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Enrique Symns y yo: memorabilia de un aprendizaje agitado

Hacia fines de los 80, quien esto firma hizo un taller de “periodismo salvaje” con el cronista del lado social más oscuro. Al mismo tiempo sirvió para recorrer espacios donde explotaba el under artístico porteño y ver uno de sus más desaforados monólogos. Vale rememorarlo ante su reciente partida

Cuando parecía uno de esos imbatibles que le  ganan la pulseada a todo tipo de adversidades, incluidas las físicas, el periodista y escritor Enrique Symns llegó a la última estación de un largo y singular viaje existencial. Siempre al margen de todo aquello emparentado con la corrección, la moral burguesa y las conciencias bien pensantes, Symns fue una especie única en su tipo.

Alguna vez se dijo que algo de los textos de (Antonin) Artaud se filtraba en el empleo del humor cáustico que lo caracterizaba, pero que a la vez, en las imágenes surgidas de sus escritos o de sus demenciales monólogos (ocurría en presentaciones junto a Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota), también podían encontrarse rastros del universo del poeta Jacobo Fijman, sobre todo cuando decía que el arte nace del fracaso de la vida y que lo mejor que uno podía hacer era volverlo un acto de sinceridad.

Cerdos & Peces fue su bautismo de fuego público, a partir de allí se apropió de los rasgos contraculturales más nítidos de un momento clave del país, el advenimiento democrático luego de la sangrienta noche del terrorismo de Estado. Y Symns, ese hombre de dieciocho whiskies y noches de cocaína empezó a eclipsar a buena cantidad de otros que como él querían decir algunas cosas en voz alta o en letras de molde con sarcasmo, humor e ironía sobre las consideradas excrecencias sociales: las drogas, la homosexualidad, la prostitución, el sexo explícito, la pedofilia.

Cultor de (Charles) Bukowski, de (Henri) Miller y de (Fiodor) Dostoyesvki, también admiraba por igual a Leopoldo Marechal (El banquete de Severo Arcángel le parecía una obra maestra porque, decía, hace pensar en que uno no sabe nada de la vida), y a Macedonio Fernández (porque mostraba la insensatez del mundo con agudeza sin par), el que sería el director de una revista bisagra para la cultura nativa y para las publicaciones de ese tipo, obedeció a los dictados de una conciencia temeraria y vociferante, dispuesto a practicar con su vida aquello que escribía, es decir, experiencia y escritura como la forma más honesta de hacer periodismo, comprobando su peso existencial en el carácter de lo escrito.

Curioso iconoclasta que podía pararse en el lugar menos pensado para señalar lo aceptado como incongruente o despiadado, y aunque no se estuviera de acuerdo, podía encontrarse en su modo de decirlo un argumento suficiente para ponerse de su lado. Con esa adjetivación, por ejemplo, aludía a la sociedad argentina en los últimos tiempos, presa de la trampa de la globalización.

Hacia un periodismo salvaje

Como todo periodista confiado en que era posible un camino inverso al impuesto por la tiranía implantada en la mayoría de las redacciones, donde la observancia de un modelo era condición para escalar puestos y perder libertad de pensamiento, cerca de fines de los 80 del siglo anterior, este cronista, impulsado por un socio teatral conocido como Helmostro Punk, instructor de algunas de las desmesuras del grupo Cucaño, se prendió para hacer un taller de periodismo salvaje –así se publicitaba– con Enrique Symns en la orbe porteña.

Cerdos & Peces era de consumo obligatorio en algunos ámbitos rosarinos, incluso hasta se intercambiaban y vendían los números más viejos. La Cerdos, como se la conocía, fue representativa de una época concreta, los 80, cuando después de las desapariciones, la persecución, la cárcel, el silenciamiento, había que salir a cuestionar el ordenamiento de la vida cotidiana heredada de un sistema de hostigamiento, sobre todo la autoridad de las instituciones cómplices y la pacatería social imperante. Y todo eso estaba allí en esa revista de tapas súper sacadas con Lolitas con copas en las manos; niños apuntando con un arma con perfecta cara de asesinos; travestis con atuendos policiales dispuestos a violar la ley, todas puertas de entrada para desembocar en un interior con reportajes al legendario atracador de trenes Ronald Biggs, autoexiliado en Brasil; al maestro del cut up Williams Burroughs; a bisexuales dispuestos a detallar sus experiencias; a okupas argentos; a transeros de merca; a consecuentes proclamadores de la legalización de la marihuana; a notas describiendo las fugas de presos de cierto peso, en fin, una cartografía detallada para alumbrar un paisaje oculto y autosuficiente a los ojos públicos.

Entonces, hacer un taller con quien decía que ser artista era quebrar la maldición de la esclavitud uniformadora del mundo moderno y que era más importante no saber que saber porque en eso radicaba la posibilidad de devolverle al mundo algo de la ingenuidad perdida, era un tanto irresistible y hacia allí marchó este escriba.

 

 

Symns y Tom Lupo

 

Una altiva dignidad para hundirse en verdades atroces

Las imágenes de ese primer día en un tercer piso de un departamento pequeño de la calle Charcas donde Symns –sentado en un sillón giratorio de cuero negro– nos dio la bienvenida a quedarían picando. Luego de las presentaciones dijo no entender demasiado por qué un rosarino viajaría todas las semanas para escuchar que el periodismo no servía para nada, porque el periodista se había convertido en juez y verdugo y era un depredador de la vida de los que lo leían –se pensaba como dueño de una verdad y juzgaba a quienes no comulgaban con ese credo–, y él lo único que podía hacer –que haría– era desengañarnos de cualquier ilusión. Y también dijo ese día que se habían terminado los (Rodolfo) Walsh, los (Truman) Capote, los (Norman) Mailer, que hacían un periodismo de relato puro.

