La viva voz primero, la campana después y actualmente el timbre son los sonidos que siempre anunciaron la nueva buena en la escuela: el recreo. El diccionario de la Real Academia Española lo define como: diversión, distracción o entretenimiento. También, como el tiempo durante el cual se interrumpen las clases en los colegios para que los alumnos descansen o jueguen. Podría decirse entonces, a modo de simplificación, que es un intervalo de entretenimiento que se desarrolla entre módulos curriculares.
El concepto de recreo estuvo asociado al de infancia. En este sentido, no siempre fue un espacio vinculado con la escuela. Esto pasó en el período anterior al Iluminismo, que no reconocía a la niñez como un periodo especial donde el infante pudiera poner en valor cuestiones lúdicas. Con el advenimiento de la escuela pública, obligatoria y laica, el concepto de infancia fue instalando al joven como un sujeto con derechos, muchos de ellos amparados en los nuevos conceptos de la psicología y en el desarrollo de una mirada distinta de las teorías pedagógicas.
Hacia fines del siglo XIX, se instauró el recreo de manera cotidiana y los fundamentos se sostenían desde el concepto de biología, fisiología e higiene. Más tarde se justificaría también desde la pedagogía. En esta etapa comenzó a tomar las dimensiones con la cuales lo conocemos en la actualidad: estaban establecidos para romper la continuidad de las clases.
Investigadores que trabajaron con el concepto de memoria y atención sostienen que “cuando se aprende en períodos separados, la capacidad de recordar mejora, más que cuando se presenta toda la información en un solo período”. Los estudios están sostenidos en investigaciones sobre el funcionamiento del cerebro que sostienen: “La atención requiere la novedad periódica; el cerebro precisa de períodos de descanso para reciclar químicos esenciales para la formación de memorias de largo plazo. La atención sigue patrones cíclicos de 90 a 110 minutos durante el día”.
Lo cierto es que el recreo es un descanso en la rutina diaria, que ayuda a que el joven se oxigene para enfrentar en mejores condiciones el tiempo pedagógico que continúa. También es un espacio de sociabilización y mantenimiento de las relaciones interpersonales.
En la Argentina, la escritora y maestra Juana Manso introdujo su práctica en el patio de la escuela. La idea pedagógica de la educadora planteaba un curriculum más flexible y en ese contexto el juego formaba parte del aprender. Un poco más tarde, con la reglamentación de la ley 1.420, los recreos fueron incorporados de manera obligatoria. “Las clases diarias de las escuelas públicas serán alternadas con intervalos de descanso, ejercicio físico y canto”, sostiene la norma.
Del arroz con leche, la rayuela, la escondida, la soga y los torneos de figuritas hasta los metegoles, las mesas de ping pong y los juegos digitales, los recreos siempre han sido uno de los momentos más esperados por niños y niñas. Cabe destacar, que no siempre compartieron el mismo tiempo y espacio de juego debido a que, en un principio, los intervalos recreativos se organizaban por género. “Una de las cosas que más me gusta de la escuela son los recreos”, dice Lautaro, alumno de una escuela de la zona oeste de Rosario.
La expresión podría repetirse por miles. Los recreos aparecen como un tiempo propio donde los chicos pueden desplegar sus fantasías. Es un espacio que transcurre al margen de las tensiones y la obligatoriedad de los deberes y son visualizados como una forma de romper con la rutina pedagógica.
La impronta de este tiempo libre podría identificarse con el “ocio”. El psicólogo Enrique Pichón Riviere lo define como: “El conjunto de actos a los que el individuo se entrega feliz y plenamente, luego de haberse liberado de sus obligaciones profesionales, familiares y sociales”. En el caso educativo, también se podría decir: pedagógicas.
Lo cierto es que la realidad social y cultural ha cambiado el perfil de los recreos, que en ocasiones suelen transformarse en un problema para maestros y directivos. La prosa del escritor Pablo Pizzurno cuando en 1925 escribía: “En los patios juegan, corren, saltan, se ríen como todos, pero sin excesos. No se atropellan, no se arrojan al suelo, no se estropean la ropa. A Sarita le gusta mucho saltar a la cuerda y dar vueltas a ésta para que salten sus compañeras, mientras que algunas prefieren el ¡Pescador, pescador..! ¿Me dejará pasar?”. Todo esto ha quedado superado por ciertos excesos de agresión y violencia que hoy manifiestan los niños, como portavoces de una sociedad que transita los mismos andariveles.
En este contexto, muchas escuelas se han visto en la obligación de planificar estos intervalos para que los chicos no se agredan. Algunas implementaron juegos de salón, como metegoles y mesas de ping pong; otras han recurrido a los viejos métodos de juegos grupales, y diseñaron una suerte de señalética en el suelo, con juegos como la rayuela y circuitos de una especie de “gran juego de la oca”. Hay escuelas que pusieron en práctica una radio que transmite en los recreos con una programación de humor, música y sociales. También se consolidaron “bandas de música”, donde los alumnos acompañan el tiempo ocioso con temas musicales interpretados por los propios estudiantes.
Todo es útil cuando se trata de generar ámbitos de respeto, compañerismo y compromiso de no violencia hacia el par.
Esta planificación del tiempo libre, útil a primera vista, limita la posibilidad de que el niño pueda desplegar su creatividad en un tiempo que le es propio. Este “ocio controlado” navega entre la permisibilidad que puede darse, hasta para infringir conductas, y la adaptación pasiva a una realidad que limita los espacios lúdicos.
No es una situación sencilla de resolver. Maestros, directivos y hasta asistentes escolares suelen quedar desintrumentados frente a las medidas a tomar en el momento del recreo. Este descanso, también necesario para el docente, se transforma en una ininterrumpida secuencia de controles. La capacidad de alerta del maestro no cede ni un momento en el marco de la vigilancia de los niños.
Por otra parte, los recreos favorecen la capacidad de participación social vinculada con la interacción con otros compañeros. La estructura pedagógica de las clases suele no ser contemplativa con el trabajo grupal. El concepto de fila y bancos alineados hacia el frente obstaculiza la interacción y la socialización de los aprendizajes. En este sentido, los intervalos de entretenimiento son un factor de intercambio y participación social, que coadyuva a la incorporación de las relaciones sociales como constitutiva del desarrollo de la personalidad
La psicóloga Nicole Fabre dice: “A mi entender, habría que prestar tanta atención a este momento como al tiempo de estudio. A menudo recuerdo el día en que pregunté a mi hija mayor, que regresaba de la escuela infantil: «¿Qué has aprendido hoy?». Y me contestó: «El recreo»”.