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El Rodrigazo, la antesala del infierno

Mientras el gobierno de Isabel Perón se deterioraba rápidmente, el 4 de junio de 1975 el flamante ministro de Economía Celestino Rodrigo anunció un drástico plan de ajuste que incluía una devaluación del 160%.

Mientras el gobierno de María Estela Martínez de Perón se deterioraba a pasos rápidamente, el miércoles 4 de junio de 1975 los argentinos recibieron un cross en la mandíbula: el flamante ministro de Economía Celestino Rodrigo anunció al país un drástico plan de ajuste que incluía una brutal devaluación del peso del 160%, un aumento del precio de los combustibles del 181%, y un incremento de las tarifas eléctricas y los servicios públicos del 75%.

El shock económico y el golpe a los ingresos de la gente fueron de tal magnitud que el plan de ajuste pasó a la historia como el Rodrigazo, en alusión al apellido del ignoto ingeniero que, 48 horas antes, había viajado en subte para su asunción como ministro de Economía en un intento por mostrar una imagen populista.

Rodrigo, un ilustre desconocido para los economistas de la época era, sin embargo, un hombre del riñón del entonces todopoderoso ministro de Bienestar Social: el tenebroso José López Rega.

Con su designación, el gobierno de Isabel Perón se apartó definitivamente de la tradición popular del peronismo para incursionar en una línea que fue precursora de lo que más tarde se conocer a como neoliberalismo.

Hacia mediados de la década del 70, la Argentina era un país de base industrial, orientado hacia el mercado interno. Su expansión económica dependía del incremento de los niveles de empleo y de salario, variables que dinamizaban la demanda doméstica. Por lo tanto, tras el repliegue de los militares de la “Revolución Argentina” (1966-1973), las propias bases estructurales de la economía nacional afirmaban condiciones para el desarrollo organizativo y político de los sectores populares.

En ese marco, los momentos de expansión económica promovían alianzas entre organizaciones gremios y empresarios. Hacia allí apuntó el Programa de Reconstrucción y Liberación Nacional presentado en mayo de 1973, al comenzar el efímero gobierno de Héctor José Cámpora, quien preparó el terreno para el ansiado regreso de Juan Domingo Perón.

Con todo, el programa era un intento de superar las limitaciones al crecimiento de una economía cuyos rasgos básicos no se pensaba modificar: no había en él nada que indicara una orientación hacia el socialismo nacional ni una busqueda de nuevos rumbos al desarrollo del capitalismo. Como en 1946, Perón –quien reemplazó a Cámpora en octubre del 73– recurrió para pilotearlo a un empresario exitoso, en este caso ajeno al peronismo: José Ber Gelbard, jefe de la Confederación General Económica (CGE), que nucleaba la mayoría de las empresas de capital nacional. Los objetivos del plan eran fuertemente intervencionistas y, en menor medida, nacionalistas y distribucionistas, y no implicaban un ataque directo a ninguno de los intereses establecidos. La nueva orientación económica se basó en una propuesta de la CGE al presidente Cámpora –parte de ella había sido incorporada a la plataforma electoral del Frejuli– y luego fue el corazón del acuerdo social.

La idea de un acuerdo surgió de la necesidad de superar la histórica lucha por la distribución de la riqueza. El “Pacto Social” se forjó con el acuerdo de los sindicatos, la industria y el gobierno en torno a una serie de medidas que tendían a estabilizar los precios y redistribuir el ingreso en favor de los trabajadores asalariados.

Dichas medidas incluían un congelamiento de precios, un aumento de salarios del 20%, la suspensión de las negociaciones colectivas de salarios por dos años, un plan de austeridad para el sector público, una redistribución del gasto hacia los servicios públicos, una reforma tributaria que afectaría el impuesto a las ganancias y a la tierra, y la canalización del crédito hacia las empresas nacionales. Además, se buscaba una tasa de cambio estable y evitar una devaluación. Ese acuerdo, implementado a partir del 25 de mayo de 1973 y rubricado por el Congreso el 8 de junio de ese mismo año, funcionó por casi un año.

