Así es Europa. Incorregible. Como supo señalar Mario Draghi, el mandamás del BCE: “Al final todo el mundo termina haciendo lo correcto, pero al costo más alto posible”. A principios de año, un Mariano Rajoy recién elegido como presidente, desafiante y todavía con su poder intacto, arriesgó una iniciativa audaz para quitar a España del ojo del huracán. Se propuso dilatar el ajuste fiscal en el tiempo y, a cambio, cargó a fondo con el estandarte de las reformas. Arremetió –como nadie en Europa– con una muy filosa reforma laboral. Era una jugada inconsulta, pero sensata. Los objetivos fiscales –acordados por su predecesor, Rodríguez Zapatero– eran inalcanzables en un país atrapado por la doble recesión. Mal podían fijarse como meta (sabiendo que, poco después, habría que retocarlos con pérdida de credibilidad). A todas luces, afirmar motu propio la voluntad de transformar España en su raíz era una mejor credencial. Pero Bruselas no lo entendió así. No aceptó el canje de prioridades. A regañadientes, el blanco del déficit fiscal para 2012 que Rajoy había elevado de manera unilateral del 4,4 por ciento al 5,8 por ciento del PBI fue reubicado en el 5,3 por ciento. Y se mantuvo el mandato incumplible de recortarlo al 3 por ciento para el año próximo. Conclusión: la jugada del PP terminó como un pequeño desastre. Blanquear la fragilidad fiscal (y recibir públicamente el rechazo europeo) desgastó la imagen externa del país. Anticipar una reforma laboral agresiva le quitó, fronteras adentro, los votos que obtuvo en la elección nacional y que –de haberlos retenido– hubieran permitido avanzar sobre el bastión socialista de Andalucía. Derrotado su liderazgo político en ambos frentes, lejos de salir del corazón de la tormenta, España se transformó en un renovado torbellino.
Es una historia que conviene tener presente: Bruselas concedió la gracia que se hubiera necesitado en abril. No es lo mismo: el daño ya está hecho. España está en el horno y la medida no la retira de las brasas. Inhibe, eso sí, un motivo gratuito de tensión. Desde que estalló la crisis de Bankia, en mayo, la situación se agravó y las cuentas públicas descarrilaron. Se comentó aquí que el déficit admitido para todo el año para la Administración Central ya se había consumido en más del 99 por ciento. Bruselas admite ahora que el desequilibrio consolidado trepe al 6,3 por ciento del PBI en 2012 (medio punto más que lo que pedía Rajoy). Quiere que baje sólo al 4,5 por ciento el año próximo (y que, recién en 2014, se ubique en el 2,8 por ciento; en línea con los preceptos de Maastricht). ¿Tendrá España un respiro? No. Es que no podrá alcanzar estas cifras si se mantiene de brazos cruzados. Por eso hay un nuevo ajuste en camino (incluyendo, esta vez, la tan resistida elevación de las alícuotas del IVA). Así que, a menos que obre un sustancial alivio financiero, el perro seguirá mordiéndose la cola.
España no es Grecia. Antes de la crisis cumplió con Maastricht a rajatabla (lo que no hicieron ni Alemania ni Francia). Se destaca ahora por su apego a las reformas. Dijo Mario Draghi: las autoridades españolas “han demostrado que están totalmente comprometidas en acelerar la agenda de reformas estructurales” y en “arreglar la situación del sector financiero”. ¿Podría, entonces, el BCE oficiar de puente hasta que se instrumente lo acordado? La respuesta es no, y su consecuencia se observa en plaza: los bonos españoles a diez años rinden más del 7 por ciento, más que antes de la cumbre.
A estas tasas, si no se revierten significativamente y no sucede pronto, España ya volcó. Eso debería estar fuera de discusión. ¿Qué se hará con España? No hacer nada es empujarla al abismo. Pero, aun así, el día después habrá que ocuparse. Y será más oneroso. No es sólo España, como lo entiende bien Mario Monti; Italia viene en el próximo vagón. Por eso Monti, lejos de aguardar su turno, atacó a fondo en la cumbre. Y, sin embargo, Europa no atina a dar una respuesta efectiva.
Crédito en riesgo
España es demasiado grande para pensar que se le puede aplicar la misma medicina que a Grecia, Irlanda o Portugal. No se le podrán pagar las cuentas si pierde el acceso a los mercados de capitales de largo plazo –y menos hacerlo por tiempo indefinido– sin hundir el crédito de toda la eurozona. Se comprende que ni Finlandia ni Holanda (ni nadie) quiera cargar con el costo de la deuda de los demás, pero si se repara en cómo funciona la unión monetaria, ello ocurrirá igual si España colapsa. La fuga de capitales en abril (un mes antes de Bankia) trepó a más de 26 mil millones de euros y fue totalmente financiada por los créditos del eurosistema (el conjunto de los bancos centrales que participan de la moneda común). Esa cuenta crece mes a mes. De enero a abril, la fuga totalizó 121 mil millones de euros y el financiamiento que tomó el Banco de España fue de 127 mil millones. Los depósitos que se fugan de los bancos de España y se refugian en Alemania (y en Holanda, Finlandia o Luxemburgo) se reciclan así. Esto es, potencialmente, un eurobono mayúsculo. ¿Habrá que repetir la saga de las metas fiscales que se contó líneas arriba?
¿O, por una vez, Europa será capaz de anticiparse? Tendremos la respuesta antes que termine agosto.