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En Nápoles lo silbaron, en Buenos Aires lo amaban: la vida del tenor Enrico Caruso

Noticias Argentinas recorre la vida del cantante, que murió hace un siglo en un hotel en Sorrento y se consagró en Argentina antes de ser lanzado al estrellato mundial por sus actuaciones en Nueva York

Por Carlos Polimeni, Noticias Argentinas

Había jurado no volver a su ciudad natal, pero veinte años después de la partida, regresó en busca de la salud perdida en años de fama, excesos, amores contrariados, cigarrillos de más y ganancias siderales: la muerte lo emboscó en un hotel, frente al hermoso Golfo de Sorrento, acaso enamorado de una joven discípula, cuando tenía apenas 48 años.

Enrico Caruso, el mejor cantante lírico de todos los tiempos, se fue enojado de Nápoles a los 28 abriles después de haber sido abucheado por una parte del público que llenaba el Teatro San Carlos, luego de su interpretación de “Una furtiva lágrima”, acaso el momento lírico más importante de la ópera Elixir de amor, de Gaetano Donizzetti.

Los fanáticos de la ópera que expresaban con desagrado su opinión sobre el joven tenor registraban como una traición a las tradiciones del “bel canto” lo que a partir de ahí fue clave para el descomunal éxito mundial: un timbre apasionado y romántico, una tendencia a suspirar y emitir quejidos, que fueron tomados como amaneramientos por aquellos cerrado melómanos del sur itálico.

Esos artificios del hijo de un mecánico empezaron a llamar de inmediato la atención al resto del planeta de la lírica y cuando se radicó en Nueva York en 1903 se disparó un fenómeno, ya que fue recibido por los dueños de las mejores ubicaciones del Metropolitan Opera House como el nuevo hijo pródigo del bel canto mundial, el mejor de los tiempos.

Lo que en Nápoles era considerado artificio, en el resto del mundo, empezando por la Argentina, resultó arte, un cambio en el gusto, vinculado a la evolución, que ayudó al proceso por el cual aquel hombre corpulento y lleno de apetitos se convirtió en una máquina de recaudar elogios y dineros, con un cachet que llegó a ascender a 10 mil dólares por actuación.

El repertorio de Caruso era de unas sesenta óperas, casi todas en italiano, aunque también cantaba en francés y en inglés, pero además registró casi quinientas canciones, desde las más famosas del sur de Italia hasta temas populares de la época, ya que le tocó ser la figura central del lanzamiento de la industria discográfica.

Caruso, que murió en Sorrento hace un siglo, en agosto de 1921, había nacido el 25 de febrero de 1873 en una casona en que estaba obligado a convivir con 6 hermanos, hijos de una madre analfabeta y un padre aficionado a la bebida, que lo convertiría en su ayudante en el taller mecánico apenas dejó los estudios, al concluir la primaria.

La leyenda dice que cuando su madre murió en 1888, el adolescente empezó a ganarse la vida entonando canzonettas para turistas en los muelles de Nápoles y que ahí lo conoció un famoso barítono de la época, que le dio clases a cambio de una participación del veinticinco por ciento en sus futuras ganancias.

Las ganancias fueron enormes, por lo que el asunto se judicializó, y el avispado docente ya no que quedó con su parte: en un momento la compañía grabadora RCA Víctor le pagó 1.825.000 dólares por un contrato, lo que deja claro que producía ganancias siderales, ya que lo normal es que la parte del león no sea del intérprete, que en este caso realizó 286 grabaciones.

Durante los 17 años consecutivos en que fue la estrella del Metropolitan Opera House, alternó giras que lo llevaron por medio planeta, incluyendo muchos conciertos en Buenos Aires, donde había debutado en 1899 en el Teatro de la Opera, en unas míticas performances que fueron su trampolín rumbo a la fama mundial.

Caruso, que fue ovacionado en Rusia y en la Argentina, la segunda colonia italiana del mundo, antes de su consagración en Estados Unidos, debutó en Buenos Aires en el último año del siglo XIX y regresó para las temporadas operísticas de 1900, 1901, 1903, 1915 y 1917, que comenzaban los primeros días de mayo y finalizaban a mediados de agosto.

