No es posible, por tratarse de una injusticia o de una desconsideración imperdonable, abordar la problemática del trabajador sin contemplar aquello que el trabajador ama, que es causa, razón fundamental de su esfuerzo: sus seres queridos, su familia.
Es cierto, en Argentina mucho es lo que se logró en materia de conquistas laborales y sociales. Y para no caer en discriminaciones y lugares comunes, dígase, sin pronunciar nombres, que tales conquistas fueron, en principio y fundamentalmente, obtenidos por la lucha de dirigentes gremiales y por algunos políticos del pasado (algunos estadistas, una especie hoy en extinción) que dejaron el rastro que otros hombres de la política no supieron o no quisieron seguir.
Sin embargo, y aun con tales conquistas, el sistema manejado por poderosos operadores y muchos serviles advenedizos hizo, en muchos casos, de la vida del trabajador una vida despojada de la suma de derechos básicos, es decir una vida en donde no hubo ni hay vida completa, sino supervivencia, amarga incertidumbre, en un país en donde nadie del mundo del trabajo pudo, hasta el momento, planificar su vida y la de su familia en el marco de la tranquilidad, sosiego y condiciones de justicia que el ser humano se merece por su dignidad de tal.
No consideremos, por ejemplo, aquel trabajador humillado que tras dejar parte de su vida y de su esfuerzo diariamente es sometido, vilmente rebajado, con una paga ignominiosa; hay otra cuestión que el trabajador advierte y es que la única herencia que podría legarle a su descendencia es la de una sociedad organizada sobre la base de la justicia social. Pero lamentablemente, ese legado no es posible y no porque no lo desee; no porque no luche por él, sino porque un sistema manejado por inescrupulosos, mezquinos, se lo impide. El caso de aquellos literalmente explotados, reducidos a una suerte de vasallaje y esclavitud, es mucho más preocupante. Jóvenes que trabajan por una remuneración escasa y que al promediar el mes no pueden afrontar los gastos, a los que se les hace difícil encarar un proyecto familiar, un alquiler. Jóvenes que no sólo que no tienen futuro, sino que su presente es comprometido y angustiante.
¿Cuántos trabajadores más padecen esta tremenda realidad? ¿Cuántos jóvenes no consiguen insertarse en el mercado laboral sino a costa de indignidades salariales y malos tratos? ¿Cuántos padres sufren la inseguridad de sus hijos? ¿Cuántos adultos sufren el despojo de sus padres jubilados? Cientos de miles, acaso millones en esta tierra bendecida por Dios, pero maldecida por la angurria de “algunos” que no resignan nada de sus utilidades para una justa distribución de la riqueza. Por eso, es necesario hablar del destino del trabajador y del de su familia. Y al hacerlo, no se puede obviar el compromiso de impulsar una cruzada que comenzó hace mucho, pero que no concluyó. Se trata de una lucha en paz, pero no exenta de firmeza. Una lucha que se corone no con la derrota del rico, sino con la más estricta justicia para la satisfacción de todos los derechos del trabajador y su familia. Ese logro no se agota con un haber justo, o con condiciones de trabajo aceptables. No, va más allá: se trata de lograr un país en donde padres e hijos sepan que hay seguridad social, jurídica, laboral. Un país en donde los que parten para siempre puedan hacerlo en paz y no angustiados por la suerte de los que quedan. Ese es el compromiso.