Por Carlos Polimeni / Noticias Argentinas
No quedaba ninguna otra mesa ocupada, en el bar del lobby del Hotel Sheraton de Lima, pero Diego Maradona estaba encendido. El compañero más pensante de aquella camada de jugadores que el año siguiente serían campeones mundiales, Jorge Valdano, se había retirado unos minutos antes, aunque aclarando que le iba a ser complicado conciliar el sueño.
Pero al flamante capitán del seleccionado argentino de fútbol no parecía importarle tanto el partido del día siguiente con Perú, por las eliminatorias del Mundial que un año después lo consagraría para siempre como el mejor jugador de la historia, sino que estaba preocupadísimo por saber cómo jugaba en su esplendor José Manuel “El Charro” Moreno.
El único que podía responder a todas sus preguntas en esa mesa de madrugada, en un hotel de luces que iban apagándose, era Enrique Macaya Márquez, el más veterano de los cuatro periodistas que prolongábamos la cena bebiendo unas pocas bebidas espirituosas. A veces, antes de un compromiso importante era difícil caer en brazos de Morfeo, incluso para los cronistas. Para Maradona, por momentos, era imposible: llevaba la mochila más pesada.
“Era un jugador total, de toda la cancha, como Di Stéfano”, le dijo el comentarista, que trabajaba en Radio Rivadavia con José María Muñoz y en las transmisiones televisivas con Marcelo Araujo. “Sí…eso lo dicen todos ¿pero qué recorrido hacía?”, insistió el astro, que sobre las características de Alfredo Di Stéfano ya estaba lo suficientemente bien informado, después de años de escucharlo a César Luis Menotti.
Macaya intentó un gesto con la mano derecha. Maradona lo interrumpió, apartó los vasos y copas de la mesa rectangular, se paró, armó dos arcos con cuatro vasos y puso servilletas de papel arrugadas en distintas posiciones de un imaginario campo de juego, armando una especie de pizarrón táctico horizontal, surgido de su fuerte necesidad de entender.
Macaya se paró y gestualizó un ida y vuelta por la derecha, pero con un final de recorrido en curvatura hacia el medio, agachándose para mover una servilleta. Habló de la sociedad con Adolfo Pedernera, otro grande de la historia de River Plate, ante los ojos bien abiertos del crack, que sonreía complacido, ya que todos estábamos jugando su juego.
No se dio por satisfecho. Preguntó una y otra vez sobre la carrera de aquel crack del pasado, del que casi no existen filmaciones. “Qué lástima no haberlo visto”, musitó luego de muchas otras explicaciones tácticas, que le deleitaban “¿Era muy, muy muy bueno?”, preguntó al final, como queriendo ubicarlo en un lugar en un ranking. “Único”, sintetizó Enrique. “No hubo otro igual”.
Macaya tenía en ese momento 50 años y Maradona iba a cumplir 25 en octubre. Aquella tercera semana de junio de 1985, Perú era un país que hervía en un caldo espeso, como ese olor que distinguía el centro de Lima, donde estábamos alojados, casi que encerrados. El Hotel, de hecho, estaba construido en un terreno que antes había albergado una cárcel, en el Paseo de Los Héroes Navales.
El edificio original había sido construido respetando los consejos del inventor del panóptico, el filósofo del siglo XVII Jeremy Bentham, bajo el principio de que un solo guardián, ubicado en un sitio estratégico, pudiera controlar todo el ámbito. En 1961, durante el gobierno del militar nacionalista Juan Velasco Alvarado lo demolieron para construir el Centro Cívico de Lima y el Sheraton Lima Hotel & Convention Center.
Buen lugar para encerrar un equipo de futbol, habrán pensado los encargados de selecciones argentinas, que estaban por demás pendientes del cumplimiento de las normas de concentración que garantizan buen rendimiento a las horas en que queman las papas. Los jugadores concentrados parecen, por momentos, manadas de lobos en celo. Lobos famosos y con dinero.
Esa noche, mientras sus compañeros dormían o miraban TV en las habitaciones, Diego estuvo más de tres horas departiendo con nosotros –el autor de esta nota era entonces Jefe de Deportes de Noticias Argentinas– mientras afuera el operativo de seguridad resultaba monstruoso. Unos pocos días después asumía el presidente en apariencia progresista Alan García y había cierto estado paranoico relacionado con las actividades armadas de Sendero Luminoso.
El sociólogo aprista García había dicho en campaña que no pagaría la deuda externa, por lo que todo estaba revuelto en el poder real del país. Unos meses después, las paredes de Buenos Aires se llenarían de pintadas opositoras al gobierno de Raúl Alfonsín que decían “Patria mía, yo quiero un presidente como Alan García”, pero nada resultó para el pobre Perú de aquella experiencia.
En ese final de junio en Lima uno de los varios alborotos superpuestos que rodeaban el partido entre las selecciones se originaba en los rumores que sostenían que los servicios de inteligencia habían detectado que existía la posibilidad de que el grupo armado de izquierda intentara secuestrar a Maradona y entonces las previsiones eran importantes.
