Por Rubén Alejandro Fraga
El porteño Teatro Colón es una maravilla única en su género, que suele compararse con la Scala de Milán, la Metropolitan Opera de Nueva York y la ópera de Viena. Considerado Olimpo de los dioses musicales del mundo entero, durante décadas fue “la Meca” de los más destacados cantantes, directores, músicos y bailarines.
La periodista alemana, radicada en Buenos Aires, Sieglinde Oehrlein reconstruye en su libro El cielo en la tierra. Historia musical del Teatro Colón, recientemente publicado por Sudamericana, no sólo la historia del edificio, una verdadera joya arquitectónica, sino, sobre todo, la de su vastísima trayectoria musical.
Oehrlein, quien desembarcó con su esposo en Buenos Aires por primera vez en 1987, en calidad de turistas, y regresaron para radicarse definitivamente en 1999 (ver aparte), propone al lector un recorrido por las diversas coyunturas económicas y los vaivenes sociopolíticos –nacionales e internacionales– que atravesaron al Teatro Colón y ofrece una mirada sobre las historias personales, las anécdotas más deliciosas y los curiosos episodios que les tocó vivir a las grandes figuras que fueron sus huéspedes.
A través de las 355 páginas del libro, Oehrlein pasa revista a la pléyade de estrellas que desfilaron por el Colón. Entre los cantantes, figuras de la talla de Enrico Caruso, Beniamino Gigli, María Callas, Renata Tebaldi, Teresa Berganza, Montserrat Caballé, Brigit Nilsson, Luciano Pavarotti y Plácido Domingo. Entre los directores, colosos como Arturo Toscanini, Otto Klemperer, sir Thomas Beecham y Herbert von Karajan. También bailarines como Václav Nijinsky y Ana Pavlova o las compañías de Maurice Béjart y los argentinos Maximiliano Guerra o Paloma Herrera. Y no faltan tampoco los grandes instrumentistas como el chelista catalán Pablo Casals y su colega ruso Mstislav Rostropovich, los violinistas Jascha Heifetz y Yehudi Menuhin, los pianistas Arthur Rubinstein, Wilhelm Backhaus, y los porteños Daniel Barenboim, Martha Argerich y Bruno Gelber, que fueron “profetas” en su tierra.
La inauguración que se hizo desear
La autora cuenta que el antecesor del actual Teatro Colón fue inaugurado en la Plaza de Mayo, entonces Plaza de la Victoria, el 25 de abril de 1857, con La Traviata de Verdi. Ocupaba la manzana donde hoy se levanta el Banco de la Nación. Tenía una capacidad para alrededor de 2.500 personas en una ciudad con alrededor de 170 mil habitantes.
El proyecto para el nuevo teatro data de 1889 y fue trazado por tres italianos: el músico, ingeniero y empresario Ángel Ferrari, y los arquitectos Francisco Tamburini y Vittorio Meano. Pero, como en una de las óperas allí representadas, la tragedia salió a escena en la vida real antes que en la ficción: los dos últimos murieron (Tamburini, prematura y sorpresivamente, y Meano asesinado a los 44 años por un mayordomo que era amante de su esposa) antes de poder ver plasmada la ambiciosa obra, que fue financiada por 46 familias de las más resonantes de la sociedad porteña, entre los que se destacaban los Álzaga, Anchorena, Tornquist, Ortiz Basualdo y Dorrego. Finalmente, le cupo al eminente arquitecto belga Jules Dormal (1846-1924) la satisfacción de terminar el nuevo Teatro Colón, con su fachada neogriega con cierto aire de belle époque, toques de renacimiento italiano, pompa francesa y mucho mármol italiano y portugués.
La piedra fundamental para el nuevo Teatro Colón –“señal de autoestima de una nación joven”, según Oehrlein– fue colocada el 25 de mayo de 1890, el día de la fiesta nacional, y la apertura estaba prevista para el 12 de octubre de 1892 en el marco de los festejos por los 400 años del “descubrimiento” de América. Pero los dos años y medio calculados para su realización se extendieron a 18, el Otello programado para la inauguración se convirtió en Aída y recién el lunes 25 de mayo de 1908 la ópera pudo mudarse a su nuevo domicilio, en la manzana delimitada por las calles Cerrito, Libertad, Tucumán y Viamonte. La avenida 9 de Julio recién se abriría más de 20 años después, a los pies del teatro. Entre las personas que trabajaron en la obra se destacaron el ingeniero Carlos Maschwitz y el ingeniero electricista Jorge Newbery, quien se haría famoso como precursor de la aviación argentina.
La noche de la tan anhelada inauguración un desfile interminable de coches y carruajes se apretujaba delante de la gran escalera de entrada. Asistieron el presidente José Figueroa Alcorta y su gabinete completo, el intendente municipal Manuel Güiraldes, el presidente de Chile Pedro Montt y la aristocracia porteña a pleno. Con todo, según las crónicas de la época, mucho menos brillante que la inauguración parece haber sido la función de Aída, cuya puesta en escena fue descripta con términos como “discreta”, “mediocre” y “deficiente”, lo que se atribuyó a la falta de tiempo para terminar la obra. Lo más sorprendente, y para muchos melómanos de hoy seguramente un pecado de “lesa majestad”, es la apreciación que hizo el cronista del diario La Nación el 27 de mayo acerca de la maravillosa acústica del teatro cuando la calificó de “precaria”.
