Por Alejandro Duchini
La escritora Agustina Caride supo de Los Espartanos en un asado. Pensó que podía ayudar dando un taller de escritura o de lectura. Pero en 2021, cuando la pandemia había aflojado, “con barbijo y alcohol en gel”, entró al pabellón femenino 2 de la Unidad 47 en San Martín, al norte del conurbano bonaerense, dispuesta a contar la historia de Las Espartanas. Y escribió casi 200 páginas que son más que deporte. El libro se titula “¡Vamos las pibas! – Las Espartanas, el primer equipo de rugby de mujeres en prisión (Editorial Marea).
Durante meses, Caride las visitó al menos una vez por semana. Compartió sus vidas: terminaron hablando como viejas amigas. Caride les contaba de sus cosas, ellas le contaban de las suyas. Fue testigo del día que un canal de televisión las filmó para un programa.
En “¡Vamos las pibas!” Caride cuenta el trasfondo de sus momentos con las presas, pero también da cuenta de algunas historias que desencadenaron en la prisión.
—¿Cuál fue la historia que más te impactó?
—La historia que más me impactó no está en el libro, no la puse porque no la supe de boca de ella. Era una chica muy joven, veinte pocos. Muy linda, no era Espartana, se sentó solo una vez a la mesa y tenía condena perpetua por asesinato. No parecía asesina, más bien víctima. De las cinco que forman el libro creo que la más impactante es la historia de Gisela, porque la lleva escrita en el cuerpo.
—¿Qué te enseñó esta investigación periodística?
—Aprendí a no pre juzgar. Entendí los beneficios de un deporte en equipo, los valores que pueden transmitirse y aprenderse desde un juego cuando se juega limpio. Aprendí, también, que no soy especial. Ahí adentro ellas me sacaron ese “ego de escritora”. Yo era una más. Y sin lugar a dudas valoré la vida, la libertad, el lugar privilegiado en el que nací y crecí. Yo me fui de casa a los 25 años casi echada por mi viejo y eso, que en mi vida se volvió una tragedia, al lado de sus historias era un mundo de algodón perfumado. Hasta me daba vergüenza compartir “mis problemas” ¿había problemas realmente?
—Con el trabajo finalizado, ¿algún balance final?
—Fui creyendo que iba a construirlas y al final terminé yo deconstruyéndome. Me fui simplificando. Desde algo tan banal como la vestimenta que pensaba cada lunes “para no ostentar”. Entré con la ansiedad de conocerlas y terminé revisando mi propia historia. “Agu, contanos”. Ellas querían saber, necesitaban algo de afuera, de la calle. En ese sentido supongo que entraba para dejarles algo de afuera (les he llevado pinturas, plantas para decorar) y me iba con algo de adentro, desde el olor a cigarrillo, el frío en invierno, la música que seguía sonando por el volumen alto con que escuchan la cumbia.
—¿Entraste con prejuicios?
—Es inevitable, digo, tener prejuicios. Las miraba y no dejaba de pensar ¿qué habrán hecho para estar acá? Eso fue el primer día, incluso te diría que los primeros minutos (solía quedarme entre una hora y media y dos horas). Porque en cuanto se armó la mesa, hicieron circular el mate y los bizcochitos, fue como estar en un cumpleaños donde no conocés a nadie, pero sabés que es cuestión de tiempo, que ya alguien te va a hacer una pregunta y al responder se iniciará la comunicación. Así fue, una quiso saber si tenía hijos, qué hacía y de a poco fui soltando mis barreras de contención. La segunda vez ya me saludaban o me presentaban, ya sabían que el mate me gustaba dulce. En invierno me esperaban con un té caliente y cerraban las ventanas para mí. Entonces, ese gesto del primer día, como si necesitara colgarme la cartera cruzando la tira, terminó en el gesto de dejar olvidada la cartera arriba de un banco, de decirle a una que me alcanzara el celu o que buscara una birome. ¿Dónde? Ahí, en la cartera.
—¿Una reflexión?
