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El populismo es Macri

Las preocupaciones de los argentinos no se las lleva el delito callejero sino la inflación y la falta de trabajo. Sobran las razones, pero resta averiguar cuánto pesan estas razones en la presente coyuntura electoral

Esteban Rodríguez Alzueta / El Cohete a la Luna

Según las encuestadoras, en los últimos meses ha bajado la sensación de inseguridad. Esa reducción no se la debemos precisamente a Patricia Bullrich sino a Nicolás Dujovne. Las preocupaciones de los argentinos no se las lleva el delito callejero sino la inflación y la falta de trabajo. Sobran las razones, pero resta averiguar cuánto pesan estas razones en la presente coyuntura electoral.

Hemos escrito en otras columnas para El Cohete a la Luna que cuando el gobierno no puede hacer política con el trabajo porque cada vez hay más desocupación y cierran fábricas y comercios; cuando no puede hacer política con el consumo porque las tarifas y la inflación deterioraron la capacidad de consumo de los argentinos; cuando tampoco le cabe hacer política con la vivienda porque las tasas de interés volvieron inaccesibles los créditos; cuando no puede hacer política con las jubilaciones porque la reforma previsional dejó en orsai al gobierno; y cuando tampoco puede hacerlo con la salud o la educación porque son carteras que fueron objeto de importantes ajustes, entonces le quedan muy pocos lugares  para presentarse como merecedores de votos en el mercado de la política. Uno de esos lugares es la seguridad, por eso encontramos el empecinamiento en prometer más policías, más facultades discrecionales para la policía, más cámaras de vigilancia, más luces led, más penas a cambio de votos. El gobierno hace política con la desgracia ajena, manipulando el dolor del prójimo, con los temores ajenos. La lucha contra el delito y el «flagelo de la droga», una de las “nuevas amenazas internas”, se convirtió en el caballito de batalla preferido de la gestión de Bullrich. Basta seguir la comunicación oficial por las redes sociales para comprobarlo.

El gobierno insiste en recomponer la confianza desplazando la cuestión social por la cuestión policial, tratando de convertir los problemas sociales en hechos de inseguridad, y la oposición o la protesta social en litigios judiciales.

De allí que en los últimos meses hayamos visto al gobierno dándole más protagonismo al Ministerio de Seguridad. La fórmula para operar es sencilla: cada vez que sube el Riesgo País, la gendarmería encuentra más panes de cocaína en la frontera; cada vez que aumentan las tarifas o el precio del combustible, hay un operativo exitoso de la policía federal desmantelado a una poderosísima banda dedicada al narcotráfico o la piratería del asfalto. Cuando el dólar se dispara, hay que armar una nueva causa judicial contra un ex funcionario del gobierno anterior. Está visto que siempre habrá un periodista provisto con informaciones de dudosa procedencia y un juez de turno para decir 2 + 2 es 4.

Por eso se la ve a Bullrich muy entusiasta e hiperactiva, despeinada y a veces disfrazada, armando allanamientos aquí y allá, saliendo de gira con el botín incautado, montando conferencias de prensa por distintos puntos del país. Y por eso se la ve a su coequiper, Elisa Carrió, repitiendo un libreto que pendula entre el cielo y la tierra, entre las fantasías antiperonistas y los pasadizos abyectos de la inteligencia, para decirle a la gente lo que hace tiempo decidió saber de una vez y para siempre: que peronismo es igual a corrupción, igual a mafia, violencia, caos.

Ahora bien, el gobierno sabe además que la seguridad es una carta muy vulnerable en la coyuntura actual. Y sabe que un acontecimiento más o menos fortuito puede costarle caro, más aún cuando sus funcionarios se dedicaron todo este tiempo a azuzar a las policías, invitándolas a que actúen más allá del estado de derecho. No es casualidad entonces que la performance del Ministerio de Seguridad no siempre prenda en la opinión pública. Quiero decir: el gobierno puede haber tenido la mejor performance en materia de seguridad, pero la muerte de un niño en manos de la policía en un pueblito perdido de la provincia o el asesinato de una mujer embarazada en una salidera bancaria, pueden convertirse en la peor pesadilla para todo el staff del ministerio y licuar el capital político acumulado.

Peor aún, el gobierno sabe también que, en última instancia, la seguridad no vota, siempre pesa más el bolsillo de la gente que la sensación de inseguridad. Sin embargo, la inseguridad será el mejor punto de apoyo para expandir las fronteras del miedo. Un miedo que se amplifica apelando a la fragilidad de la vida cotidiana, avivando rencores, alimentando los resentimientos, evocando viejas comedias que alguna vez surtieron efectos positivos entre la ciudadanía.

