, más bien, la aplicación de programas económicos neokeynesianos capaces de poner en discusión algunos de los dogmas de fe neoliberales

En la última década, el término populismo, convertido en sinónimo de corrupción, demagogia, autoritarismo y desorden fiscal se utilizó frecuentemente para descalificar las políticas de redistribución y el ensayo de medidas neokeynesianas en varios países de América Latina, entre ellos Argentina. Quienes defienden su uso argumentan que lo que buscan no es oponerse a la democratización de la riqueza sino advertir sobre el despilfarro de los recursos públicos, combatir la corrupción y contribuir, de esa manera, a la profundización republicana y liberal de nuestras democracias. En principio, buenas intenciones y buenos propósitos. Pero ¿ha sido realmente así? ¿Efectivamente se ha buscado la mejora de la calidad democrática, el fortalecimiento institucional y la lucha contra la corrupción? ¿Cómo se ha usado mediáticamente el concepto en Argentina, donde se pasó supuestamente de un gobierno populista a uno preocupado por las instituciones republicanas?

Contrastes y paradojas

En estos casi tres años de gobierno de Cambiemos se ha acumulado una larga lista de atentados contra el funcionamiento democrático y las instituciones republicanas. Algunos de inusitada gravedad como el intento de designar por decreto a jueces del máximo tribunal, dejar sin efecto una ley debatida y aprobada en el parlamento como la de medios audiovisuales y, recientemente, modificar por la misma vía las leyes de seguridad interior y defensa nacional. Las arbitrariedades se han puesto de manifiesto también en el abuso de la prisión preventiva para funcionarios y dirigentes políticos del gobierno anterior acusados de corrupción y en la abierta presión ejercida sobre los gobernadores durante diciembre de 2017 para conseguir la aprobación del llamado pacto fiscal, en un abierto desprecio por la separación de poderes. En el plano periodístico la doble vara es impactante: si bien el gobierno de Cristina Fernández no estuvo exento de medidas cuestionables –como por ejemplo, el financiamiento del programa 678– su performance general está lejos de las arbitrariedades constantes que caracterizan la actual gestión (que acaba de despedir a la mitad de la planta de la agencia Télam sin motivo, al tiempo que se censura a destacados periodistas y se ahoga financieramente a los medios opositores). Por si fuera poco, el gobierno “populista” de Cristina Fernández fue el que derogó el delito de calumnias e injurias, que sin duda contribuyó a que se difundieran con bombos y platillos denuncias periodísticas en su contra de dudosa solvencia y probada parcialidad. En contraste, las sospechas de corrupción que alcanzan al actual gobierno –en algunos casos ya comprobadas– son numerosas y se ven agravadas por el generalizado “conflicto de intereses” que envuelve a los principales funcionarios (ex directivos de las empresas que tienen que controlar y regular y en algunos casos todavía accionistas –según el Observatorio de Élites de la Universidad de San Martín hay 269 funcionarios en esta situación–). Buena parte de ellos además, incluido el presidente, han aparecido ocultando activos o participando de sociedades off shore en diferentes paraísos fiscales –debidamente omitidas en las declaraciones juradas–, sin que esto haya sido motivo como en otras latitudes de fuertes condenas en los principales medios. Tampoco en estos casos se usó el término populismo como muestra de preocupación por la salud de la república. Para completar el cóctel, se multiplicaron en nuestros días las denuncias por gravísimas irregularidades en el financiamiento político del oficialismo en los principales distritos electorales. De nuevo, tampoco esto derivó en el uso del término populismo para calificar al gobierno siendo que, a esta altura, sobran pruebas de sus altos niveles de corrupción y de su débil apego por las lógicas republicanas y los principios liberales.

De la pobreza cero, ni hablar

Si corremos la mirada al plano económico y a la cuestión fiscal, las cosas son incluso más graves. En los últimos años las finanzas públicas empeoraron sustancialmente. A diferencia de lo que suele señalarse, el kirchnerismo mantuvo un considerable orden en las cuentas públicas (lo cual no supone pasar por alto la grave manipulación de las estadísticas oficiales). Cristina Fernández no dejó una economía pujante –tras varios años de alta inflación y estancamiento– pero tampoco una crisis (ni siquiera una economía en emergencia). En este punto, sin dudas, el deterioro de las variables económicas –buscado o no por el equipo económico actual– es impactante. En poco tiempo, el nuevo gobierno generó un déficit comercial récord y un déficit de cuenta corriente descontrolado, un nivel de endeudamiento frenético y una inflación incluso por arriba de los picos alcanzados en el período previo. Todo esto, además, sin crecimiento económico, con aumento de la desocupación y con el telón de fondo de una brutal devaluación. Sin embargo, a pesar de tamaño descalabro –que vuelven tragicómicas las promesas de campaña–, no encontramos en los titulares de los principales diarios y en las columnas de los programas de análisis político la denuncia sobre el mal “populista” de Cambiemos.

El escenario argentino demuestra que, como se aprecia también en otros casos latinoamericanos, lo que define fundamentalmente a un gobierno como populista no son sus eventuales casos de corrupción, su mayor o menor apego a las instituciones republicanas o los problemas fiscales sino, fundamentalmente, la crítica, siquiera mínima, de los postulados neoliberales del otrora llamado “Consenso de Washington”. En este sentido Cambiemos fue claramente “antipopulista”: aumentó la tasa de desempleo, bajó los salarios y las jubilaciones y disminuyó el presupuesto en educación, ciencia y tecnología, supuestamente, en nombre del déficit fiscal. Sin embargo, al mismo tiempo, redujo los impuestos pagados por sectores de altísima rentabilidad (como el complejo agroexportador y minero a los que benefició además con una enorme devaluación y la eliminación de los plazos de liquidación de las divisas obtenidas) e impulsó también la baja de uno de los pocos impuestos progresivos existentes –bienes personales–, profundizando el déficit fiscal y la fuga de capitales. Por otro lado, a pesar de haber recurrido al FMI dada la gravedad de la situación macroeconómica generada, Argentina sigue pagando una de las tasas más altas a escala mundial y la debilidad económica augura nuevas crisis (mientras el sector financiero obtiene jugosas ganancias especulativas). Las consecuencias del programa económico han sido desastrosas.

La doble vara

El que no estemos leyendo una andanada de artículos denunciando el populismo de Cambiemos ante tamaña cantidad de males demuestra que lo que motoriza el uso del concepto no es centralmente la preocupación por la corrupción, el bienestar de la república o el equilibrio de las cuentas públicas, sino, más bien, la aplicación de programas económicos neokeynesianos capaces de poner en discusión algunos de los dogmas de fe neoliberales. Si se desregulan los mercados, se concentra la riqueza, se bajan los impuestos a los ricos y se abre la economía, los hechos de corrupción, el descalabro fiscal o los atentados contra las instituciones no alcanzan, según parece, para convertir a un gobierno en populista.

* Doctor en Historia (UNR/CONICET)

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