“El miedo que siento al lanzarme a hacer un proyecto es lo más parecido a un acto romántico”, suele decir el realizador taiwanés radicado en Estados Unidos, Ang Lee toda vez que le preguntan acerca de la ecléctica gama de temáticas que ofrece en sus obras. Y a juzgar por Sensatez y sentimientos, Hulk, Secretos en la montaña y su reciente Bienvenido a Woodstock, su devenir fílmico resulta una verdadera caja de Pandora, pero que si se mira detenidamente cuenta con ciertos rasgos comunes: tópicos generacionales que remiten a la iconografía del comic o el serial televisivo como El tigre y el dragón o la misma Hulk; las encrucijadas a las que suele llevar el amor romántico en sus diversas manifestaciones, como las inaugurales Comer, beber, amar y El banquete de boda y las más recientes Secretos en la montaña y Crimen y lujuria y, sobre todo, la épica como una de las prácticas más nobles del relato fílmico, aquella que permite a la imaginación convertirse en imaginería y solventar con recursos de íntima y prodigiosa cosecha los andariveles de aventuras increíbles. Algo de esto último puede verse en Una aventura extraordinaria (La historia de Pi, en el original), adaptación de una novela del canadiense Yann Martel, a la que Lee imprime ostensiblemente algunas preocupaciones (difícil de detectar en este director si son propias, ya que oscila entre temas “más orientales” y aquellos que representan cierta cosmovisión estadounidense de la existencia: la valentía como máxima aspiración y la presencia de alguna deidad superior que guía las “buenas” acciones); preocupaciones que alcanzan su pico en la construcción épica de un relato donde bulle una prodigiosa fantasía y momentos de suspenso puro y duro.
En Una aventura extraordinaria, Lee se pregunta por lo que de común tienen las religiones y opone a ellas el sentido racional de algunos personajes, en realidad en aquellos que conforman la familia del héroe, un joven que experimentará la exigua distancia entre vivir y morir cada minuto de su impresionante odisea como náufrago junto a un “mítico” y majestuoso tigre de Bengala.
El relato surge de la voz del protagonista, que cuenta su niñez y adolescencia en la India, y que en la actualidad de ese mismo relato está narrándole esa vida a un escritor que llega a su puerta en busca de alguna “divina” inspiración.
De algún modo historia de iniciación, Una aventura… despliega junto a los soliloquios y a la voz interior del protagonista un fructífero periplo de situaciones increíbles donde, por momentos, se mezclan alucinaciones, trances oníricos o desconcertantes y maravillosas fuerzas de la naturaleza. Hay que decir que en Una aventura… está plenamente justificado el uso del 3D –sobre todo en un film dramático-épico que no sólo apunta al público infantil–. Lee se aprovecha de esa técnica –como se señalaba más arriba acerca de su sagacidad para enriquecer las imágenes– para potenciar la propia desmesura de las andanzas hombre-animal por un terreno innominado con figuraciones a las que los efectos especiales, el diseño de producción y la magnífica posproducción dan un relieve hipnótico (una de sus nominaciones al Oscar, entre las once que recibió, es por su exquisita fotografía, lograda por el chileno Claudio Miranda).
La inventiva de Lee para dotar a ese viaje intempestivo entre el joven Pi Patel y el enorme felino de un aura fabulosa es el mayor acierto de Una aventura extraordinaria, ya que cierta linealidad en las apetencias del protagonista (la de volverse un héroe) y la insistencia en develar sus intenciones y razonamientos (que pese a lo unilateral de las religiones hay un Dios que puede ayudar) deslucen el tono fantástico general del relato. Pero esto último no desdeña la fuerza romántica de Una aventura… con ingredientes que son la delicia de la imaginería: las escaramuzas entre el joven y el tigre en un bote salvavidas, el mar más profundo del mundo con sus ballenas, peces voladores y especies aterradoras, y el contexto de cielo y estrellas e islas carnívoras donde esta gran aventura tiene lugar.