Unos barbudos liderados por un tal Fidel Castro habían obtenido una gran repercusión internacional secuestrando en febrero de 1958 al mejor corredor de fórmula uno del momento, un argentino llamado Juan Manuel Fangio, en las vísperas del Gran Premio de Cuba, recordaban los que daban asidero a las versiones.
En ese contexto, la delegación argentina sumaba a la seguridad local sus propias medidas de prevención y Maradona tenía una guardia pretoriana con forma de comitiva propia siempre nutrida, sobre todo de familiares. En muchos casos, ese grupo viajaba hasta con carne propia para los infaltables asados, compartiendo buena parte de la vida de la delegación, que además del plantel contemplaba dirigente y allegados.
Unas horas antes de la distendida charla de madrugada, cuando el plantel había visitado, para reconocerlo, el estadio donde Perú le ganaría 1 a 0, con una pegajosa marca al borde de la deslealtad de un tal Luis Reyna al inminente Rey, la hostilidad en las calles era grave. Los enviados especiales de los medios de prensa lo sufrieron en piel propia, incluyendo los de Noticias Argentinas.
Eso no impidió que, desafiando todos los controles, Valdano, que escribió la semana pasada una gran nota sobre Maradona, después de haberse quedado mudo en televisión, pidiese en aquella Lima al borde de todo una mano para un operativo de fuga. Tanto tiempo después, puede contarse: le ayudé a salir del hotel burlando las seguridades para ir de una escapada… a una librería.
El espigado delantero del Real Madrid, que sería fundamental como compañero de ataque de Maradona en México 86, quería comprar en Lima las obras completas del poeta César Vallejo, aquel que murió en París, con aguacero. En Caracas, semanas antes, había pedido una ayuda similar para comprar longplays de Alí Primera y Soledad Bravo, dos figuras del canto popular venezolano.
La voracidad de saber de aquel joven Maradona estaba relacionada con su neta competitividad. Iba a ganarle en pocos meses a los otros cracks de entonces del futbol mundial, Platini, Rumenigge, Zico, el trono del mejor del mundo, pero al mismo tiempo parecía intuír que vendría otra competencia de fondo con el pasado, con Pelé, Di Stéfano, Cryuff, Beckembauer, Garrincha…y Moreno.
La cátedra del futbol sostiene aún hoy que El Charro, que formó parte de la célebre delantera de River Plate conocida como La Máquina, fue el mejor jugador del mundo de la década del 40, en una era dorada del futbol argentino, aunque resulte casi imposible encontrar testimonios filmados para la posteridad.
La Federación Internacional de Historia y Estadística de Fútbol lo ubica como el quinto mejor jugador sudamericano del siglo XX (sólo superado por Pelé, Di Stéfano, Maradona y Garrincha) y como el 25º mejor jugador del mundo de la misma era.
Muchos años después, en su libro “Yo soy el Diego”, el ídolo del Nápoli contaría que cuando la AFA lo premió como “El mejor futbolista argentino de todos los tiempos” estaba fascinado, “pero a la vez me daba vergüenza dejar atrás a nombres como Moreno».
El Charro, a quien también apodaron El Fanfa, padeció un karma: no pudo disputar un Mundial, por la suspensión de los que hubieran correspondido en su esplendor deportivo por la Segunda Guerra Mundial y por la negativa de la Argentina a participar en Brasil 1950.
Aquella noche, Maradona siguió intrigado, una vez que entendió el recorrido y los desplazamientos de aquel crack que había muerto con apenas 62 abriles en 1978, el año del primer Mundial ganado por Argentina. Preguntó, entonces, si el Moreno hubiese podido jugar en el contexto de velocidad que implicaba el futbol moderno.
Macaya le respondió qué sin dudas, pese a que eran famosas sus trasnochadas y aventuras en cabarets, que se registraron en los cuatro países en que jugó, Argentina, México, Chile y Colombia. Las luces del bar del lobby parpadeaban por entonces discretamente: eran las 3 de la mañana, y no quedaba casi nadie despierto en una ciudad que palpitaba un partido.
Diego se fue, luego de saludar con respeto a todos, caminando a los saltitos, como para descargar energías. Había algo de relaciones públicas en la conversación fluida de las que habíamos participado: el clan Maradona lo tenía entre ceja y ceja a Macaya esperando que alguna vez dijera que su hijo dilecto era el mejor jugador del mundo, hecho que recién acontecería después de los siete partidos en México.
Pero entonces, ¿todo el mundo lo sabe? el fútbol del mundo quedaba lejos de la Argentina. Eran pocos los partidos que se veían por televisión, por lo que había cierto desfasaje entre las hazañas de Diego en Europa y la opinión pública futbolera. La presencia de cracks argentinos en el exterior eran relativa: del equipo que terminó titular en el Mundial solo Maradona y Valdano jugaban en el exterior.
