“Podrá no haber judíos, pero siempre habrá judaísmo”, le dije en tono de reproche. Se le entenebrecieron los fantasmales ojos, su gesto adquirió formas indescriptibles de furia. Pero yo seguí sin que me importara nada más, porque cuando el ser humano ha atravesado ciertos límites, ha comprendido la futilidad de ciertas cosas y se ha comprometido con una causa, ¿qué puede detenerlo: ¿la muerte?, ¿la condenación eterna? Nada de eso. Hay seres que se han ganado el infierno y, paradójicamente, dan testimonio del cielo. Verdaderos beatos comparados con ciertos hipócritas religiosos que hablan de Dios y con sus acciones sirven a su verdadero padre: el diablo. Así que yo, que tengo dos pies puestos en el fuego eterno y nada más por perder seguí: “Podrá hacer diez mil Hitler, encarnarse en cien mil terroristas, matar a miles de judíos, pero vana es esa empresa, porque no podrás contra el judaísmo”.
—¡Fuera de aquí! –me gritó, desencajado y furioso, mientras dejaba un artefacto que parecía explosivo. Allí me di cuenta de que esta vez adquiría la forma de terrorista. Por el signo que llevaba en su saco, estampado en una suerte de pin o broche extraño, concluí en que era un judeofóbico por antonomasia. El hecho de que tuviera sobre su escritorio una computadora en la que, según pude ver, escribía un artículo sobre la desaparición del Estado de Israel, comprendí que “él”, el diablo claro, no sólo tira bombas explosivas, sino que publica escritos difamando al judaísmo de diversas formas, con lo cual es, también, un terrorista intelectual
—¡Fuera! –volvió a decirme–, no quiero hablar de esos, son tan enemigos míos como el mismo Dios.
—¿Por qué no quieres hablar de los judíos?
—Arruinaron siempre mi obra, y a pesar de que con mis súbditos intentamos una y otra vez exterminarlos, jamás hemos logrado el cometido. Lo hice desde el mismo momento en que abandonaron la tierra donde mis servidores los mantenían como esclavos, Egipto. Debo reconocer que son al fin y al cabo el pueblo elegido por mi enemigo. Vana fue mi persecución por el desierto. Por todos los medios traté de que abandonaran su doctrina, pero mientras más lo procuraba, ésta más se consolidaba en sus corazones durante su andar por el desierto. Mi preocupación llegó al extremo cuando al pie del Monte Sinaí Moisés preparó las tablas de la ley. Eso yo no lo podía permitir. No podía tolerar que le revelara a los judíos, y como consecuencia a la humanidad, un orden que permitiera la paz interior y la paz social. Fue por eso que allí mismo, y sin dilaciones, traté de que abandonaran la idea de Dios y sus leyes, e hice construir un becerro de oro para que lo adoraran. Capté a una parte del pueblo, pero los más, liderados por Moisés, impusieron su orden.
—¿Qué hizo entonces?
—Yo sabía muy bien cuál era el plan de mi enemigo, es decir de ese Dios de los judíos que terminó siendo, como era previsible, el Dios de buena parte de la humanidad. La estrategia consistía en que desde el pueblo judío se irradiara a todo el mundo las tablas de la ley. Por todos los medios debía impedirlo. Así que apelé a otros reyes de la Tierra para esclavizarlos nuevamente. El cautiverio en Babilonia fue un ejemplo. Pero fracasé. Apelé más tarde al Imperio Romano, los invadí, destruí el templo de Jerusalén, los esparcí por todo el mundo desarraigándolos de su tierra, pero inútil fue mi empresa. Así que eché manos al cristianismo, a ciertos príncipes de la Iglesia, y sugerí la persecución de los judíos inculcando la idea de que ellos habían matado a Dios. Algunos por ignorancia y otros por interés (corruptos, como los hay siempre) aceptaron la idea. Así logré perseguirlos en varios países, pero increíblemente ellos se mantenían leales a su ley y a su Dios ¿Qué podía hacer entonces?
—Supongo que fue usted el autor de la “solución final”, y no hace mucho de esto.
—En efecto. Decidí que algunos de mí séquito dieran forma al nacionalsocialismo, vulgarmente conocido como nazismo. Varios de los míos se encarnaron en hombres como Hitler, Himmler, Göebbels, entre otros, y esbocé un plan precioso: la exterminación del pueblo de Dios.
—No puedo aceptar esas palabras. Me niego a proseguir con este reportaje. Vienen a mi memoria miradas repletas de angustia; lágrimas que son apenas un minúsculo reflejo de un dolor infinito, que se hizo eterno. ¿Sabe algo? Tuve varias veces la oportunidad de entrevistar a sobrevivientes de la Shoá. Imagine usted a un ser humano que vio morir fusilados a sus padres, a sus hermanos. Imagine a ese ser solo de toda soledad. Imagine que le diga a usted, ya en su vejez, con toda una vida de penas a cuestas y llorando: “No sé por qué tuve que vivir mientras todos ellos eran exterminados en mi presencia”.
—No necesito imaginarlo, puesto que yo mismo fui impulsor y ejecutor de semejante obra.
—Maldito, mil veces maldito. Mas, sin embargo, cuando le pregunté a aquel hombre por qué creyó que había vivido y por qué debía seguir viviendo me dio una lección que me reconforta poder decírsela hoy. Escuche: “Yo seguí viviendo porque tenía necesidad de ver caer al régimen; de verlo destrozado a Hitler y a los suyos; de ver exterminado sobre la faz de la Tierra al mal, como finalmente sucedió. Yo debía vivir porque ese, con seguridad, era el deseo de los míos. Debía seguir viviendo para dar testimonio del mal y sus consecuencias, y seguí viviendo para formar una familia maravillosa que hoy me acompaña. Siempre hay que seguir viviendo, porque la vida es un don sagrado y sublime”.
Me fui tan rápidamente como había llegado. No tenía ganas de escuchar a un demonio que me observaba enfurecido. Pero mientras me retiraba de su presencia me volví para decirle: “En nuestros días intenta usted nuevamente discriminar, perseguir y exterminar al judaísmo. Sé muy bien a quién alimenta usted con sus ideas, pero como antes, como siempre, fracasará. Fracasará sí, porque podrá usted matar a miles de judíos, pero siempre habrá judaísmo.