Karina Mauro (*)
La actuación es el reino de lo femenino. O mejor dicho, de la posición femenina en un mundo patriarcal. Pensémoslo así: actores y actrices trabajan para obtener y preservar la mirada del público. Si el público mira, hay trabajo. Si el público no mira, no hay trabajo. Que se represente un texto clásico bajo la mirada de un director prestigioso o un sketch improvisado en una carpa, una obra de tres horas y media en un teatro oficial o de 15 minutos en los altos de un bar no modifica este fundamento, que es la esencia del arte actoral. Se trabaja para la mirada del otro. Se compite por la mirada del otro. Una carrera artística de muchos años implica la lucha diaria para que esa mirada, huidiza e indolente, no se aleje. Porque, así como quien camina en la cuerda floja debe reconstruir el equilibrio en cada nuevo paso, quien actúa debe ganarse la mirada cada vez. En el vínculo con el espectador no pesan las trayectorias ni los premios y mucho menos los títulos habilitantes.
De un lado, todos y todas, viejos y jóvenes, con trayectoria o novatos, formados en universidades o salidos de una competencia para ver quién aguanta el aire más tiempo debajo del agua, todes compiten sin saber por qué serán elegidos: ¿será por la belleza, por la fealdad, por la juventud, por la habilidad actoral? Quizá lo que suscita las miradas hoy, no las suscitará mañana.
Del otro lado, la instancia que usufructúa de esta frágil relación entre quien se exhibe y quien paga por ver. Si, tal como plantea Rita Segato, concebimos al patriarcado como la instauración de un sujeto universal que le asigna valor a las personas, los enunciados y las cosas, ese poder en las artes del espectáculo (y acaso en todas las artes) es ostentado por la instancia que decide qué y quién llega al público, y qué y quién no, y que obtiene beneficios de ello: quién contrata, quién recluta, quién dirige, quién escribe, quién es dueño de la sala, de la productora, del canal, hasta el propio Estado, que subsidia, fomenta o censura. Y un lugar especial lo merecen las figuras principales. Porque la mirada del público es diferenciadora y no se posa en todos los artistas por igual, al punto que estas jerarquías internas entre artistas atentó históricamente y atenta contra la organización sindical que, aunque existe de larga data, nunca pudo evitarlas.
Se construyen así relaciones de poder entre quienes ejercen estas instancias y los artistas y quienes trabajan también debajo del escenario (recordemos que el domingo pasado Albertina Piterbarg denunció un intento de violación ocurrido en 1993 por parte del productor de la película en la que se desempeñaba como asistente de vestuario).
Estas relaciones de poder constituyen las condiciones de producción en el mundo del espectáculo, que son por demás peculiares. Porque otro punto que tuvieron en común las denuncias de las actrices de La otra orilla (contra su director Omar Pacheco) y del colectivo Actrices Argentinas (contra el actor Juan Darthés) reunido en Multiteatro fue mencionar, casi al pasar y camufladas en lo grave y urgente de los delitos sexuales, cuestiones laborales. “También fuimos explotadas laboralmente”, dijeron las actrices del grupo de Pacheco. “Se envía a menores de edad de gira sin el marco legal adecuado”, se leyó ayer en la sala de Rottemberg.
Las artes del espectáculo y la cultura en general son un campo de producción que genera beneficios económicos sobre la base del trabajo, pero cuyas condiciones laborales son difíciles de reglamentar, planteando un auténtico desafío tanto para el Estado como para el derecho, la sociología y la antropología del trabajo. Empleo inestable, precario, informal, atípico, las categorías construidas por los estudios de académicos no alcanzan para explicar la tarea artística.
Los niños, niñas, adolescentes y mujeres son quienes más padecen estas condiciones laborales “indecibles”. Porque las artes del espectáculo son una ocupación de menores de edad desde que el concepto de minoridad existe. Una investigación de la historiadora Susana Shirkin cuenta que a principios de siglo pasado las compañías traían niños y niñas cuya filiación se desconocía. Los hacían participar como atracciones de variedades, como “la niña araña”, caso documentado en 1908, que pasaba horas encerrada en una caja, o “el niño bala” de 2 años que en 1904 murió al ser arrojado desde un cañón.
Hace unas semanas gran parte de la sociedad recibió con indignación la noticia de la legalización del trabajo infantil en Jujuy, pero quizá recuerda con simpatía que Andrea del Boca actuó desde los 4 años y que Lorena Paola era una auténtica Liza Minelli en miniatura a los 8 (sin hablar de lo encantador de Marcelo Marcote). Tampoco le preocupan demasiado los adolescentes de las tiras de Cris Morena y sus imitadores (y competidores, como Patito Feo), quienes eran auténticos influencer que promocionaban ropa, zapatillas y formas de vida mucho antes de que esa palabra hubiera recalado en nuestras costas. Actúan en programas diarios con jornadas de grabación eternas que en temporada de vacaciones intercalan con funciones teatrales, a veces lejos de casa, de gira por el país o el extranjero. Para pertenecer deben pasar por procesos de selección en los que son elegidos o descartados, escenas que Luchino Visconti retrató con hermosa crudeza en “Bellíssima”.
