Esteban Langhi y Guillermo Correa
La historia oficial los terminó haciendo parecer poco más que vendedores de baratijas. Dos simples sujetos que repartían escarapelas antes de que hubiera Escarapela, como quien contribuye a armar el decorado de un concierto. Pero el andamiaje que estaban armando Domingo María Cristóbal French y Urreaga, y Antonio Luis Beruti, era mucho más que eso. Cuando el almanaque cruzó la mitad de mayo de 1810, el primero había sido, por largo tiempo, el primer y único “entregador de pliegos y cartas” de Buenos Aires. Lo era ya tres y cuatro años antes, cuando se enfrentó a las Invasiones Inglesas: en la segunda creó, junto a Juan Martín de Pueyrredón, el regimiento de Húsares, y recibió su primer grado militar: teniente. En la segunda invasión fue ascendido a teniente coronel.
El segundo, hijo de un escribano del Virreinato del Río de la Plata, cursó estudios en España, y no hacía mucho que había regresado a su tierra de nacimiento cuando, también, enfrentó a las tropas de otro imperio, el de la Gran Bretaña. Lejos de estar repartiendo “cintillas” los dos amigos de Manuel Belgrano lo que hacían era identificar a sus aliados con un distintivo, para que los hombres a su mando los reconocieran y los dejaran pasar. El 22 de mayo de 1810, para cuando estaba convocado un Cabildo Abierto, la plaza principal de Nuestra Señora del Buen Ayre estaba cercada por los “Chisperos”, una fuerza irregular y violenta de revolucionarios bajo las órdenes de French y Beruti. No se sabe con certeza de qué color eran las cintas que servían como pasaporte de ingreso a los revolucionarios.
Sí se sabe que fue Beruti quien dos días después, el 24 de mayo, irrumpió en la sala principal del Cabildo, cuando se había oficializado el nuevo gobierno creado el 22: “Una Junta presidida por Cisneros es lo mismo que Cisneros virrey”, espetó, y forzó a su disolución. Al día siguiente, el 25 de mayo de 1810, con sus revolucionarios cercando varias manzanas en derredor al Cabildo, se alumbraba la Primera Junta. En el mundo había nacido un nuevo país.
La Revolución de Mayo estalló con heridas y cicatrices. Sus protagonistas más visibles tomarían caminos distintos, se enfrentarían entre sí. La Primera Junta de las Provincias Unidas del Río de la Plata gobernaría sólo hasta el 18 de diciembre de 1810, y lo haría todavía en nombre de Fernando VII, el rey prisionero de Napoleón Bonaparte.
En el Río de la Plata, el destituido virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros envió agentes y misivas para levantar en armas a batallones realistas. Se esperanzó con una contrarrevolución desde Córdoba. Acabaría siendo expulsado hacia las islas Canarias en junio de 1810, en un viaje directo, y sin su familia.
La Revolución de Mayo fue semilla de otras y también fue hija de otras rebeliones. Un año antes, también un 25 de mayo, se había producido la Revolución de Chuquisaca, en la ciudad de La Plata, que hoy es la ciudad de Sucre, en Bolivia. Las Guerras de la Independencia se esparcieron por medio continente, con otros líderes y con otros conspiradores buscando torcer su rumbo desde adentro. Desde entonces, en cualquier geografía, el principal protagonista fue el Pueblo.
El hondo bajo fondo donde el barro se subleva
Y un día el Pueblo volvió a su casa. El día fue el 25 de mayo de 1973, y la casa la histórica plaza de Mayo. Casi dieciocho años tuvieron que transcurrir desde el golpe de Estado de septiembre de 1955 para que ese reencuentro pueda verse materializado.
En el medio pasó mucha agua por abajo del puente. Un arsenal de medidas represivas, producto del odio de los sectores dominantes sensiblemente afectados por el modelo social peronista, cayó sobre los militantes y sobre el conjunto del pueblo; no faltaron la tortura, los fusilamientos, el encarcelamiento, la persecución física y psicológica, y hasta el vano intento de eliminar de plano una identidad que ya estaba marcada a fuego en el sentir de la clase trabajadora argentina (1).
La anulación de ese espacio geográfico, el epicentro de la gran asamblea popular, había sido un objetivo temprano planteado por los intereses oligárquicos. Al atentado producido en pleno acto de la CGT el 15 de abril de 1953, le siguieron los feroces bombardeos de los aviones de la Marina el 16 de junio de 1955. Después del golpe de septiembre “la plaza del pueblo” finalmente era tomada y la pesadilla de las alpargatas llenándola, desplazada a los calabozos o al silencio.
