Tomas López Sauqué
Evidentemente, tenía razón el ex viceministro de economía Emanuel Álvarez Agis cuando en la víspera de la nochebuena pasada, tuiteó “Si sale todo bien, el 2020 será un año de mierda”. La inclemente llegada del coronavirus, trastocó la estrategia de gobierno de Alberto Fernández basada casi exclusivamente en la micro gestión de la reestructuración de la deuda. En este marco, la sociedad argentina podría conservar la calma ya que Marco Enríquez Ominami, uno de sus principales asesores de campaña, lo expresó una vez muy bien: “Alberto Fernández es un hombre al que le gustan los problemas”. Aun así, cuesta imaginar cuánto del temple demostrado hasta ahora por el presidente podrá mantener en un país que se debate entre la posibilidad cierta de default, la hiperinflación y un virus que arrecia globalmente y del que poco sabemos.
Ante la falta de un liderazgo global competente, capaz de agarrar el timón en medio de la crisis, y junto a especulaciones políticas y financieras de todo tipo, retaceos de información entre estados y cierre de fronteras, a lo largo y ancho del planeta, cundió el pánico generalizado. En este sentido, la “sobrerreacción” del gobierno argentino estuvo por encima de lo esperable en un mundo que, en su mayor parte, “se cortó solo”. Es más, el presidente a lo largo del viacrucis pandémico llegó a lograr adhesiones políticas inimaginables alcanzando, según una encuesta publicada en Clarín, niveles superiores al 80%. Sin embargo, después del bochornoso operativo organizado hace unos días para que jubilados, pensionados, beneficiarios de la asignación universal por hijo y del ingreso familiar de emergencia pudieran concurrir a retirar su dinero de los bancos, ese nivel de aprobación debería haber disminuido. Dicen en Olivos que fue la primera vez que a Alberto la situación pareció írsele de las manos. No obstante, la relativa calma con que el grueso de la sociedad venía atravesando la pandemia, el desastre generado por la falta de comunicación entre la Anses, el Banco Central y la Casa Rosada obligará al presidente a recalcular y a no darse por ganador en un país donde el humor social pende de un hilo cada vez más fino. Con todo, una crisis de estas características se sitúa en el lugar preciso para repensar nuevas capacidades estatales, valores y culturas políticas.
¿Cuánta cuarentena resiste la economía argentina?
Sanitaristas y economistas corren una carrera en fuga hacia adelante en donde, irremediablemente, cruzarán sus alternativas. En apariencia, bajo el falso dilema que supone “vidas humanas o colapso económico”, el predominio de lo primero resulta obvio, pero pronto llegará el momento de verificar si el confinamiento no será la antesala de una pandemia mucho mayor en términos económicos y sociales. Sobre todo, por la oprobiosa situación vivida en el conurbano bonaerense, donde más del 40% de la población ni siquiera tiene cloacas, el 23% no tiene conexión a la red de agua corriente y viven familias enteras hacinadas en cubículos. Paradójicamente, ese sector, además, constituye la base social de los votos obtenidos por el oficialismo en la última elección. Casi el 80% de la diferencia de votos de más que sacó Fernández respecto de Macri provienen de ese lugar. Por lo tanto, la estrategia seguida por el presidente fue pensada desde un enfoque muy ligado a las clases medias y altas, pero que no miran a la clase baja que vive al día y que no puede esperar más.
En Brasil, la crisis está a punto de provocar la caída de Bolsonaro, negacionista de la primera hora, e impulsor del curso frenético de la economía, cueste lo que cueste. Su irresponsabilidad y su afición por el pensamiento mágico nos puede costar caro, ya que la porosidad de nuestras extensas fronteras difícilmente pueda evitar la propagación del contagio entre vecinos. Mientras que, en Argentina, donde hasta hace cuatro meses ni siquiera teníamos ministerio de salud ni de ciencia y tecnología, la estrategia sanitaria prevaleció sobre la económica, aunque quedará forzosamente “descalzada” por las circunstancias climáticas y por el momento mismo en que llegó la pandemia. A pesar de eso, el gobierno ganó tiempo para esperar el pico de contagios y poder replegarse sobre una estructura sanitaria más robusta.
Dicho esto, sería dable celebrar que, tras el impiadoso paso del Covid-19, las culturas políticas comenzarán a cambiar en nuestro país. La primera foto del presidente, anunciando la cuarentena obligatoria junto a los gobernadores Kicillof, Morales, Rodríguez Larreta y Perotti, impresionó mucho a un amplio espectro de la clase media mayormente habituada a confrontaciones estériles que a apoyos institucionales forzados pero necesarios. Si bien es cierto que la oposición que no cuenta con cargos, tiene mayor libertad ambulatoria que la oposición institucional y con responsabilidades de gobierno, no deja de ser cierto también que la estrategia del oficialismo es sensata, cuanto es más inteligente tomar solo como interlocutores válidos a Rodríguez Larreta, el caso de Alberto, y a María Eugenia Vidal-en ocasión del pago del bono BP21- el caso de Kicillof, que a los sectores más duros de cambiemos representados por Miguel Pichetto, Patricia Bullrich, Laura Alonso y Marcos Peña, hoy en la inercia del llano, sin responsabilidades institucionales y con mayor predisposición al todo o nada de la política. Por eso, será menester pensar nuevas culturas políticas más comprometidas con la cooperación y la edificación de consensos mínimos y no tanto con la confrontación como sucede en Argentina hace muchísimos años.
