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El primitivismo de las intenciones

Por Aldo Ruffinengo.- Un garrote es comparable con el potencial de un noble micrófono, que rendido a intereses que desoyen el espíritu de la comunicación leal transforma el rumbo de los medios en una cinta transportadora de relatos acumulables.

Los atuendos suelen distraernos de lo que verdaderamente somos. Si pudiéramos poner el reloj a cero, veríamos seres desnudos pisando tierra. Hoy, en cambio, nos enfrentamos a ejércitos de tuneados entes bípedos sobre cemento. Y así como los atavíos distraen, los elementos nos confirman. Ya desde horas muy tempranas, por ejemplo, el hombre se sintió tentado por la contundencia. Tal vez, aunque las sagradas escrituras no lo especifiquen, hasta los mismísimos Adán y Eva hayan usado algún prototipo, partiendo un fruto o negociando con la lujuriosa serpiente. El punto es que el “garrote” existe desde que el mundo es mundo, Big Bang o Biblia mediante. Existe y persiste, antes de y frente a cualquier ropaje.

El hombre picapiedra lo necesitó para justificar el apelativo y también sus estampas en Billiken. Para cazar, como leña luego de la primera chispa o para ostentar poder frente al prójimo. Porque precisamente la ley del más fuerte comenzó a gestarse en aquellos novedosos tiempos en donde los hombres recurrieron a la tecnología para diferenciarse entre sí, demostrando desde cuándo nos acompaña ese designio. Uno de sus recursos fue la exhibición de la fuerza, anexando extensiones al propio cuerpo para prolongar su poderío innato. De los elementos a la vista, los preferidos fueron aquellos asimilables como bastos. Robustos troncos o huesos que nadie reclamara priorizando la consistencia y un buen agarre. El “sartén por el mango” defendía una hembra, gestionaba territorios o administraba víveres. En fin, lo mismo que actualmente pero sin balas, funcionarios vulnerables ni acomodaticios micrófonos serviles. Pequeño elemento este último que también se sumó al mundo material para recorrer distintas suertes en relación a su contundencia.

Por propio destino, los objetos sobreviven camuflándose a la par de sus usuarios. Pero a su vez, cuando los resultados florecen, difícilmente puedan esconder el primitivismo latente en las intenciones. Y vaya si resulta similar un garrote comparado al potencial del noble micrófono. Una herramienta excelente para propalar ideas, distribuir el juego, contar historias, acompañar soledades, ejercer la memoria y abrir horizontes. Pero que rendido a intereses que desoyen el espíritu de la comunicación leal, transforma el rumbo de los medios en una cinta transportadora de relatos acumulables que apila sus fascículos en los estantes mentales de una sociedad que ya compró el “Sistema River-Boca” para mirar cada ítem de la agenda. Lo que se dice un garrote de amplio espectro.

Pero, ¿dónde vive la sensibilidad? ¿En el hombre o en la herramienta?

Los micrófonos yacerían inertes si nadie los encendiera, la comunicación oral volvería a orígenes ya imposibles, el buen o el mal uso de las verdades no se multiplicaría con la velocidad inédita de la fibra óptica, la sociedad bajaría varios cambios, Youtube no sería Dios…

Los malos propósitos yacerían inertes si los vocablos sólo fueran sonido a través de oradores plurales, democráticos en su profundo sentido, respetuosos de colores y cristales, altruistas, con voces que contemplen todas las voces, con corazones pensantes, honestos, viendo pares en lugar de rivales…

Cuando un micrófono es mal usado, lo que yace inerte es el progreso ético de la humanidad.

El garrote nos mostró su ropero siendo rolo para transportar desde pirámides hasta heladeras, formando el eje para nuestros carros, dándole sentido a los deportes que viven de un buen impacto o amasando las ricas pastas dominicales. Pero también, seducido por otros objetivos, supo abonar la idea primigenia de la industria armamentista, traduciéndose en sables, machetes o lanzas, sin olvidar el clásico “palito de abollar ideales” que sigue abriendo cabezas sin lograr aun que las convicciones desaparezcan. Y del mismo modo que el garrote sólo necesita manos ante las cuales someterse para cobrar vida, el micrófono no se plantea debates filosóficos de “on/off” mensurando las intenciones de quien aprovecha su amplificación. ¿Tiene perilla la sensibilidad?

Obedientes parlantes prestan cotidianamente su canal proyectando los más bellos conceptos, con miradas sesudas, fraternales, que ponen en práctica el valor de la empatía, con voces que buscan sumar. Pero el minuto a minuto no para y el micrófono cede. Un bafle no está para analizar si antes, durante o después suenan a decibeles similares miserables guerras de posturas. El altavoz se enciende y se apaga el diálogo. A través de cadenas nacionales o del desánimo. Mostrando el chisme y la mentira. Reflejando indolente determinada estrategia o para atender un frío arqueo de caja. Sin importar quien muera, quien sufra, quien pierda. Apoyándose en una teoría: la palabra emitida tiene más poder que la omitida. Simplemente porque el mundo de las habladurías nos convierte a todos en nada. Y de la nada indudablemente varios sacan provecho.

La evolución humana nos tiene como protagonistas obligados, cual fieles conejillos de indias probando resultados. El planeta igualmente se recicla y a cada paso nos brinda la oportunidad de mejorar. Está en nosotros ejercitar el sano planteo sobre qué uso darle a los “garrotes” que la vida nos presenta. Para probar nuestra moral, asumiendo las consecuencias, volviendo a probar. En cada caja negra (esa que tenemos entre las orejas) reside la sensibilidad. Ella puede ayudarnos a decidir qué registro queremos dejar del breve suspiro que nos tiene como tripulantes de esta historia que nunca se detiene. Siempre estaremos a tiempo de recuperar una mirada propia. Debemos dejar de tercerizar el pensamiento. Bajar de la tribuna y jugar el partido. Porque las voces auténticas hacen que los micrófonos suenen más limpios.

Aldo Ruffinengo: docente Postítulo en Periodismo de la UNR.

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