El sol del 25 de mayo de 1973 venía a romper aquel desencuentro forzado. La plaza de mayo desde muy temprano se iría llenando de columnas de militantes de los más variados sectores y pertenencias: jóvenes de la Juventud Peronista, villeros, estudiantes universitarios y secundarios, trabajadores, militantes de otros partidos políticos que integraban el Frente Justicialista de Liberación (Frejuli); todos y todas venían a participar de la fiesta renovada que había consagrado unos días antes el triunfo electoral del 11 de marzo y que ahora ponía en funciones al presidente electo, Héctor J. Cámpora.
El largo camino de la Resistencia Peronista
El desenlace de esta jornada histórica, de la que se cumplen 50 años, tuvo un largo camino que se remonta a los primeros intentos de organización de la Resistencia Peronista, comenzados ni bien se ejecutó el golpe de Estado que terminó con la segunda presidencia de Juan Domingo Perón el 16 de septiembre de 1955.
Bajo el marco represivo desatado por dictadura de Aramburu y Rojas, distintos sectores del peronismo buscaron organizarse a lo largo y ancho del país bajo un objetivo central: el regreso de Perón al país y a la conducción del Estado.
El de la resistencia era un terreno nuevo para las fuerzas peronistas. Su desconocimiento táctico, la pérdida de dirigentes importantes que iban al frente y eran los más aptos para la nueva etapa (presos y torturados por la dictadura) y la huida de otros que demostraban con esa actitud que solo les interesaba el bienestar personal que les aportaba esas posiciones, conformaba un suelo pantanoso del que no se saldría rápidamente.
A contrapelo del titubeo dirigencial, el pueblo peronista puso el cuerpo en la calle desde el mismo momento del golpe de Estado; ejemplo de esto fue la ciudad de Rosario, que estuvo literalmente tomada por la movilización popular reclamando la restitución de Perón al poder. Esa capacidad de movilización y entrega del pueblo trabajador careció de una conducción que organizara y supiese capitalizar ese enorme esfuerzo militante.
A partir de ahí se sucederían innumerables acciones a partir de las cuales se quería acorralar –y en lo posible eliminar– al movimiento peronista. Entre las más importantes debemos mencionar el decreto-ley 4.161, que prohibía hasta la mención de Perón, Evita, el Peronismo, etcétera. Un mes después la derogación por un simple bando militar de la Constitución justicialista de 1949, que buscó derrumbar de un plumazo todo el edificio jurídico-político que consagraba el modelo peronista y que tenía a los derechos de los trabajadores y trabajadoras como uno de sus pilares fundamentales.
En 1958 llegaba la hora de la proscripción del movimiento político mayoritario, proscripción que se iba a repetir en las elecciones libres de 1963. Ambos procesos electores lo único que tuvieron de libres fue que se llevaron a cabo “libres del peronismo”.
Pese a que en las elecciones de 1958 llegara al poder tras el pacto alcanzado con Perón en el exilio, Arturo Frondizi incumplió casi todos los compromisos asumidos y mantuvo la entrega de la economía nacional nacional a los capitales extranjeros comenzada con el golpe de 1955. La denuncia de esta entrega del patrimonio nacional comenzaba a manifestarse en el marco de esta semilegalidad mediante huelgas, movilizaciones y toma de establecimientos productivos llevados a cabo por el movimiento obrero.
No sería sino la represión directa sacando las fuerzas armadas a la calle la respuesta que el gobierno de la UCRI (Unión Cívica Radical Intransigente) le daría a la clase obrera argentina: se ponía en ejecución el plan Conintes (Conmoción Interna del Estado) con el objetivo principal de reprimir la protesta sindical y social.
La represión abierta al movimiento popular, ejecutada por las fuerzas armadas, no fue la única metodología con la que el frondicismo llevó adelante su ejercicio del poder contra toda manifestación del movimiento popular. En las elecciones provinciales de marzo de 1962, primeras en las que se permitía que se presentaran candidatos peronistas (manteniendo la proscripción de Perón y sin la autorización a que lo haga como Partido Peronista) el triunfo peronista sería inmediatamente anulado, las autoridades electas no podrían asumir y la voluntad popular era nuevamente burlada.
