La primera novela de Mariana Enríquez se llamó Bajar es lo peor (1994), y desde allí su nombre comenzó a pesar en distintos ámbitos ligados a la literatura. Al mismo tiempo tiene un lugar destacado en el periodismo como subeditora del suplemento Radar, de Página 12 y como colaboradora en medios digitales como Anfibia. Sus relatos se enmarcan en lo que puede llamarse realismo fantástico, a los que aplica una intensidad sutil y efectiva que suma capas climáticas entre el desconcierto y el terror.
Cómo desaparecer completamente (2004) fue su segunda novela y luego vendrían Chicos que vuelven (2011), otra novela, y el libro de relatos Los peligros de fumar en la cama en 2009.
Escribió ensayos titulado Mitología celta (2007); Alguien camina sobre tu tumba (2007): Mis viajes a cementerios (2013) y La hermana menor (2014), un encomiable retrato de Silvina Ocampo.
El último sábado participó con lecturas en Rosario, en el bar Oui, del Ciclo Literario A cuatro voces junto a otros narradores invitados. Esa fue la ocasión en que tuvo lugar la conversación que sigue y desde donde surge su apego a los relatos de climas sórdidos y al terror desde que siendo muy niña se sumergió en Cementerio de animales, la sobrecogedora novela de Stephen King.
—¿Te dan miedo los cuentos de terror?
—Para nada. Quizás un miedo en el momento, no muy permanente. No es una sensación que tenga con la ficción. Distingo cuándo una historia es de terror y siento el momento de la adrenalina. Pero no es una cosa que se quede conmigo, no lo conservo. Me parece un lenguaje.
—¿El terror es un lenguaje?
—Es un lenguaje interesante para contar. En general, no se usa para contar ciertas cosas. Suele pensarse como un tipo de narrativa que está muy alejada del realismo y eso me parece una tontería. Hay una tendencia a pensar que es una literatura alejada de lo social, de lo político
—¿Cuánto hay de la realidad en tus cuentos?
—Me interesa trabajar con cuestiones que tienen que ver con el terror y que son aplicables para poder pensar la realidad. El borde entre lo real y lo imaginario es un tema del terror. En la vida cotidiana, es el momento en que la realidad se quiebra y aparece lo siniestro, ese límite que marca lo familiar de lo no familiar, que se vuelve amenazante.
En general, el terror trabaja con espacios liminales: la casa embrujada, y otros elementos metafóricos, como el fantasma. Un fantasma es un trauma. Es alguien que está condenado a repetir su historia, a no poder resolverla. En general, lo que pide es una reparación. Eso es lo que verbaliza. Pensando históricamente, es aplicable a montones de cuestiones políticas.
—Varias veces mencionaste los relatos de tu mamá acerca de los años de la dictadura, ese registro de la memoria.
—Me parece que no es diferente al registro que pueda tener cualquier ciudadano. Ese mismo contexto se puede usar para contar cualquier experiencia que tenga que ver con la violencia institucional, con la violencia urbana, con la desigualdad. Yo elijo contarlo en este género. Más allá de lo personal. Cuando se habla con los muertos se incorpora a los desaparecidos pero es un cuento de terror, es un cuento de fantasmas. Las nenas que juegan a la copa para preguntar dónde están los cuerpos: es una historia real que me contaron hijas de desaparecidos. Era una etapa muy rara de sus vidas, después del indulto, y se preguntaban dónde estaban los cuerpos de sus padres. Eso me impresionó muchísimo y lo quería contar. Pero no quería escribir una crónica o un cuento de denuncia. No me parecía que así tuviera tanta fuerza. Me parecía que podía ser reclamado por una literatura de la imaginación y que eso le daba una capa de sentido un poco más inquietante. Yo siento que hay demasiada narrativa de los 70 y sobre todo de los 70 recordados. Hay algo propio de mi generación: el miedo de esos años que nosotros no vivimos porque no habíamos nacido o éramos tan chicos que no los recordamos. No sabés si es el miedo transmitido durante esos años o es el miedo construido después, incluso a partir de lecturas.
—¿Qué leías de chica?
—Una de mis primeras lecturas de terror fue la revista La Semana: leer a un tipo contando cómo torturaba a otro. Sin tener muy claro a esa edad qué implicaba y si era verdad. En mi casa nunca hubo ningún tipo de restricción acerca de qué se podía leer. Si estaba el Nunca más yo podía leerlo, aunque no tenía muy claro si lo que leía era ficción o era verídico. Esa sensibilidad un poco mestiza que tenía cuando era chica es algo que a veces quiero recuperar en la forma de leer. La libertad de una lectura mucho más salvaje: leer La Semana, luego (Charles) Baudelaire, luego (Michael) Ende y luego…
—El límite que se mueve entre lo real y lo imaginario borra a su vez la frontera entre los géneros.
—A mí me interesa mucho empujar esa barrera. La ciencia ficción, el terror, son herramientas formidables para pensar la realidad. Me parece que los géneros miméticos para pensar la realidad no son suficientes. Muchos lectores me dicen «Ay qué terrible!, no pude dormir con lo que le pasó a ese chico», cuando leen el relato “El chico sucio”. Es un caso de un nene que mataron en Corrientes. Yo no lo investigué para escribir el cuento: leí el artículo y con los elementos imaginé un caso casi idéntico, los detalles horribles los saqué de la crónica. Sin embargo, nunca me encontré con una persona diciéndome. «¡Qué horrible lo que le hicieron a ese nene!» Hay algo de la ficción que te lleva a un lugar de lo insustancial: el lector con una historia real no se impresiona. Dice «¡qué espanto!», pero no tiene pesadillas. La pesadilla es una construcción de la ficción.
—Traducir la realidad a un cuento de terror es una de las técnicas. ¿Otra es la traducción de la tradición anglosajona?
—La literatura en español no tiene una tradición de terror tan marcada como tiene la anglosajona, la europea. Eso se debe principalmente al racismo. Las narraciones populares europeas, los cuentos de hadas, son relatos muy inquietantes con elementos de horror que fueron recopilados como tradición oral y entraron a la literatura. Esto no pasó en España ni en la América Hispana. Es como si nuestras leyendas populares nunca hubiesen entrado a la literatura. La literatura fantástica argentina proviene de lo literario. No viene de las historias de aparecidos, de lo que cuenta la gente, de lo que cuenta el pueblo. Paradójicamente somos una literatura periférica, morena, pero en algún sentido más elitista que la literatura blanca. La literatura pasó mucho tiempo en manos de las clases dominantes y eso la elitizó. Borges escribió cuentos fantásticos sobre Islandia, no sobre la mitología de Misiones.
—Entonces, ¿cómo se traduce un género?
—El tema de la traducción es preguntarse qué es una casa embrujada en Argentina, cómo es un fantasma argentino. Qué cosas nos dan miedo a nosotros.
—En “El carrito” (relato) aparece la pobreza como maldición.
—Es un miedo argentino, de la clase media. Yo no sé si funciona el miedo a la pobreza en Canadá, por ejemplo. Ellos utilizarán otros disparadores del miedo. Trato de ver cuáles son los miedos sociales, qué operaciones hacen para que funcionen como factores de presión fóbica en sus sociedades. Y yo pongo los míos.