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En busca de las sorpresas fílmicas estimulantes

Por Fernando Varea. Algunas películas desilusionaron en el comienzo, y ya en el final, se vieron algunas obras creativas y placenteras, durante el Festival de Cine Bafici. Buenas presentaciones de los rosarinos Rubén Plataneo y Pablo Romano.

Tal vez lo mejor de un gran festival de cine como el Bafici sea esa especie de comunidad virtual que se genera mientras se desarrolla, sobre todo entre periodistas, realizadores, productores y programadores, que terminan fraternizando en procura de información y por la necesidad de compartir opiniones. De esos encuentros y conversaciones fugaces prospera cierto clima de camaradería que contrarresta la competitividad propia del medio y que se diluye una vez que cada uno abandona ese limbo agitado para retomar su rutina.

Si bien desilusionaron bastante las películas en competencia vistas los primeros días, ya sobre el final quedan como saldo algunas obras creativas y placenteras, de esas que permiten discutir qué es el cine, con cuánta libertad puede abordarse sin traicionarlo, cómo y cuánto pueden exprimirse sus posibilidades.

En las distintas secciones del festival fue posible encontrar películas realizadas con indudable calidad técnica y formal pero ostensiblemente pretenciosas, ocasionalmente inquietantes y bellas pero dudosamente profundas, casi sin sustancia. Es notable, por ejemplo, la comodidad de estos émulos de Antonioni o Tarkovski de recurrir a clisés que se multiplicaban como un virus de una película a otra: copas de árboles al viento, beatíficos baños en un arroyo, dramáticos truenos de fondo, o la matanza indiferente de un animal en el campo. Una tendencia que no sólo fue posible apreciar en los trabajos de nuevos directores argentinos como Alejandro Fadel, Maximiliano Schonfeld o Fernando Gatti sino, incluso, en realizadores más experimentados como el mexicano Matías Meyer, quien en Los últimos cristeros expone un hecho de la historia de su país (la resistencia de un grupo de cristianos perseguidos hacia 1930) de manera curiosamente desdramatizada y contemplativa.

Si bien hay una tendencia a sobrevalorar ciertas películas argentinas que pasan por el Bafici (como ha sido el caso de El Estudiante), éste fue siempre un espacio fructífero para novedades y revelaciones. Este año, sin embargo, las sorpresas se hicieron desear. Los Salvajes (Alejandro Fadel), sobre un grupo de adolescentes que escapa a los tiros de un instituto para perderse en un exuberante ámbito natural, exhibe un profesionalismo a toda prueba pero acumula ampulosidades y lugares comunes que la terminan volviendo previsible. Germania (Maximiliano Schonfeld) registra el abandono de una familia alemana de su granja en Entre Ríos de manera demasiado contenida, dejándose llevar por la melancólica belleza del lugar y los expresivos rostros de sus no-actores. De Gabriel Medina se esperaba algo jovial como su anterior Los Paranoicos, pero a La araña vampiro resulta difícil encontrarle sentido. Otras utilizan recursos celebrados en producciones premiadas en ediciones anteriores del festival: Accidentes gloriosos (Mauro Andrizzi/Marcus Sindlen) recuerda a Historias extraordinarias por su voz en off llevando adelante una serie de relatos caprichosamente unidos, aunque es mucho más irregular y menos afable que el film de Mariano Llinás, en tanto las escenas de Cassandra (Inés de Oliveira Cézar) en las que una periodista dialoga con auténticos pobladores del Impenetrable chaqueño trae a la memoria a la mucho más sincera Los Labios, de Loza/Fund.

La gravedad que sobrevolaba la mayoría de los films era compensada muchas veces por la presencia en pantalla de chicos que lograban sacar chispas del hielo. La nena de Nana (Valérie Massadian), haciendo de todo un juego dentro y fuera de su rústica casa en un bosque francés (adoptando un conejo muerto como muñeco, por ejemplo), es tan adorable como la hermanita de Tomboy (Celine Sciemma), que aborda con delicadeza la identidad sexual en la preadolescencia y contiene escenas muy vivas y luminosas. Películas nacionales con personajes juveniles hubo muchas (Dromómanos, Al cielo), pero merecen destacarse la serena naturalidad de los pibes de Igual si llueve  (Fernando Gatti) y la frescura presente en Escuela Normal, el documental de Celina Murga que si bien reúne a personas de distintas edades son los estudiantes quienes le imprimen vitalidad.

Otros documentales argentinos tuvieron de su lado personajes entrañables, protagonistas de increíbles historias de vida. Es el caso de La chica del sur, que sigue las huellas de una joven militante pacifista coreana, haciendo de esa búsqueda un relato apasionante e impredecible contado en primera persona por José Luis García con la idoneidad que había demostrado ya en Cándido López, los campos de batalla (2005). Tampoco es fácil olvidar al antropólogo norteamericano comprometido con la cultura wichi en Salta (y cuya esposa es una mujer de la comunidad) retratado sin énfasis por Ulises Rossell en El Etnógrafo. Del mismo modo, saca del anonimato a un personaje singular El gran río (Rubén Plataneo), en este caso un joven africano que, llegado a Rosario como polizón, encuentra en el rap una forma de expresarse sobrellevando una sacrificada vida sobre sus espaldas. También hay un personaje felizmente capturado por la música en el otro documental rosarino: Alexander Panizza, sólo piano, de Pablo Romano.

Tanto The International Sign for choking (Zach Weintrab) como Bonsai (Cristián Jiménez) tienen algunas situaciones ocurrentes, pero repiten tics del cine indie ya gastados. Algo similar ocurre con películas como la holandesa Hemel (Sacha Polak), que coquetea con el incesto y la sexualidad despreocupada a través de un relato diluido. Al lado de estos productos menores, poco movilizadores, es para celebrar la libertad de la filipina The Woman in the Septic Tank (Marion Rivera) y de la española La casa Emak Bakia (Oskar Alegría). La primera rebosa de ironías en torno del cine, siguiendo a dos jóvenes que intentan llevar a cabo un guión que discuten entre ellos, con un colega engreído y con una famosa actriz con quien desean trabajar. Los cambios los va reflejando la misma película, cuya historia centrada en una mujer indigente que “vende” a su pequeña hija por dinero súbitamente muta en musical o en melodrama hollywoodense. A su vez, el festivo documental del vasco Alegría, con la obra de Man Ray como disparador y un enigma como excusa, sale gozosamente al encuentro de personajes, historias, reflexiones y fantasmas. A su manera llevan, además, a discutir sobre el cine como un arte contaminado de otros lenguajes: la televisión, el videoarte, el periodismo. Fuera de la competencia y con un tono más meditabundo, Tabú, del portugués Miguel Gomes, aportó una mirada respetuosa al cine del pasado pero abierta a las libertades que puede permitirse un narrador amable y soñador. De hecho, en esta edición del Bafici lo más lúdico e insumiso podía encontrarse en los maravillosos cortos de Narcisa Hirsch o en “…” (Puntos suspensivos), la película de Edgardo Cozarinsky nunca estrenada y realizada hace cuarenta años, cuando la expresión “cine independiente” tenía un significado más claro, seguramente más ajustado a la realidad.

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