Con la manipulación del miedo el macrismo ha estado empujando al país cada vez más a la derecha, inspirando malhumores, generando malentendidos, modificando los umbrales de tolerancia. Sabe que el miedo vacía de política a la política. El gobierno sospecha que cuando cunde el pánico, la gente se retrotrae a su esfera privada y enciende el televisor. Es allí, frente al televisor, donde el macrismo propone dar la disputa electoral. Allí se mueve como pez en el agua. Allí y en las redes sociales. Porque en la arena mediática no está solo, se siente acompañado por el periodismo empresarial. Un periodismo que blindó la gestión durante estos cuatro años. Un periodismo, a esta altura, cómplice de todas las consecuencias sociales que dejará el macrismo. Porque no perdamos de vista que el macrismo es hijo de la televisión, es un partido vecinalista tributario de narrativas intrascendentes pero de gran impacto en la ciudad, sea una bicisenda o un accidente ferroviario. Una retórica hecha con frases cancheras pero sinsentido, una narrativa hecha con clichés, odio y muchos prejuicios. Pasiones disimuladas, dicho sea de paso, con mucho cotillón y trabajo de relajación. La agenda del macrismo está hecha a imagen y semejanza de los tiempos de la televisión. Una agenda siempre urgente, antiintelectual pero apasionada, poco transparente pero muy íntima, autoritaria pero simpática, hablada por gente bien empilchada y que se pasea por los sets televisivos con una sonrisa electoral.

El macrismo es un partido que supo entender, acaso mejor que nadie, a las narrativas evangélicas de la televisión. Sabe que la arena televisiva está hecha de casos conmocionantes y mucha difamación. Que el tratamiento sensacionalista de aquellos hechos genera movimientos de indignación que pueden captarse si a la gente se la masajea con palabras mágicas. No es casual tampoco que los macristas estén obsesionados con los grupos focales. Allí se testea la estupidez argentina, aprenden los clichés que después deberán entrenar para repetir a la gente. Al macrismo no se le escapa que la gente piensa con el bolsillo, pero sabe también que es muy rencorosa y suele dejarse llevar, como enseñó alguna vez Maquiavelo, antes que por lo que piensa, por lo que ve y siente. Los votantes que reclutó el macrismo en las elecciones anteriores son crédulos. Puede que se trate de gente inteligente, pero tienen un problemita que el macrismo supo explotar en todos estos años con astucia y mucho cinismo: no saben pensar, es decir, no pueden ponerse en el lugar del otro, no pueden percibir que hay otros actores con otras perspectivas, otros valores, otras dificultades que no son las suyas. Se sienten el centro del universo y se les antoja que se las saben todas. El macrismo sabe que su público es incauto pero fácilmente indignable, trepador aunque no pueda subir ningún escalón, y sabe sobre todo además, como dice Daniel Bernabé, que su relación con las elecciones se limita a exigir desde su preciada individualidad medidas que favorecen a su espíritu emprendedor, aun cuando vayan en contra realmente de sus propios intereses. Por eso el macrismo puede decir hoy una cosa y mañana sostener otra totalmente distinta. Por eso puede mentir descaradamente, a veces negando la verdad, otras veces sustituyendo los hechos por una verdad que no guarda proporción con la realidad. La realidad choca contra el muro de la banalidad que ha dispuesto el periodismo televisivo. Un periodismo que borra las escalas, que tiene la capacidad de ponernos un revólver en la cabeza, que nos mete miedo cuando agita todo tipo de fantasmas, que generaliza súbitamente los hechos extraordinarios hasta que los casos particulares se transforman en el orden de las cosas. Quiero decir, el macrismo aprendió que no importa que el relato no guarde proporción con la realidad. Lo que interesa es que se adecue a los prejuicios de los televidentes. Hay que decirle a la gente lo que quiere escuchar: lo bellos y honestos que son ellos y lo malos y corruptos que somos el resto.

El populismo de Macri está amasado con los miedos de una clase llena de aspiraciones que se piensa a través del televisor, que sigue a la Argentina con las opiniones moralistas del periodismo indignado. El periodista banana ha reemplazado a la maestra ciruela. Y la hinchada de Macri es bananera también, y si tiene una calcomanía que dice Made in Miami tanto mejor. El populismo de Macri está hecho de indignación y resentimiento. El macrismo aprendió a interpelar las pasiones profundas de los argentinos, sabe cómo transformar el miedo individual en terror social, sabe abrir grietas que nos ponen a todos al borde del precipicio. Y saben también, finalmente, que pueden fallar. Por eso, si no hay devoción vecinal podría haber fraude electoral.

Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Temor y control; La máquina de la inseguridad y Vecinocracia: olfato social y linchamientos

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