—Creo que fue un aprendizaje para todos. Ellas en la cancha, las guardiacárceles (bichas) y para la entrenadora también, tanto como a mí. A pesar de decirles bichas, se llevan bien. El día que jugaron un partido fuera del penal hubo tres que quisieron ir al baño, y tuvo que acompañarlas una guardia. Yo caminaba detrás de ellas, y era verlas como cuatro amigas, solo que una llevaba un arma colgada del cinturón. Pero se reían, charlaban como si realmente estuvieran en un entretiempo, o tercer tiempo. Eso me impactó. Creo que ese tipo de relación creció gracias a ser Espartanas, al deporte que de alguna manera iguala a todos. Algo que yo no sabía del rugby es que lo puede jugar cualquiera. Es decir, hay un puesto para cada uno, para distintos tipos de personas. Podés ser bajo o alto, gordo o flaco, torpe o hábil, rápido o lento. Igual jugás, existe un puesto para cada tipo. Por otro lado, era un deporte del que no conocían nada, ni una regla. Empezar era empezar no solo de cero, sino todas en el mismo nivel. Eso es ya una gran metáfora de muchas cosas en sus vidas. Ahí, donde hay que cuidar que no te roben las remeras o las zapatillas, donde está la líder, la tontita, la piola, de pronto eran iguales con iguales oportunidades. En el juego cada una fue encontrando dónde destacarse, qué ofrecer al equipo. Ser parte de un equipo también dice mucho: es aprender a convivir, a entender que cada movimiento que hagan beneficia o perjudica al resto, leamos resto como sociedad.
—¿Las seguiste viendo?
—Lamentablemente muy poco. Hace poco iba a ir a un campeonato de ping pong que había organizado la Fundación, pero se superponía con otra cosa y tuve que decir que no. Esta semana les iban a llevar el libro, pero no sé qué habrán sentido. Yo fui durante todo el 2021, el 2022 me agarró con muchos viajes a Ferias por haber ganado el Clarín y ya el compromiso semanal se me complicaba. Además ya estaba en la fase dos, el de escribirlas y fue ese tiempo el que terminé dándoles. Fui a verlas jugar, pero ya no a tomarme los mates. Cada tanto me escribía con la entrenadora que me iba contando algunas cosas, como que varias habían empezado ya a salir.
—El título del libro te lo dejaron servido.
—“Vamos las pibas” fue el grito que pegaron en un partido al que fui a verlas. Ese en el cual tres fueron al baño con la guardia. Jugaron en un club del Tigre, estaban sus familiares, amigos, hijos pululando. Fue muy emotivo verlas correr, abrazarse con los seres queridos. Llevaban la camiseta con el orgullo de saber que iban a mostrarse, a dar un espectáculo. Habían hecho un círculo, la entrenadora estaba en el medio dando las últimas indicaciones. Y entonces, antes del desarme del círculo, una aplaudió y gritó lo que terminó en título: Vamos las pibas. Y agregó “carajo”.
—¿Algo que te hubiese gustado agregar en el libro?
—Siempre pasa que con el tiempo se te ocurre lo que no dijiste, o hubieras tenido que decir. Ahora no sé… ja ja ja. Se me viene una imagen, la de las barreras. Para entrar al penal hay una barrera que levantan, y pasa el auto (o a pie si vas a pie). Después tenés que atravesar una puerta de alambre, tipo gallinero. Después cruzás el muro por una puerta de hierro, después entrás en los pasillos y van abriendo candados. Detrás de todo eso, están ellas. No sé, me quedé pensando en eso, en todas las barreras que ponemos entre las personas, entre seres humanos. No me olvido que por algo están presas, pero la pregunta es ¿cómo salir de ahí sabiendo que existen tantas trabas? Es decir, salir salen, el problema es ¿qué las espera afuera? ¿Una segunda oportunidad? ¿Los que vivimos de este lado, estamos dispuestos a dar segundas oportunidades? ¿O vamos a seguir poniendo barreras?
Agustina Caride entró al pabellón femenino 2 de la Unidad 47 en San Martín, al norte del conurbano bonaerense, dispuesta a contar la historia de Las Espartanas. Y escribió casi 200 páginas que son más que deporte. El libro se titula “¡Vamos las pibas! – Las Espartanas, el primer equipo de rugby de mujeres en prisión