En sus seis visitas, las dos últimas de ellas para cantar en el recién inaugurado Teatro Colón, participó de 135 representaciones líricas y 18 conciertos y además mantuvo relaciones amistosas con muchos descendientes de italianos, en una época en que había tiempo para dedicar una parte de las estadías a los paseos, la comida, la bebida y el estudio.

También para el amor: hace siete años la casa londinense de remates Christie’s incluyó en un lote de 700 documentos personales del cantante, una serie de 22 cartas y postales, 7 telegramas y varias fotos de una muchacha argentina llamada Vina Velásquez, a la que denominó “la amante argentina”.

Las cartas, escritas en italiano, español y francés, o los tres idiomas a la vez, incluían muchos párrafos que denotaban una relación más que apasionada, como uno que dice: “Mil besos muy fuertes en tu boca adorada de la pequeña Vina, que pone sus labios voluptuosamente por todas partes. Te quiero todo mío”.

En 1912, de hecho, el diario estadounidense The Washington Times había publicado una nota afirmando que Caruso iba a casarse con Vina, una mujer “más bien robusta” a la que describía como portadora de “un tipo peculiar de belleza española, placentera pero no extraordinaria”, aunque ese matrimonio nunca se concretó.

Aquel hombre famoso y voraz había gastado años de galanteo en procura de conquistar a la soprano Ada Giachetti, una década más joven, hasta que logró casarse con ella y procrear dos vástagos, pero el matrimonio se disolvió luego de una serie de tormentosas situaciones, que incluyeron una relación con su cuñada, Rina Giachetti.

Su segundo matrimonio, con la estadounidense Dorothy Park Benjamín, con quién tuvo una hija, resultó al fin y al cabo un espejismo de felicidad, si tiene en cuenta que alternó esa relación con muchas otras historias con mujeres que entraban y salían de su vida como personajes de una farsa.

Uno de los amigos en la Argentina era el pintor Felipe Galante, un artista plástico italiano llegado al país a fines del siglo XIX, que luego de vivir en el centro de la ciudad se afincó en Villa Urquiza durante los primeros años de la década inicial del siglo XX, según cuenta el periodista Pedro Eduardo Rivero en su libro Caruso en la Argentina.

Galante tuvo cuatro hijos y dos de ellos, Rosa y Lidia, fueron bautizados en la Parroquia Nuestra Señora del Carmen con el cantante como padrino, en una relación nacida de la decisión del mítico artista de tomar aquí clases de dibujo y pintura, una de sus pasiones permanentes.

Una de las nietas de Galante, la actriz Lidia Catalano, contó a un portal de noticias de Villa Urquiza que cuando este llegaba de visita se preparaba en la casona familiar, a su pedido, un plato de pastas con crema, alcaparras y nueces que hoy se llama en los restaurantes porteños “A la Caruso”.

“Cuando Caruso visitaba a mi abuelo venía en carroza por Triunvirato y luego doblaba por Olazábal”, contó la actriz, a la publicación on line especializada en la historia del barrio, que entonces quedaba muy lejos del corazón de la Capital Federal, donde el artista se alojaba.

“Al llegar a casa entonaba «Amore». Mi abuelo, que generalmente se encontraba en la parte alta del petit hotel, donde estaba su estudio, bajaba corriendo mientras le respondía «Sono Qui». En otras oportunidades, para llamarle la atención tiraba latas arriba del techo de la cocina y gritaba «¡Ue!» Mi abuelo salía al techo y le contestaba: «Ma, ¿che e questo?» Y el otro improvisaba: «Sono io». Y se ponían a cantar los dos”.

Por lo demás, luego de las funciones líricas el napolitano más famoso de todos los tiempos, interactuaba con la familia de un tío radicado aquí, Liberto Baldíni y solía pasar largas horas enclaustrado en su habitación del Splendid Hotel estudiando y copiando partituras de óperas o dibujando.

“Se deleitaba con paseos en carruaje por la ciudad y con las bellas quintas de San José de Flores, con sus cercos de madreselvas y árboles añosos”, puntualiza una crónica. “También le agradaba llegarse hasta el bucólico Belgrano. Allí admiraba sus bellas y nostálgicas casonas y sus calles anchas, vitales y arboladas con frondosos eucaliptus”.

