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El que cumplió su juramento

Por Paola Cándido. El martes se cumplen 19 años del fallecimiento de Esteban Laureano Maradona. Médico de la selva, de la guerra, de los pobres, de los aborígenes: lo llamaron de mil formas pero su familia lo recuerda en la intimidad: un hombre que reía mucho.

maradona-dentroEn pleno corazón del barrio Luis Agote, donde se hizo el primer tendido del Ferrocarril Central Argentino que uniría a Rosario con Córdoba, y a metros del área de maniobras de trenes más grande de Latinoamérica: allí, en Castellanos 321, vino a esperar lo “inevitable” el doctor Esteban Laureano Maradona, médico que para muchos, especialmente para sus discípulos y sobre todo para sus pacientes, encaja sin despojos con la idea de superhombre. Su sobrina política, Amelia Berra de Maradona, y sus sobrinas nietas lo recuerdan con una frase: “La moneda corriente es la ingratitud”.

Maradona nació el 4 de julio de 1895 en lo que entonces era el caserío de Esperanza, prácticamente en la mitad a lo largo y a lo ancho de la bota. Por ese tiempo y aun ya entrado el siglo XX había miles de aborígenes que aún habitaban la zona, muchos de ellos enfermos, heridos de guerra, y desamparados, pero que dejarían una marca indeleble en su existencia.

“Tío Esteban –como lo recuerdan sus familiares– era puro espíritu y muy disciplinado. Se preocupaba por la gente necesitada, sobre todo por las que tenían enfermedades tan tremendas en esa época como la lepra, la tuberculosis, y la sífilis”, explicó Amelia.

El doctor Maradona comenzó con su profesión en 1928. Abrió su consultorio por primera vez en Resistencia, Chaco. Había salido la ley de Trabajo y les daba conferencias a los obreros, advirtiéndoles cuáles eran sus derechos. Los patrones, claro está, lo tenían entre ceja y ceja y decían que había que “observar” los movimientos que hacía “el doctor” que, además, opinaba en contra de los partidos políticos de turno.

“Le dijeron que lo andaban buscando y que lo podían matar. Una noche agarró su diploma de médico, un arma y se fue al Paraguay. Lo tomaron preso porque había estallado la guerra y creían que era un espía argentino, hasta que comprobaron que era médico y se ofreció como camillero, sin ningún interés de nada”, detalló la sobrina política, recordando cómo lo había marcado la Guerra del Chaco, que enfrentó a Paraguay y Bolivia.

Al poco tiempo, en Asunción, Maradona asumió como director del Hospital Naval. Tenía casi 40 años y allí redactó el libro sanitario. “Estuvo dos años en Paraguay atendiendo a los heridos de guerra, luchando contra el cólera, el dengue y otras enfermedades infectocontagiosas. Lo quisieron condecorar, pero él decía que no se lo merecía, porque había cumplido con su deber y el juramento hipocrático. Se tomó un tren y los dejó a todos esperando. Y el dinero que había ganado, lo donó a las viudas y a los hijos de los que habían muerto en la guerra. Se fue y no recibió nada”, cuenta con mirada cómplice su sobrina nieta, Lola.

Esteban había programado un viaje. Esta vez, sus deseos fueron fraternales; un encuentro en Tucumán con uno de sus hermanos, Juan Carlos. El tren partió con rumbo fijo, pero su destino fue otro.

“El tren paró y el tío Esteban bajó a estirar sus piernas en Estanislao del Campo, Formosa. Buscaban un médico para una parturienta con peligro de muerte. Y se quedó ahí durante 51 años ejerciendo como médico en la selva formoseña. Les enseñó a los indios sus derechos, a hacer ladrillos, sus casas, y perimetró todas las tierras que eran de ellos para afincarse. Creó una escuela para que aprendan a leer, a escribir, y a hablar español. Y también él aprendió los dialectos de ellos”, cuenta con nostalgia Amelia.

Cincuenta y un años después Maradona volvió a Rosario: viejo, cansado y enfermo. Quedaron atrás una historia personal viva, fecunda y generosa.

Lo trajeron en una ambulancia desde Formosa muy debilitado, tenía 92 años. Se había desnutrido porque se quedaba escribiendo y no iba a comer a la pensión donde le daban el almuerzo y la cena. En su afán por escribir se le “pasaba el tiempo”.

“Llegó a Rosario y estuvo tres días sin querer salir de la habitación. Llamamos a un médico y cuando supo que lo iban a internar dijo que quería ir a un hospital donde van todos los pobres. Lo llevaron al Provincial y estuvo un mes internado. Nos dijeron que esos viejitos se apagaban como una velita. Vivió casi 10 años más”, relató consternada su sobrina política.

Su familia recuerda que todos los días se levantaba muy temprano, desayunaba con mate cocido y tostadas. Le gustaba la cerveza, y un día a la semana ayunaba porque decía que había que limpiar el cuerpo.

Amelia destacó que era muy cariñoso con todos, jamás se quejaba, siempre estaba sonriente y decía que había vivido tantos años por el cariño de sus sobrinos.

“Cuando entrábamos a su habitación era tan descriptivo con sus historias y anécdotas que nos quedábamos horas escuchándolo. Cuando salíamos tomábamos la dimensión del tiempo que habíamos estado, era extraordinario escucharlo. Nunca perdió la lucidez.”, destacó Adelaida, otra sobrina nieta.

Sus familiares recuerdan que siempre recibía visitas. Muchos iban a verlo, pero también otros tantos iban a conocerlo. “Era una especie de «casa del pueblo»”. La mayoría salían emocionados”, relatan.

“Cada vez que salía alguna nota en el diario sobre él, se la leíamos. Él se quedaba escuchando serio y siempre le inventábamos algo. Por ejemplo: el doctor Maradona, médico, harapiento, un viejito de mal genio… Entonces se jactaba, nos hacía leer de nuevo y nos preguntaba: «¿En serio escribieron eso?». Hasta que se daba cuenta y se mataba de risa. Tenía un gran sentido del humor”, contó Lola.

Esteban Laureano Maradona se preparaba para morir en el invierno, porque tenía una bronquitis crónica y decía que estaba sentado, entregado, esperando a la “Huesuda”. El pronóstico, una vez más, no se dio, pero el 14 de enero de 1995, murió. Tenía 99 años. Murió en su cama y en silencio. El metro cincuenta y tres que ostentaba su humanidad ya consumida fue el símbolo del desapego con lo efímero de su existencia. El Doctorcito Dios, el Doctorcito Esteban, el médico de los pobres. El “Doctor de los aborígenes”, como reza la placa donde vivó sus últimos días.

Las manos

Sus restos se guardan en la ciudad de Santa Fe, en el panteón de su familia Maradona-Villalba. Un poeta le dedicó en vida unas estrofas que, como reconocimiento popular, recorrieron la región: “Sea quechua, toba u ona, la tribu no importa mucho: la caridad llegó al indio por manos de Maradona”.

En primera persona

“Cuando yo llegué empezaron los problemas. Todo esto era monte, sólo había cuatro o cinco ranchos y estaba todo rodeado de indios, que por otra parte me querían matar. Tanto que uno de ellos, que era famoso, me agarró de las solapas y me sacudió, amenazándome. Pero nunca les tuve miedo ni me demostré asustado. Y no por dármelas de valiente, sino que soy así, nomás. Pero con la palabra dulce y la práctica de la medicina, tratando las enfermedades, dándoles tabaco y consiguiéndoles ropas, las cosas fueron cambiando. Así los traté hasta hoy. Me arremangué, me metí en el monte sin ningún temor, arriesgando mi vida y también mi salud”.

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