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En el país de lo posible maravilloso

Por Gustavo Galuppo.- El genio excéntrico del artista neoyorkino Joseph Cornell, que fabricaba cajitas con desperdicios puestos delicadamente en su interior y hacía pequeñas películas con igual criterio, es retratado por María Negroni con un procedimiento literario similar.

El genio ensimismado de Joseph Cornell (1903-1972) se abocaba a reconstruir el mundo a través de una poética de la colección. Un juego enciclopédico de lo inútil atesorado. Lo bello concebido como el gesto de un niño que inventa un mundo a su medida, pequeño y frágil; el sueño de un mundo hecho de retazos y desperdicios dispuestos delicadamente dentro de cajitas de madera o de cartón. Y también en películas, igualmente pequeñas, igualmente frágiles, constituidas en general por imágenes ajenas que forzaban nuevas relaciones despojadas ya de toda intriga, de toda lógica narrativa, pensadas en la disrupción y en la obliteración de la lógica. Un cine-juego hecho de puras evoluciones evocativas, (re) montajes caprichosos que funcionan también como aquellas cajitas que atesoran imágenes-objetos encontrados. Una poética de la recolección, del acto lúdico, de la creación de mundos íntimos y personales desde la apropiación de lo ajeno. Así era el arte concebido por Joseph Cornell, el excéntrico, el solitario, el “jugador desmarcado”, el “genio autista abocado a desaprender”.

Y María Negroni, en esta elegía, decide contarlo desde la puesta en forma literaria de un procedimiento similar: una colección de miniaturas poéticas que desgranan la obsesión por lo fragmentario y el collage, por la nostalgia de la infancia rota. Una biografía poética que borra sus límites para disfrazarse de falsa autobiografía. Un retrato polifónico que se vuelve sobre sí mismo hasta sugerirse como un posible autorretrato velado. ¿Se trata entonces todo esto del arte y la vida de Joseph Cornell? Sí, es indiscutible, pero también se trata de la misma María Negroni; porque entre ellos, enfrentados como en un espejo algo disfuncional, se establece el lazo estrecho de lo inefable, la profunda sensibilidad compartida por los mundos perdidos de la infancia como el país de lo maravilloso posible. Retrato en espejo o elegía autorreferencial, esta colección de curiosidades nostálgicas, de bellas miniaturas, se dispone en el libro como si este fuese una de aquellas cajitas del artista neoyorkino. También pequeño y frágil, igualmente arrebatador en su dispar entretejido.

Y paseando entre ellos, entre estos diminutos juguetitos literarios, pasa siempre la figura de una niña desnuda montando un caballo blanco. Ella también, como Cornell, como Negroni, establece un centro posible para este catálogo lírico de ensoñaciones, citas y caprichos infantiles. Así, son ellos tres quienes, compartiendo la posibilidad de un mundo hecho a su medida, configuran el centro de este viaje hacia la conquista de lo inútil.

“La niña que pasa en el corcel blanco habría dejado insomne a Lewis Carroll”, se dice en una de estas primeras miniaturas, y, más adelante: “El pelo que la cubre la exime por ahora del más arduo deber divino: hacer el amor. Pero la cacería amorosa, con sus lunaciones, sus ciclos de sangre, su encantamiento y su precio, ya la persigue”. La niña es niña y es bella, y es una imagen utilizada por Joseph Cornell en un par de sus películas (“Children’s Party” y “The Midnight Party”, 1938-1968). Ella cierra aquella primera película con una mirada triste, pero atraviesa obstinadamente todo este libro montada en su caballo blanco, con sus largos cabellos cubriéndole la desnudez aún infantil pero no por eso menos sugerente. Ella, la niña, pasa y vuelve permanentemente, habitando pequeños textos poéticos que la piensan con una ternura melancólica, con una tristeza que hiere. Lo particular, en sus apariciones, es que parece ser narrada por varias voces distintas, que podrían ser las de Cornell, la de Negroni, y hasta la de ella misma en un tono delicadamente confesional. Esa especie de construcción polifónica es la base de este collage elegíaco, y la niña desnuda que lo atraviesa todo es la imagen precisa de una infancia que se rompe asediada ya por los juegos del deseo. Ella está en ese límite impreciso, el de la ruptura inminente, el de la pérdida anunciada; transita esa frontera soñada en la cual Negroni y Cornell construyen sus mundos. Justo allí, donde la infancia amenaza con convertirse en un país anhelado desde la distancia ya insalvable de la madurez. Si este libro es una elegía, lo es en gran parte de la infancia.

Finalmente podría pensarse en los modos posibles de acercarse desde la literatura a un mundo como es el del arte singular de Joseph Cornell, y María Negroni, con la potencia del ritmo de su palabra y con esta estructura fragmentaria del collage, parece establecer una forma precisa y excluyente. La forma misma en que las imágenes, los objetos banales, y las palabras como juguetes de lo sensible, se encuentran en el sagrado terreno de lo inefable, y configuran la presencia misma de un objeto extraño, un libro que no es sólo un libro, sino la posibilidad de un mundo compartido entre dos artistas, una niña desnuda, y un lector.

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