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El que no llora es un inglés

Cuando el 2020, antifútbol que entre tantos millones se llevó al Trinche y a Pelusa, tenga fin arrancará el primer año después de Diego Armando. Nunca exagerada su deidad porque Maradona fue superior al hombre. Símbolo. Dios. Héroe. Autoproclamado “El Keith Richards del fútbol”. Una respuesta a Pelé

Por Candela Dolores Moreno Cucco*

No. Ayer, 25 de noviembre de 2020, no murió Diego Armando Maradona. Ni murió desangrado cuando le cortaron las piernas en la Copa del Mundo de 1994. Ni manchó la pelota con sangre ni con merca en aquel antidoping antipueblo. Ni murió deshidratado del llanto al que lo sentenciaron los perpetradores del espanto que implantaron una guerra para el exterminio interno. No. Hoy no murió Diego Armando Maradona porque D10S es eterno.

El 25 de noviembre, en un eco del fallecimiento de Fidel Castro, será recordado en cada rincón de la Tierra como el día en que Maradona pasó a la inmortalidad. Decía el número uno del tenis argentino, Guillermo Vilas, que los partidos se ganaban y se perdían con el mejor golpe. Quizás por eso el certificado de defunción de Dios –vaya oxímoron– diga que la causa de fallecimiento fue una insuficiencia cardíaca. El corazón que latía por las villas de América Latina, por caídos y por excombatientes de Malvinas, el que galopaba contra la injusticia y juraba por Dalma y por Giannina que no se iba a traicionar nunca, ayer dejó de latir para siempre.

La viva imagen de Diego saca el filósofo de adentro de cada patriota. Circulan palabras nobles, gratas, que intentan –con lealtad de roble– pagar la deuda que tiene este pueblo para con el amor del ícono que nunca lo traicionó y que defendió a la patria de los agravios de monopolios apáticos, sin más armas que botines y palabras. Sin embargo, es mentira que haya unido a todo el pueblo argentino, que haya masillado la grieta o que trascendiera a todas las camisetas. Desde la cómoda trinchera de la moral, con la perversidad a la orden de la muerte, se relamen rapaces infelices. Siempre serán “Viva el cáncer” y siempre seremos el Amor.

La grandeza, por antonomasia, es polémica. Reza otro líder de masas, el Indio Solari, que “la belleza atrae a malvados más que a cualquier cosa”. El que se olvidó de su juventud y lo señala por drogadicto (víctima), la que se aprendió de memoria algunas consignas feministas pero disocia su lucha del tesoro de los inocentes y quien lo condenó por ponerse una casaca enemiga o no le perdonó que le hiciera un gol irreparable al equipo de sus amores, señalan al dios más humano con el índice de la mano que arroja la primera piedra. No hay argumento capaz de conmover a quien odia al pueblo. Pero no alcanza con militar a Maradona entre convencidos, hoy comienza la tarea de luchar contra su mayor miedo: el olvido.

La saliva con que les escupió la verdad a los dueños de la pelota regó los potreros de nuestro planeta para sembrar árboles imperfectos que no tapan su Bosque. Y fueron tales las gurisas futbolistas, y fueron tantos los changuitos futboleros, que a los medidores de la historia no se les ocurrió mejor idea que compararlos, inútilmente, con el Diego. Como si el fútbol pudiera reducirse a la cantidad de goles, al número de asistencias, a la variedad de clubes o a los 6,142 kilogramos que pesa la Copa del Mundo. Como si el resto de los mortales no tuviéramos que googlear cuánto pesa. A los medidores de la historia, tan preocupados por calibrar con eficacia sus micrómetros, no les contaron que la materia prima del fútbol es el amor, una pieza inconmensurable para cualquier sistema de medición.