Tras la renuncia de Frondizi, forzada por las mismas fuerzas armadas, el nuevo proceso electoral que llevará a Arturo Illia a la presidencia de la nación en julio de 1963 volvería a proscribir al peronismo. Los regímenes políticos que se iban sucediendo desde el golpe de Estado de septiembre de 1955, abiertamente dictatoriales o con maquillaje semilegal, mantenían a rajatabla la proscripción del movimiento mayoritario. Los trabajadores y las trabajadoras argentinos, más allá de la falta de coordinación de sus luchas antes señalada, seguían resistiendo, aumentaban su grado de organización y esperaban alcanzar el día del retorno de su líder.
En junio de 1966 un nuevo golpe de Estado interrumpía el débil proceso institucional en curso. La llamada “revolución argentina” que encabezó Juan Carlos Onganía pretendía inaugurar un extenso tiempo de “ordenamiento” de la sociedad argentina; la represión a los docentes y estudiantes universitarios fue la carta de presentación del régimen a un mes de haber derribado al gobierno de Illía.
Pero los tiempos sociales y políticos no estarían caracterizados por el desierto y la quietud que el gobierno esperaba conseguir. La lucha de los trabajadores y las trabajadoras se multiplicaba en los grandes centros urbanos. Grandes movilizaciones obreras enfrentaban la política económica del ministro Krieger Vasena, auténtico representante del interés económico extranjero y del Fondo Monetario Internacional.
Nacía en 1968 la CGT de los Argentinos y sus luchas frontales contra el gobierno nacional se entroncaban con los reclamos estudiantiles y la militancia universitaria. El contexto regional y mundial, convocaba a comprometerse políticamente y participar de la luchas de los pueblos.
Con un efecto dominó las puebladas callejeras se irán sucediendo en las diferentes regiones y ciudades de nuestro país en el año 1969. En nuestra ciudad la marcha del movimiento estudiantil por el centro de la ciudad en mayo, y la huelga de septiembre pasarán a la historia como los dos Rosariazos. Jornadas similares se vivían en aquellos meses en Córdoba, Mendoza, Tucumán, por nombrar solo algunas.
En medio de este caldo y enarbolando la lucha de la resistencia peronista, irán surgiendo las distintas organizaciones armadas peronistas. El cierre político del régimen imperante, la violencia explícita utilizada por los militares de la “revolución argentina”, y la influencia de la experiencia cubana, atizaban el fuego necesario para que la opción por las armas se transforme en un horizonte que captaba numerosa cantidad de militantes.
Primero fueron las FAP (Fuerzas Armadas Peronistas) en 1968. Dos años después verían la luz pública las organizaciones Montoneros, Descamisados y FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias), las que poco tiempo después se fusionarían bajo el nombre de la primera.
El ajedrez de Perón y el tobogán del segundo semestre de 1972
Dos hechos marcarán el definitivo aceleramiento de los tiempos políticos que, como vimos, venían sucediéndose en los últimos años.
Uno sería la aceleración a fondo de Perón decidido a concretar antes de ese fin de año su regreso al país. En una verdadera partida de ajedrez sostenida por el líder exiliado en Madrid y el régimen militar encabezado ahora por Lanusse, se fue cerrando el cerco sobre el gobierno, obligándolo a ponerle fecha al proceso electoral que venía anunciando desde hacía más de un año.
El otro hecho que deslizó la coyuntura como por un tobogán fue el brutal fusilamiento el 22 de agosto de 16 militantes populares, pertenecientes a diferentes organizaciones armadas que, habiendo fracasado en su fuga del penal de Rawson, se habían entregado a las fuerzas de seguridad a cambio de que se les respete la vida. “La masacre de Trelew”, como se conocerían los hechos, fue una bisagra que terminó de desnudar la barbarie de un régimen que se caía a pedazos.
A partir de estos hechos se habría de desencadenar un enorme proceso de movilización y participación política encarnado por una generación que se volcaba masivamente a la política, el que quedará en la historia con el nombre de la consigna que se multiplicaba en cada pared, en cada bandera, en cada volante: “Luche y vuelve”.
El 17 de noviembre de 1972 Juan Domingo Perón volvía a pisar suelo argentino. La represión del régimen militar no pudo evitar la movilización de decenas de miles de peronistas que querían ser protagonistas del hecho más esperado por el pueblo trabajador.