Y agregó que buscáramos hacer suplementos, porque allí se podía decir lo que no podía el diario o la revista. Cuando fui al baño no pude dejar de ver otra habitación contigua donde había una suerte de catre de campaña y una foto grande de Artaud en una escena de La pasión de Juana de Arco, de Carl Dreyer, pegada sobre la pared desnuda. Un cenicero repleto y una botella de Jack Daniels a medio vaciar completaban la escenografía del cuarto. De haber existido el celular, le hubiera robado esa foto, y, de haberse enterado, Symns seguramente no se hubiera molestado, toda vez que insistía conque nada es de nadie en la vida, incluso la gente, y con vehemencia proponía tomarlo todo, que para eso estaban las cosas y las personas.

La fugaz visión de ese cuarto contribuyó a creer que estaba en el lugar y en el momento adecuado para adquirir otras tónicas periodísticas. Fue un taller de crónicas donde se aprendió a hacerlas lo más desnudas posible y donde el trabajo de campo era salir a armarlas con testimonios en el lugar de los hechos; desde un atropellado por un tren –había que averiguar si se trataba de un acto voluntario o un accidente– hasta un preso recientemente fugado y luego atrapado y torturado en una comisaría del que había que aventurar un itinerario posible en base a su pasado (había que rastrear ese pasado conforme a conversaciones con conocidos o allegados).

Symns tenía una visión muy situada del periodismo que no solía ser común, por eso le gustaban las notas cuyos protagonistas se hundían en un sentimentalismo desesperado, tal vez porque en ellos veía el reflejo de su propia vida. Siempre conservó cierta altiva dignidad para hundirse en algunas de las verdades atroces que pregonaba. Y esa crudeza puede encontrarse tanto en sus notas como en sus libros, con protagonistas convencidos en la definición de los actos y animados para descubrir sus verdades ocultas aunque no fueran nada luminosas.

Algo de todo eso ya podía palparse en esos encuentros que duraron tres meses –y en los que quedamos apenas cuatro alumnos luego de que insistiera en preguntarnos si estábamos desesperados, condición que consideraba esencial para escribir algo que valiera la pena–.

Hacia las noches salvajes

Sin embargo, ese taller guardaba una sorpresa, y estuvo entre lo mejor que surgió de allí. No pasó mucho hasta que la relación alumno-maestro fue prosperando hacia el lado compinche, algo que con Symns no era difícil conseguir si se le discutían sus argumentos –cualquiera fuese el objeto en cuestión– hasta el final. Evidentemente él encontraba sus pares en la polémica llevada a fondo.

Al final de las jornadas del taller, junto a su musa y colaboradora todoterreno Vera Land, preguntaba quién quería conocer el circuito de la noche, donde la sangre bombea porque siempre hay vampiros que irán a chuparla. Decía que ahí estaba la vida latiendo y sólo había que estar dispuesto a visitar los rincones más sucios y hermosos de una ciudad podrida. Y lo decía con una verborragia tan procaz y convincente que la invitación se hacía irresistible.

De ese modo, en un periplo de extravío divertido y exultante por las calles porteñas –mientras elegíamos qué pasajes de Crimen y castigo eran los mejores o si Thomas de Quincey había sido el precursor del periodismo gonzo– conocimos una serie de bares con escenarios y una ambientación desaforada y rabiosa donde pasar unas horas iba a ser toda una experiencia. Uno de ellos era La Verdulería, donde el under de la época hacía explotar su expresión artística y contestataria.

Symns era un habitué al que todo el mundo saludaba –y también puteaba por cosas como el arrebato de un papel de cocaína– en ese lugar donde podía encontrarse tocando al Fontova Trío, ya en la etapa pos “Me tenés podrido”, o  sentadas en un diván a Renata Schusheim y Marta Minujin; o saludando en las mesas a la diva voluptuosa y sin filtro Edda Bustamante ataviada con sus mini ropajes; a Roberto Pettinato divagando con su saxo; a unos muy jóvenes Ricardo Mollo  y Germán Daffunchio, en caída tras la desaparición de Sumo; a Lalo Mir y Tom Lupo toreando a Symns con teorías descabelladas; a Jean-Francois Casanova imitando a Jacques Brel; a Humberto Tortonese, Batato Barea y Alejandro Urdapilleta con su humor filoso y esperpéntico.

Y una noche de esas, este cronista, a quien Symns llamaba Flaquito y mataba a preguntas sobre cómo se movían en Rosario los bolivianos que traían tizas de cocaína, presenció en La Verdulería uno de los espectáculos más delirantes de los que tuviera memoria, sostenido en esa libertad que todos buscaban desesperadamente en esos años furibundos. Fue de la mano de Tortonese, Barea y Urdapilleta, quienes en una escenografía de cabaret hicieron un streap-tease inverso –o como se llame–, es decir, aparecían desnudos en escena para luego vestirse paulatinamente bajo la cadencia de un monólogo desconcertante de Symns –llamado “La frescura en un mundo inmundo”, donde poetizaba sobre la soledad y la muerte– entre pasajes instrumentales de la Velvet Underground.

Un show apabullante entre lo que se veía y lo que se escuchaba y aplaudido a rabiar por la fauna variopinta que poblaba el local. Symns se lo dedicaría a todos los “desheredados del amor que encuentran en la amistad un sosiego”, entre ellos a su amigo, el escritor y poeta José Sbarra, sentado con nosotros esa noche. Cuando al día siguiente, en el bar Británico, y antes de volver a Rosario, le pregunté cómo había preparado esa puesta, me dijo –él, rey del laconismo– que solo poniéndose el sombrero y la chalina y subiendo al escenario.

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