“En este momento de crisis, se necesita ayuda de los que más tenemos”, publicaba Maradona en su cuenta de Instagram como pie de foto de una imagen en la puerta de su casa en Villa Fiorito. Cualquiera en su lugar se hubiera disuelto en su propio ego, pero Diego aclaró: “Yo sé lo que es tener hambre”, después de haberse dado cuenta de que cuando su Madre, Doña Tota, decía que le dolía el estómago, mentía; que era una excusa para no morfar y así repartir la poca comida que había entre sus hijos. ¿Cómo contarle al sector de Diputados que el 17 de noviembre votó en contra de la ley de Aporte Solidario Extraordinario de las Grandes Fortunas que Maradona no abusó de sus privilegios de millonario hecho con su propio esfuerzo, al que nadie le regaló nada, para ser miserable con la Argentina devastada? La contracara de los que emigran acusando a este territorio de “país de mierda” es Diego Armando Maradona, que en todos los confines defendió la soberanía de esta tierra.

Cuando el 2020, antifútbol que entre tantos millones se llevó al Trinche y a Pelusa, llegue a su fin arrancará el primer año después de Diego Armando. Nunca exagerada su deidad porque Maradona fue superior al hombre. Símbolo. Dios. Héroe. Autoproclamado “El Keith Richards del fútbol” como respuesta a Pelé, cuando aseguró ser el Beethoven del fútbol –qué aburrido–. Lo que se dice un ídolo. Como dijo Fontanarrosa, que hoy cumpliría años: “La verdad es que no me importa lo que Diego hizo con su vida, me importa lo que hizo con la mía”. Y lo que hizo con nuestra vida no tiene perdón del dios receloso que lo envidia desde una biblia inerte por haber osado tener más devotos que él.

El aparato feroz que buchoneó sus vicios jamás le perdonó semejante mordacidad. Y no importa lo que el Diego sea para vos ni interesa lo que significa para mí, lo que trasciende es lo que representa para el pueblo. Mercaderes inescrupulosos no soportaron que no se traicionara, que no le diera la espalda a la villa donde germinaron sus primeras gambetas. Le pasaron factura a la vista de todo el planeta del que no vino, sentenciándolo a una reclusión que poco tuvo que ver con sustancias prohibidas.

-La sufrí, pero la disfruté- dice un hincha de River para la tevé mientras recuerda cómo Maradona hizo que el Pato Fillol, uno de los mejores arqueros de la historia, se revolcara para defender el arco de su zurda inquebrantable. Eso fue, es y será Maradona: sufrir, pero disfrutar. Una contradicción que nos dota de humanidad se explica en el llanto que secan las bombas de estruendo a los pies de La Boca, de La Paternal, del Parque Independencia, de Nápoles. ¿Maa, qué San Genaro? ¡MARADONA! La persona por la cual cualquier habitante del universo podía localizar a este país en el mapa en un tiempo donde no existía el GPS, nuestro pasaporte para el mundo. Hinchas que circunstancialmente lo sufrieron lo celebrarán hasta la eternidad. Ayer, 25 de noviembre de 2020, en Buenos Aires, en Rosario, en Nápoles, en Barcelona, en México, somos más mortales que ayer. Sentimos la amenaza inminente del tiempo y de la muerte porque, si le tocó a él, nos puede caer en cualquier momento.

-Yo soy de la gente y no soy de nadie más- decía Diego Armando. Figura mundial cuando no había redes sociales. Sus goles no se viralizaban en pantallas individuales, se relataban de boca en boca como pasa con el aire que salva del ahogo.

Eso fue Diego: nuestra salvación del ahogo. El consuelo de un pueblo empobrecido por la dictadura que se sentía rico durante noventa y pico de minutos. La venganza dulce de dejar a los ingleses enharinados por el terreno de juego, su campo de batalla, bailando para la televisión mundial. El bilardismo de gritar, como si fuera el último, un gol convertido con la mano. Las puteadas a los italianos que silbaban el Himno Nacional Argentino en la Copa del Mundo de 1990. El resto del planeta, que ahora mira para acá acongojado, comparte el dolor sin entender la iconoclastia. Eso fue el santo napolitano del siglo veinte: ante todo, pueblo. Humano. El peronismo alrededor del universo, cristinista hasta los huevos que pasó a la inmortalidad siendo director técnico del club de Cristina Fernández de Kirchner.

 

*El texto fue producido en el marco del taller de Redacción Digital dictado por el Sindicato de Prensa Rosario

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