Unos días antes de la madrugada en Lima, en Colombia, en una entrevista mano a mano, Maradona le había dicho al autor de esta columna que lo perseguía la sensación de que muchos compatriotas estaban molestos con sus éxitos. “Maestro –dijo apoyándole al cronista una mano la rodilla—vos sabes mejor que yo que si la envidia tiñese Argentina estaría llena de negros”.
Daba gracias, su “maestro”, que brotaba natural. Estaba por cumplir 25 y el periodista con el que hablaba 26, aquel día en que se prendió en el ida y vuelta en el hotel de Bogotá que alberga a la selección. Tenía ya un tobillo hinchado, resultado de una patada que había recibido, ¿de un policía?, días antes al bajar de un ómnibus, en la explanada de un hotel en San Cristóbal, Venezuela.
Tal vez Maradona buscaba cierta identificación con Moreno, quién a los 18 años debutó en 1935 en la primera de River con una seguridad digna de un veterano. Esa tarde les dijo a sus compañeros: “Tranquilos, muchachos. A estos les hacemos cinco. Miren lo que es el que me tiene que marcar a mí, es muy feo. Lo voy a bailar”. El equipo ganó 5-1 con un gol de aquel atrevido, que luego recibiría varias sanciones por indisciplina.
El escritor uruguayo Eduardo Galeano, gran admirador de Maradona, destacó sobre el legendario Moreno, en su libro “El fútbol a sol y sombra”: “Gozaba despistando: sus piernas piratas se lanzaban por aquí pero se iban por allá, su cabeza bandida prometía un gol a un palo y lo clavaba contra el otro”.
Como Diego, El Charro se codeó con el jet set, actuó en películas y bailó en lugares poco recomendables para deportistas. Ya retirado, cimentaba la leyenda con afirmaciones como esta: “A mí me reprochaban mis noches milongueras, pero ¿sabes que lindo entrenamiento es el tango para los jugadores? Tenés ritmo en una corrida, manejo de perfiles, trabajo de cintura. Mirá que en una de esas anduve bien por bailar tango por las noches”.
¿Había algo de maradoniano en Moreno? Escucharlo parece indicar que si: “Una vez, decidí portarme bien”, dijo en una entrevista. “Nada de trasnochar y sólo leche para beber, durante una semana. El domingo jugamos con Independiente y a los 10 minutos ya no podía respirar. No estaba acostumbrado a ese régimen de vida y jugué mal. Fue la tarde que De la Mata hizo un golazo”.
¿Diego buscaba antecedentes de jugadores transgresores cuando ahondaba todo lo posible en su leyenda? Moreno jugó hasta los 42 años. Maradona hasta los 37. En total, Moreno protagonizó 523 partidos convirtiendo 243 goles, con un promedio de casi medio gol por cotejo. Maradona se retiró habiendo disputados 704, en los que anotó 360 tantos, a un promedio de 0,51 por encuentro.
Maradona siempre fue un ser angelado, al menos en todo lo concerniente al fútbol. Podía cargar con el peso de todas las situaciones, dentro y fuera de la cancha, sin aflojar, sin que menguasen sus condiciones. No sólo era un líder nato con la pelota: pisaba fuerte en todas las internas.
Valdano me dijo una vez: “El problema de las concentraciones es que todo el mundo habla de plata, a nadie le interesa otra cosa. Salvo a Diego”. Esa relación, auspiciada por Bilardo, que dispuso que ambos compartieran la habitación en la concentración del equipo en el Mundial, impactó sobre todo a Maradona, que terminó liderando la idea de un sindicato de jugadores contra los desaguisados de la FIFA.
Esa decisión, cuando la presión de la televisión por la transmisión a Europa hizo que los partidos se jugasen en el tórrido mediodía mexicano, fue el inicio de una serie inagotable de internas, hostilidades, revanchas y sanciones que afectaron su carrera, más allá de los riesgos que tomó y de los errores que pagó, carísimo.
Aquel héroe en construcción, que bebía de todas las fuentes posibles de conocimiento futbolero, era muy diferente en la intimidad del personaje que estaba obligando a representar cuando su innegable espíritu de clase notaba ninguneo de los distintos poderes: una cosa era Diego, otra Maradona.
Ante las cámaras y grabadores, ante los dirigentes y empresarios. Maradona podía ser con facilidad “Aguirre, la ira de Dios”, ya que parecía que llevarse mal con las autoridades le resultaba casi una obligación, como si presintiera que su carácter de leyenda mundial estaría relacionado desde allí en adelante tanto con su juego como con su rebeldía.
A esta altura de las cosas, lo que hizo Maradona con su vida es un asunto que sólo le compete a él, dice una de las frases que se repiten desde el miércoles 25 de noviembre. Lo que hizo por nuestras vidas, expresándose como un artista barroco en el lienzo de las canchas del mundo, no tiene precio.
¿Seré por eso qué, como dice el insuperable relato de Víctor Hugo, cuando pensamos en él, ahora, siguen las ganas de llorar?