En sus últimas visitas, cuando ya era una estrella planetaria, el llamado “tenor de los tenores”, se presentó también en teatros repletos de Rosario, Córdoba y Tucumán, durante una gira llevada a cabo por la compañía del Teatro Colón, integrada por más de 100 personas, incluyendo a un atleta famoso como su guardaespaldas.

Como desde que se radicó en Nueva York en 1903 había estado12 años sin venir, explicó en 1915: “Vuelvo para cumplir con un deber. Buenos Aires me consagró. Siento una inmensa satisfacción en ofrecer a la bella ciudad del Plata todo lo que creo tener de bueno, quisiera cantar aquí como nunca he cantado, para pagar la deuda de gratitud que tengo contraída con esta ciudad”.

Una biógrafa lo definió así: “Adoraba vivir bien. Poseía el gusto de Pavarotti por la comida, el amor de Domingo por las mujeres y el disfrute de lo melodramático de José Carreras. Fumaba (dos atados por día) sin cuidarse sus fuertes cigarrillos egipcios, confiado en que su dorado amuleto de anchoas le protegería la garganta”.

En medio, se cruzaron historias de conspiraciones y paranoias: mientras vivía en Nueva York estaba seguro de que era perseguido por la mafia siciliana, que no estaba dispuesta a que fuese un napolitano el mayor de los ejemplos del triunfo de los inmigrantes italianos en la competitiva sociedad estadounidense.

Cada vez que interpretaba “Tosca”, por ejemplo, pedía que las pistolas necesarias para la representación fueran inspeccionadas una y otra vez para asegurarse de que las balas fuesen de salva, seguro de que podían matarlo con toda facilidad dentro de un teatro, en que además había custodia privada de cada uno de los pasillos.

Cuando en Estados Unidos le diagnosticaron, luego de años de dolores y sufrimientos por el tabaquismo, una pleuresía (enfermedad en la membrana que cubre los pulmones), decidió que el buen clima de su Nápoles natal era mejor que la intervención de los médicos y se refugió en el Hotel Vesuvio, en que lo encontró la muerte.

El gran compositor de temas de la música popular Lucio Dalla aseguraba que el dueño de ese hotel le contó varias décadas después que allí el famoso artista pasó sus últimas semanas dando clases de canto a una mujer joven, como si no le importase la enfermedad, inspirándole una hermosa canción, que ha dado la vuelta el mundo.

La canción, que se llama “Caruso”, y que entre otros cantó Luciano Pavarotti –incluso junto a Mercedes Sosa, en la Argentina—recrea así esa despedida de la vida de la mejor voz lírica masculina de todos los tiempos:

“Aquí donde el mar reluce

y sopla fuerte el viento

sobre una vieja terraza

frente al golfo de Sorrento

un hombre abraza a una muchacha

después de haber llorado

luego se aclara la voz

y vuelve a dar comienzo al canto.

Te quiero mucho,

pero mucho, mucho, ¿sabés?

es una cadena ahora

que funde la sangre en las venas, sabes…

Vió las luces en del mar,

pensó en las noches en América

pero sólo era el reflejo de algunos barcos

y la blanca estela de una hélice.

Sintió el dolor en la música,

se levantó del piano

pero cuando vio la luna salir tras una nube

le pareció dulce, incluso, la muerte.

Miró los ojos de la muchacha,

esos ojos tan verdes como el mar,

luego de repente le brotó una lágrima

y creyó que se iba a ahogar

Te quiero mucho

pero mucho, mucho, ¿sabes?

es una cadena ahora

que funde la sangre en las venas, sabes

Con la fuerza de la lírica

donde cada drama es falso,

con un buen maquillaje y mímica

puedes llegar a ser otro.

Pero dos ojos que te miran

tan cercanos y tan auténticos,

te hacen olvidar palabras,

confunden pensamientos.

Así todo parece tan pequeño,

también las noches allá en América

mientras miras atrás y ves tu vida

como la estela de una hélice.

Sí, es la vida que se acaba

sin embargo, no lo pensó tanto,

al contrario, se sintió feliz

y volvió a comenzar el canto.

Te quiero mucho

pero mucho, mucho, ¿sabes?

es una cadena ahora

que funde la sangre en las venas, sabes”.

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