Argentina vive un tiempo en el que el camino se bifurca y hay sólo dos opciones: o son los derechos o es el regreso de la derecha, de cara al presente año electoral. El Reino, la exitosa serie escrita por la dupla que integran la escritora Claudia Piñeiro y el realizador Marcelo Piñeyro estrenó el miércoles último en Netflix su segunda temporada, donde estas dos variables, derechos o derecha, que no son otras que el desafío de lo colectivo frente a la salvación individual, aparecen fuertemente representadas en una lucha de ribetes bíblicos entre el bien y el mal, la grieta de las grietas, con el telón de fondo del abuso infantil tan presente por estos días en la agenda mediática y judicial argentina, lo que vuelve a esta etapa de la serie aún más atinada.
Un poco más alejada de la realidad que la primera en su abordaje del delirio y la locura, esta segunda temporada retoma la trama dos años después, ya con el pastor Emilio Vázquez Pena como presidente de la Nación, en una aún más mefistofélica composición de Diego Peretti, acompañado por la enorme Mercedes Morán, la “mater familia” que todo lo controla desde un canon de amor oscuro y marcial en medio de la parodia de la fe, en una Argentina convulsionada por las arbitrariedades de un gobierno grotesco que dejó a cientos de miles de personas fuera del sistema (cualquier parecido con la realidad no es mera coincidencia) y que, con la Biblia en la mano y los discursos vidriosos y disonantes de esa fe dibujada, no encuentra el camino para salir adelante, mientras otros controlan el poder desde lo fáctico, desde lo real, y cuando las atrocidades de un pederasta están a punto de salir a la luz, un hecho que lo lleva a jugarse a todo o nada.
Un puñado de guiños que por momentos van de lo sutil a lo más obvio marcan el pulso de estos nuevos capítulos donde, en términos de género, se jugaron a una especie de distopía donde gobierna un pastor, con un país en llamas, con la gente hambreada y en las calles, y nuevamente con aquél monje negro, Rubén Osorio, en manos del talentoso Joaquín Furriel, que ya no se esconde tanto detrás de los pliegues del poder, con los muertos que guarda en el placard abriendo las puertas y transformados en su tormento.
En el medio, con otros personajes de la primera temporada algo desdibujados con la marcada intención de enfrentar al bien con el mal que representan los protagonistas, nuevamente Tadeo, el “hombre prudente” devenido en líder popular y mentor de un nuevo canon de fe a cargo de Peter Lanzani, ya sin dudas uno de los mejores actores de su generación, en su rol de apóstol conductor de la salvación y la esperanza, se revela como aquél mesías que escapó y salvó a los que pudo y que regresa con la búsqueda de la verdad más allá de que eso ponga en riesgo su propia existencia.
Muertes, traiciones y ambiciones propias de una tragedia de Shakespeare son aquí magnificadas para que el mensaje llegue y se entienda qué es lo que está en juego en estos tiempos, qué se expone frente a los discursos grandilocuentes e incluso facilistas de algunos referentes de la antipolítica abocados a la política, como es en este caso Vázquez Pena, dispuesto a todo, incluso, a recurrir al apoyo de un grupúsculo de ex militares flojos de papeles, autodenominado Pretorianos, que extraña la sangre, para poner en marcha un autogolpe cuando su poder es apenas una sombra del poder real que manejan desde mucho más arriba de sus supuestos intereses, algo que tampoco es “pura casualidad”.
Sostenido por un elenco de enormes actores, con un concepto vincular entre los personajes donde incluso esos roles que se volvieron secundarios tienen sus momentos, su lugar y particularmente su significado, y más allá de algunas historias que quedan sin desarrollo y que bien podrían propiciar una potencial continuidad y hasta incluso algún spin off, esta segunda temporada metaforiza una crítica al sistema político, judicial y mediático, sin moralejas pero con una marcada bajada de línea respecto de la crisis terminal que transitan esos estamentos vinculados al poder, dejando en manos de las y los espectadores un puñado de conclusiones que, más allá de los datos de la realidad, suponen un análisis subjetivo e individual que hoy es imperioso.
Y si bien en la primera temporada, cuando la posverdad y el neofascismo que transitaban algunos países europeos sumado a gobiernos delirantes como los de Trump o Bolsonaro marcaban la agenda, donde aquella frase de Antonio Gramsci “el viejo mundo muere, el nuevo tarda en aparecer y en ese claroscuro surgen los monstruos” se podía leer en el comienzo del primer capítulo, ahora, los monstruos pisan cabezas desembozadamente mientras esas verdades imprescindibles apenas si se escuchan a lo lejos.