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El rey Jano, el terrorismo jacobino y nuestros gobernantes

Por: Luis E. D’Aloisio

¿Han oído hablar del rey Jano? Según se cuenta fue un rey legendario; el primero del Lacio, región italiana situada entre la Toscana y la Campania al sur. Este rey, favorecido por Saturno, tenía el poder de ver el pasado y el futuro; por esta razón se lo representaba con dos caras.

Supongo que sería una aptitud envidiable para cualquier gobernante con vocación de estadista tenerlo. Es decir mirar hacia el pasado, extraer de él las enseñanzas y proyectar una mirada hacia el futuro, cuajada de conocimiento y sabiduría.

Tal gobernante debería estar al frente de una universidad. ¡Prejuicio de universitarista ilustrado!, gritarán algunos. Pero no. No es así. Me refiero a una acepción poco conocida de la palabra universidad y es aquella que hace referencia a una comunidad que vive en paz, armonía y con un sentimiento de pertenencia que los hace sentirse amigos.

¡Hermoso! ¿No? Pero para estar frente a una comunidad tal se necesitaría –como dije– ser un estadista o al menos un gobernante con vocación de tal.

No parece ser esto lo que ocurre con nosotros, donde –al menos para muchas personas– campea una sensación de hartazgo producida por la confrontación permanente, la agresión continua, el gesto destemplado, la mirada airada, torva, el discurso de temática monocorde y mentirosa.

¿Demasiado mirar al pasado tal vez?… ¿Y esto con exclusión del futuro?… Puede ser. Porque el progresismo, con una frivolidad exasperante, instaló una fea especie de selectivismo moral que en medio de la fragmentación ya existente terminó con romper aquella voluntad de sociedad amical que supone toda vida en común.

El resultado: absurdas, innecesarias, miopes y desviadas situaciones regresivas y divisorias.

Entre los españoles, tan modernos ellos ahora, existe un dicho bastante cruel que refiere a las mujeres poco agraciadas por la belleza. Es fea –dicen- pero… ¡desagradable!

De muchos de esos llamados a regir, pero que no tienen vocación de estadistas sino de camorreros de baldío, podría decirse, remedando a los españoles, que son insensatos pero ¡maliciosos! Que tienen pocas ideas pero muy arraigadas, aparte de bastante estúpidas.

Definitivamente no es una buena combinación para el buen gobernar, juzgar y legislar. Y en ese sentido, algunos podrían ser más necios, pero para eso tendrían que estudiar un doctorado pues el master ya lo tienen.

Todas estas consideraciones vienen motivadas por el último debate que tuvo lugar en el Senado de la Nación, en ocasión del tratamiento de la ahora ley de matrimonio entre personas del mismo sexo. Aunque he querido encontrar en aquellos que la respaldaban una idea original, aunque sea sólo una, excepto pocos y honrosos casos encontré el desierto. O más bien un inmenso piélago de lodo en el que parecieron naufragar el gesto conciliador, el discurso edificante, el disenso amable, las maneras sobrias y discretas, propias de aquellos que pertenecen a la clase de los señores, que haciendo gala de erudición, fina ironía (que es un atributo de la inteligencia) se enzarzan en un levantado debate por ver quien esgrime mejor en pro del bien común.

Lamentablemente, los limados del cerebro –como dicen los chicos marginales y los no tanto– no están ya en los andurriales periféricos. Muchos están en las bancas vistiendo sus togas de “padres de la patria”, ungidos tales por el óleo sagrado de la “voluntad general”, a la que por delegación deberían representar en el juego que juegan los demócratas.

Albert Camus, el notable escritor argelino –pied noire, como se les decía a los de origen francés nacidos allí– y que en 1957 fuera laureado con el Nobel de Literatura, definió así a un demócrata: “Es aquél que admite que el adversario puede tener razón, que le permite por consiguiente, expresarse y reflexionar sobre sus argumentos” y que juntos, agrego yo, deberían servir a la salud de la República con ese talante que exigía Camus. Y ¿qué vemos?… El agravio, el insulto, la descalificación, la insolente arrogancia de los más vociferantes. ¿Eso es porfía, debate? Sí. Gárrulo, difuso, verboso, inconsistente. ¡Sea!

Pichetto, el jefe de la bancada del FPV, resultó al cierre, el ejemplo más acabado de tanta luminosidad. Él fue el que trajo a colación la importancia de la fecha en que se discutía: el día de la Revolución Francesa.

Estos modernos herederos de aquella tragedia que dividió la historia de Francia con un ancho río de sangre, han llevado al paroxismo la idea –como decía también Camus de los revolucionarios– de que la política es una herramienta para moldear el mundo dentro de una concepción en la que la voluntad general es presentada como una deidad indiscutida e indiscutible, infalible, inalienable, sagrada, absoluta. Esto es enormemente peligroso. Porque así como la madre que parió desde sus agrias entrañas esta “hybris”, esta deformación –además de matar a dos millones de hombres procuró “matar principios”– así sus epígonos, procuran lo mismo.

Gravísimo, porque no teniendo como han mostrado hasta ahora no tener, la voluntad de ejercer la autoridad –palabra que viene de “auctor” que significa “hacer crecer” (¡qué paradoja!)– sólo aspiran entonces a regodearse en la lujuria de un poder que no los obliga, pero que sí constriñe, en su deformidad, a que los individuos que formamos el cuerpo político de la sociedad estemos obligados a pensar y actuar ajustados a lo que determine el capricho, la volubilidad y hasta la violencia o la injusticia de los intérprete de la tal soberanía delegada.

Pichetto lo sabe bien. Durante el período del “terror” jacobino se instaló con esa herramienta la nueva ética que ante todo consiste en no disentir, en no opinar en contrario; es decir, en ser políticamente correcto. Sería bueno que se acordase que ese republicanismo espurio terminó postrado a los pies de un emperador ilegítimo y tiránico que salvó las ideas de la Revolución naveågando sobre otro río de sangre.

La revolución siempre exige más. No hacen falta demostraciones. Los siglos XIX y XX, lo atestiguan convertidos en un lago de sangre.

Pero ahora estamos en el siglo XXI. Ahora las garras de la Revolución –Pichetto y la cohorte de adulones profesionales también lo saben– apetecen el planeta. Y se prestan.

Nos queda la alegre certeza de que la tiranía totalitaria, nacida de la Revolución Francesa, no se edifica sobre las virtudes de los tiranos sino sobre los defectos y faltas de los demócratas. Si éstos despiertan, hay esperanzas.

También lo dijo Albert Camus.

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