En el imaginario social, las personas que se dedican al espectáculo no están trabajando del todo, o trabajan en malas condiciones porque han elegido “hacer lo que les gusta” (acaso como si las categorías de trabajador y sujeto deseante también fueran excluyentes y, por lo tanto, su combinación mereciese ser punible).
Aquí, como Caperucita, podemos tomar dos caminos. El camino corto es pensar que los abusadores se esconden en los intersticios de estas condiciones de producción atípicas para sacar provecho. El camino largo es más penoso pero es el que, en definitiva, le saca la careta al lobo: se trata de pensar a estas condiciones de producción y a los abusos como parte de un mismo entramado patriarcal, que sostiene relaciones de poder cristalizadas e inamovibles entre sujetos feminizados (que sólo valen por lo que puede comercializarse de su exhibición) y “sujetos morales” que plantean las directrices del negocio o del enunciado escénico, y reparten beneficios y aplican sanciones a quienes deciden desviarse de lo establecido. Es posible que pronto los abusos sexuales en el ambiente desaparezcan. ¿Pero cesarán las formas humillantes de reclutamiento, explotación y precarización laboral que se registran en estos circuitos de producción?
En noviembre un grupo de actrices denunció al director de teatro Omar Pacheco por abuso sexual, manipulación y estafa. Ese escrache posó las miradas sobre nuestro sacrosanto teatro independiente. Quizás porque el victimario se suicidó o por lo insoportable que puede resultar el encuentro inesperado con un espejo, esas miradas abandonaron rápidamente el hecho, que no pasó de una noticia de domingo. Desde ese día, las cosas parecen discurrir en una tensa calma en el circuito alternativo, que prefiere colocar el caso Pacheco en el cómodo lugar de la excepción.
#MiráCómoNosPonemos.
¿Qué tienen en común un grupo de teatro independiente abocado a representar el horror de las desapariciones de la dictadura con el elenco de una tira juvenil mainstream de gira por Centroamérica? ¿Es verdad que en los camarines todos andan con poca ropa? ¿Es cierto que la convivencia de los artistas fuera de escena desafía las normas del decoro? ¿Son los actores y las actrices seres promiscuos?
La movilización social que generó la denuncia de la actriz Thelma Fardin (y que no despertó el caso Pacheco), es genuina y marca un hito en la causa feminista argentina. El emergente es la violencia de género porque es lo más urgente, pero también porque hoy es el discurso que le pone palabras a aquello que no la tiene o las ha perdido. Pero en estos hechos también hay una denuncia a un imaginario en el que la apropiación desigual del capital material y sobre todo simbólico es avalada por nuestras ideas sobre el arte, la cultura y el placer, y sostenida por manipulaciones que se juegan en los cuerpos de trabajadores del espectáculo.
El martes de la denuncia contra el actor Juan Darthés, en el escenario de Multiteatro las había de todo tipo: jóvenes y no tan jóvenes, primeras figuras y actrices de reparto, artistas a las que nombramos con la misma familiaridad que a una parienta y caras sin nombre que buscaban su lugar en nuestro archivo mental de novelas y películas. Todas ocupando el escenario equitativamente, vestidas de calle, renunciando a la pose y al glamour, desafiando nuestra mirada diferenciadora.
Y si del otro lado está el poder que las quiere compitiendo entre sí por un papel, jugando el juego silencioso que las iguala en la búsqueda de beneficios o de esquivar el olvido, lo que ese escenario muestra es un modelo de resistencia posible: el de un colectivo constituido por mujeres, diversas y juntas.
Esta es una señal de alarma: la precariedad laboral que padecen los artistas del espectáculo desde siempre es la misma que hoy intenta imponerse al resto de los trabajadores: autoprecarización, contratación temporaria, informalidad, flexibilidad, falta de transparencia en los procesos de reclutamiento. Las condiciones de vida de estos seres considerados marginales por la cultura occidental se convierten en el paradigma de formas de adaptación supuestamente exitosas en el capitalismo actual. Este modelo no es inocente. Porque busca bajar los costos laborales y pretende quebrar lazos comunitarios y solidarios entre trabajadores, que decantan en organizaciones sindicales pero que también las trascienden. Pretende imponer un mundo en el que todos compitan entre sí por venderle algo a alguien. Romper el circuito trabajo-remuneración para imponer la lógica producto-demanda, un trayecto dominado por la incertidumbre.
(*) Revista Anfibia