Pero el retorno de Perón al país y su victoria con el 66% de los votos en septiembre de 1973 marcaron también el apogeo del nefasto López Rega, un verdadero brujo que cobró cada vez más influencia en el entorno del veterano caudillo. En ese contexto, antes de la muerte de Perón, el lunes 1º de julio de 1974, se desató una puja sin cuartel por el poder.

La lucha interna en el gobierno se decidió a favor del ala derechista y López Rega tuvo bajo su autoridad a Isabel luego de la muerte del presidente. Bajo el signo de la violencia y declarada la guerra a las organizaciones armadas como Montoneros, FAR y ERP, la vida económica sufriría golpe tras golpe: aumentaba la desocupación, caían los salarios, la moneda se devaluaba. El caos durante el mandato de Isabel se reflejó también en la inestabilidad del gabinete y la alternancia de ministros de Economía. ninguno permaneció en el cargo lo suficiente ni contó con un mínimo de disciplina entre los firmantes del pacto como para implementar un programa económico coherente.

Por el contrario, sus pasos reflejaron la necesidad de flexibilizar o ajustar las pautas del acuerdo, en gran parte como respuesta a los conflictos políticos.

Gelbard fue reemplazado en octubre de 1974 por el histórico economista Alfredo Gómez Morales, quien ya había ocupado el cargo en los 50. Pero la crisis petrolera de 1973 afectó al país por el alza de precios de los bienes importados. Las reservas se agotaron y la balanza de pagos registró un enorme déficit. La inflación comenzó a dispararse e Isabel cedió a la presión de López Rega y reemplazó a Gómez Morales por Rodrigo. Fue el principio del fin.

La caída del Brujo

Ingeniero de profesión, Rodrigo no era un técnico en la materia y recurrió para la elaboración de su plan económico a Mansueto Ricardo Zinn, quien luego hizo lo mismo para José Alfredo Antonio Martínez de Hoz, primer ministro de Economía de la junta militar que asaltó el poder en marzo del 76. Sus medidas de shock no sólo pulverizaron el poder adquisitivo del salario sino que además implicaron una corrección brutal de los precios relativos de la economía y desataron una tormenta política: los gremios abandonaron la gran paritaria nacional que intentaba reeditar el pacto social.

Frente a ello, la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A), un siniestro grupo paramilitar liderado por López Rega, surgió para perseguir a los sectores más combativos del sindicalismo y a la izquierda política. De ese modo, la Triple A y el Rodrigazo fueron la antesala del terrorismo de Estado y de la experiencia económica de Martínez de Hoz que se desatarían sobre el país al año siguiente.

Frente a los reclamos, Isabel ofreció un ajuste salarial del 38% que fue rechazado por los sindicalistas que iniciaron un plan de lucha por el que diferentes gremios lograron aimentos de hasta el 160%. El 29 de junio la presidenta anuló por decreto los aumentos y fijó un tope del 50%, lo que provocó la renuncia de Ricardo Otero, dirigente de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), como ministro de Trabajo. El secretario general de la CGT, Casildo Herreras, denunció las prácticas oficiales ante la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en Ginebra y viajó a Montevideo para reunirse con Lorenzo Miguel, líder de la UOM. Desde la capital uruguaya convocaron para el 7 y 8 de julio al histórico primer paro general contra un gobierno peronista con movilización a la Plaza de Mayo. El comandante en jefe del Ejército, Alberto Numa Laplane, se negó a reprimir a los trabajadores y la presidenta tuvo que convalidar los aumentos salariales.

Finalmente, los militares forzaron la salida de López Rega el 11 de julio y el Brujo debió abandonar el país. Rodrigo se mantuvo en el cargo hasta el 22 de ese mes cuando, ya sin ningún poder, fue reemplazado por Pedro Bonanni.

Tras ese breve ensayo, los grupos económicos agazapados detrás del Rodrigazo llegaron a la conclusión de que la desintegración del sistema social argentino y la construcción del nuevo orden no eran posibles bajo las formas de la democracia. Se necesitaba una dictadura feroz para imponer el nuevo modelo económico a sangre y fuego: el gobierno de Isabel y la democracia argentina tenían los días contados.

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