Los espejos de Alberto
¿En qué momento político se sitúa Alberto Fernández? Maquiavelo enseñaba que las características principales para que un gobernante alcanzara el éxito eran la virtud y la fortuna. La virtu sería la pericia del gobernante y la fortuna, comprendería el hecho de tener la justa noción del tiempo histórico sobre el cual se está operando. Sin embargo, ocurre que quienes gobiernan, al ignorar el futuro, solo pueden proyectarlo recurriendo a experiencias ya vividas, viajando en el tiempo hacia su propio pasado. Por eso, tiempo antes de esta avalancha viral, Alberto Fernández solía repetir que él -como otrora con Kirchner- pondría de pie al país haciendo una comparación -a mi juicio errónea- con lo acontecido en el año 2003. Primero, porque el precio de los productos primarios en comparación con los actuales ya no es el mismo. Segundo, porque la herencia recibida por Kirchner incluía un jugoso ajuste fiscal realizado por la olvidada gestión de Duhalde, características que le permitieron conseguir un rápido saneamiento de las cuentas públicas, circunstancia que hoy Alberto tampoco puede ostentar. Tercero, porque el esquema político regional cambió radicalmente y pasó de una integración política inédita y que perduró casi una década, a un escenario regional actual hostil y volátil que es caldo de cultivo de sucesivas salidas autoritarias. Algunos analistas en cambio, sostenían que el presidente, especialmente después de escuchar el primer discurso ante el Congreso, pretende recrear las condiciones sobre las cuales se intentó construir el primer y original cristinismo, el de diciembre de 2007. Aquel comprendía una agenda más republicana e institucional que la del período 2003-07 y se adaptaba mejor al paladar de los sectores medios, es decir, se trataba de la elaboración de un proyecto político progresista, aunque sin la épica de lo que la ex presidenta reproduciría años más tarde. Pero, por más paradójico que sea, la situación política actual se asemeja mucho más a la padecida por Menem durante sus primeros veinte meses de gobierno que a cualquiera de las distintas etapas del ciclo 2003-15. No olvidemos que la herencia alfonsinista, además de derechos humanos, incluía una combinación variopinta de recesión económica, crisis social, escasas reservas, alta inflación y elevado endeudamiento externo, todo lo cual se agravó con un alzamiento militar que Menem aplastó súbitamente pero también, como en este momento, por un evento internacional que cambiaría las reglas de juego del orden global para siempre: la caída del muro de Berlín.
Un mundo desconocido
Argentina es un país al que le gusta mirarse en el espejo de su supuesta excepcionalidad. En ese marco, fuimos incubando una extraña predilección por lo ajeno. El cristal europeo siempre pesó mucho más que el latinoamericano, generando una eterna fantasía de ascenso, pero sin base de sustentación. El hecho de haber sido una sociedad que a comienzos del siglo XX tenía una tasa de crecimiento tan alta junto a un sistema educativo de calidad, terminó alimentando -mal que a algunos nos pese- expectativas de una sociedad muy avanzada. Esa ilusión fue chocando cada vez más contra el muro de una dirigencia política que no supo o no pudo, pero que, cada tanto, nos devuelve inermes a nuestro propio fango.
Aun así, cada tanto la excepcionalidad vernácula sigue metiendo la cola, como sucedió cinco meses atrás, cuando un presidente no peronista lograba terminar su mandato -situación anómala que no tenía lugar desde 1928- y entregaba el mando a un presidente de distinto signo político, en el marco de un recrudecimiento de salidas autoritarias en toda la región. Y, nuevamente, ante la pandemia, esa excepcionalidad volvió a inscribirse en la manera en que se fueron gestando algunos consensos políticos básicos, hasta hace poco, inauditos, a diferencia de muchos países en donde la clase política ni siquiera fue capaz de converger bajo una estrategia común.
Pero también, en esas excepciones se van cifrando nuestros traumas, la pobreza estructural, la inflación, el endeudamiento infinito, la corrupción en todas sus formas, el eterno loop de nuestras reiteradas crisis. Esta vez, Alberto Fernández deberá asumir el enorme reto, no solo de combatir la maraña de complejidades argentinas, las que, a pesar de su inmensa dificultad, no dejarán nunca de formar parte de lo repetido, lo crónico, sino que, también, deberá hacerle frente al desafío del intrínseco temor que supone lo inefable y lo desconocido, o lo que es peor, lo desconocido de lo desconocido.