La campaña electoral y el encuentro entre Cámpora y la Juventud Peronista
Perón, proscripto para participar como candidato, eligió a Héctor J. Cámpora, histórico y leal dirigente justicialista, como el responsable de conducir al peronismo a la victoria en las elecciones fijadas para el 11 de marzo de 1973. La jugada política del régimen militar, que había incluido la necesidad del balotaje si ningún candidato llegaba al 50% de los votos, consistía en aunar a todas las fuerzas políticas en una segunda vuelta en que se pudiese vencer al candidato de Perón.
La campaña electoral comenzó en enero e inmediatamente se vio en la calle y en los actos al actor decisivo que iba a ponerle color y marco multitudinario a los actos del “tío Cámpora”: la Juventud Peronista.
Abiertas las compuertas legales de la participación política, el peronismo volvía a inundar las plazas del país haciendo tronar las consignas que los jóvenes desparramaban marchando con sus bombos y sus banderas: “Juventud presente! Perón, Perón o muerte!”, “el Tío presidente, libertad a los combatientes”, “FAR, FAP, Montoneros, son nuestros compañeros”.
Cámpora encontraba en los jóvenes un inesperado aliado estratégico que con su presencia multitudinaria y estridente le permitía fustigar discursivamente al gobierno dictatorial en retirada.
Paralelamente Perón tejía los acuerdos que le permitieran al Peronismo en el gobierno comenzar la construcción de un modelo socioeconómico que bautizaría con el nombre de “Pacto Social”. Basado en el encuentro entre trabajadores y empresarios, el nuevo modelo social tenía a la producción nacional como eje vertebrante de una nueva economía con sentido social.
EL 11 de marzo el candidato del Frejuli triunfaba con más del 49% de los votos, el candidato radical quedaba a más de 25 puntos de distancia por lo que renunciaba a concurrir al balotaje.
La fiesta popular se desató en cada rincón de la República. Las cocinas de los hombres y las mujeres humildes, que por casi dos décadas habían tenido en sus altares caseros las imágenes de Perón y de Evita iluminadas con velas, estallaban de felicidad y de esperanzas con el retorno del peronismo al poder. La consigna del luche y vuelve se transformaba en una realidad palpable.
El otro 25
Corría 1987 cuando el creador del Ateneo Juan Domingo Perón y de Unidad Básica “Los Muchachos Peronistas” ganaba la Intendencia de Río Gallegos, capital de la provincia de Santa Cruz. Habían pasado seis años desde que fundara ese pequeño grano de arena en resistencia a la última, y la más sangrienta, de todas las dictaduras. Era 1981, y apenas unos meses antes, en diciembre de 1980 había fallecido Cámpora.
Gravemente enfermo, la dictadura no le concedía el salvoconducto para salir del país: al no haber podido “cazar” al ex presidente de la Nación, lo mantuvo prisionero en la embajada de México, donde había acudido para salvar su vida, y recibido asilo y protección. Pero estaba gravemente enfermo, y los militares golpistas sólo permitieron su salida cuando sus asesores médicos garantizaron que Cámpora no sobreviviría.
En esos extraños laberintos de Patria caída que vuelve a levantarse, el feroz “Proceso de Reorganización Nacional” no había terminado sus masacres y continuaba asesinando, al mismo tiempo que se comenzaban a respirar otros aires. “Se va a acabar”, sonaba donde había grupos de personas, y había ya muchos que desafiaban esa imposición de no reunirse.
Una nueva generación empezaba a remontar vuelo para el largo viaje de la memoria histórica, para descubrir, con asombro y horror, los crímenes que habían tratado de ocultar los mandos militares que ocuparon el poder tras librarse, incluso por la vía del asesinato, de otros uniformados que tenían otro tipo de ideales, otro tipo de honor. El honor y la honra que los dictadores nunca tuvieron.
En esas nuevas primaveras que suelen brotar en el pleno otoño de mayo, en 1981, en la última provincia del sur continental, Néstor Carlos Kirchner, maniobraba con dificultad en su primer cargo ejecutivo. No sabía que menos de dos décadas después juraría como presidente de la Nación, que lo haría un 25 de mayo, que lo haría rindiendo homenaje a ese “Tío” de su juventud, y a los patriotas que dos siglos antes habían hecho nacer a la Plaza de Mayo. Pero eso, es otra historia.