Anarquía en la sala
La noche del 26 de junio de 1910 la política se apoderó de la sala del Teatro Colón, pero aquella vez, además, la historia tuvo visos de tragedia. A poco de comenzar el segundo acto de Manon, de Jules Massenet, un desconocido hizo explotar una bomba en el paraíso, que cayó sobre la platea derecha, en las butacas 422 y 424 de la fila 14, de los abonados Ernesto Arroyo y César Ameghino. Ninguno de los dos había asistido a esta función porque ya habían visto una anterior, mientras que la señora María Teresa Ibarra, a quien Ameghino había ofrecido su entrada, no pudo concurrir por razones de salud. Fueron heridas diez personas, a una de las cuales, se dice, tuvieron que amputarle las piernas. En medio de la confusión se entonó el Himno Nacional para tranquilizar al público. Casi cien espectadores quedaron detenidos y unos 40 pasaron la noche en la comisaría. Una década y media después, en julio de 1925, durante una velada en homenaje al rey de Italia Vittorio Emanuele III, con la presencia del presidente Marcelo Torcuato de Alvear, el militante anarquista italiano radicado en la Argentina Severino Di Giovanni y algunos simpatizantes causaron disturbios en el teatro al proferir los epítetos de “¡Asesinos, ladrones!” mientras repartían volantes libertarios.
Los vaivenes de la política
Con la llegada del coronel Juan Domingo Perón al poder, en 1946, la influencia de la primera dama María Eva Duarte y su criterio musical se hizo sentir. Incluso María Callas se quejó de su control total en el teatro. Que, por ejemplo, la soprano Helena Arizmendi cantara en La Bohème, o no, dependía del visto bueno de Evita.
Otros vieron como una ofensa a la condición de santuario del edificio la invasión de eventos de dudoso valor artístico, como la elección de la reina del Carnaval en 1952, o la entrada a artistas populares como el bandoneonista y compositor Aníbal Troilo, Pichuco, la actriz y bailarina de tango Tita Merello, y el cantante Hugo del Carril. Hubo funciones gratuitas para los gremios, y se privilegiaron artistas nacionales como Alberto Ginastera y Carlos Guastavino.
Más acá en el tiempo, durante su efímera presidencia, Héctor Cámpora, el Tío, tuvo tiempo suficiente para “nacionalizar” la vida musical, “reservando para los extranjeros funciones eventualmente imprescindibles” en el Colón al dar preferencia a obras, cantantes, artistas y directores argentinos.
En consonancia con los vaivenes políticos, a partir de los años 90 la inestabilidad quedó cristalizada en un auténtico leporello de directores; sucesión que más parecía una comedia de enredos. En esa época se destacó la conducción del director de cine y régisseur de óperas Sergio Renán, quien estuvo al frente del Colón entre 1989 y 1996, generando un récord de espectadores: en 1997 pasaron por la sala 700 mil personas.
En el annus horribilis de 2002, iniciativas populares como “Al Colón por dos pesos” encontraron un vivo eco entre el público, pese a la crisis, aunque los conflictos laborales continuaron. A fines de 2006, el teatro se cerró para resucitar de sus cenizas con todo su esplendor recién el 24 de mayo de 2010, con el segundo acto de La Bohème, dirigido por Stefano Ranzani.
Templo víctima de “profanaciones”
El Teatro Colón también sufrió algunas “profanaciones”, como por ejemplo cuando el mismo año tuvo que albergar un evento privado del Chase Manhattan Bank y el ministro de Economía José Martínez de Hoz hizo sacar la sillería para un banquete en honor de empresarios argentinos y extranjeros.
Para los más puristas, también fue una profanación la “invasión” del tango y del folclore llevada a cabo por el pianista y compositor Osvaldo Pugliese y su orquesta, el 26 de diciembre de 1985, Mercedes Sosa, en julio de 1986, y Les Luthiers el 11 de agosto del mismo año, o los recitales de Los Chalchaleros, Soledad Pastorutti y Astor Piazzolla.
Una alemana enamorada de Buenos Aires
Sieglinde Oehrlein nació en 1953 en Bamberg, Alemania. Es doctora en Filosofía y Letras de la Universidad de Heidelberg. Trabajó como traductora, crítica musical y periodista, y fue docente en las universidades de Heidelberg y Marburg. Viajó por primera vez a Buenos Aires con su marido, como turistas, en 1987. Desde el primer día, ambos se sintieron como en casa “porque Buenos Aires es la ciudad más europea de Sudamérica”. Y en esa ocasión fueron al Teatro Colón a ver un show de tango, “más por obligación turística que por convicción”. En 1999 volvieron a Buenos Aires porque su esposo fue designado co-rresponsal en Latinoamérica del diario Frankfurter Allgemeine Zeitung. Asombrada por la cantidad de per-sonajes ilustres que pasaron por Bue-nos Aires (como Antoine de Saint Exu-péry, Eugene O’Neill, Rabindranath Tagore, Albert Camus o Pablo Picasso) y fascinada por la cantidad de gente y de cultura que atrajo la Capital Federal, Oehrlein escribió una Guía Cultural de Buenos Aires que fue publicada en 2010 por Emecé.