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Esto que hemos perdido

Por Carlos Duclos.- La ciudad está herida y sufre las vidas que se fueron.

¿A quién le importa saber quién triunfó en las elecciones de ayer? Seguramente habrá quienes aún estén sacando cuentas, empujados por los fríos intereses y las ansias de poder. Es de suponer (y de seguro se supone correctamente), que al pueblo de Rosario se le marchitó el deseo de saber sobre los resultados de las elecciones. No puede ser de otra forma, pues la ciudad está herida y sufre. Nadie quiere saber de triunfos, porque esta muchedumbre de corazones que aún laten, está viviendo una terrible derrota, está padeciendo una inconmensurable pérdida. Pérdida de vidas, algunas muy jóvenes. Vidas promisorias; vidas de gente buena e inocente. Vidas que eran la luz de otras personas que hoy están apagadas por la aguda tristeza. Rosario ha perdido la alegría, la paz interior; en muchos, ya nada será igual y la ciudad ya no volverá a ser la misma.

Con todo, y ello constituye un hermoso homenaje a las víctimas de las tragedias de Salta y Oroño y del Parque Independencia, los rosarinos hay algo que no han perdido, que se rehúsan a perder y que nada ni nadie se los podrá arrebatar: la esperanza, el amor, la sublime solidaridad, el trabajo, el esfuerzo, la voluntad, la fe. No sólo lo piensa el autor de esta columna, lo dicen muchos. También, por ejemplo, los bomberos voluntarios y rescatistas agobiados por el esfuerzo, pero inclaudicables en su labor y entrega, quienes anteayer, exactamente a las 13.15 de un mediodía pletórico de sol (¡pero tan triste!), subieron hasta lo alto de un edificio siniestrado y colgaron más arriba un cartel con un gran corazón que dice: “¡Gracias Rosario!”. Era el reconocimiento a tanto apoyo que les dieron los rosarinos. Sin embargo, hay otra leyenda, inmensa e invisible en todos los corazones de esta ciudad, que dice: “Gracias a ustedes rescatistas, bomberos, voluntarios, perros, por tanto servicio extraordinario, por tanta entrega”. Llegaron desde todas partes a ayudar a esta ciudad abatida por la tragedia, a tender las manos en la desgracia.

Y mientras los bomberos colgaban ese cartel de reconocimiento, en la esquina de Salta y Oroño, punto de encuentro de voluntarios, periodistas, y rescatistas que salen desde los escombros a distenderse, estaba el jefe de todo el operativo de rescate, el alma mater de toda la acción, el comisario de la Policía Federal, Ángel Poidomani. Lleno de polvo, con su indumentaria y pertrechos de rescate, con un rostro en el que se advertía el cansancio, se mostró dispuesto a una charla. Para eso dejó por unos minutos a su esposa e hijos, quienes habían llegado desde Buenos Aires a visitarlo.

Algunas consideraciones de este experimentado rescatista, que estuvo trabajando luego de producidos los atentados contra la Embajada de Israel, la Amia, entre otros sucesos desgraciados, están en otras páginas de este diario, pero hay una respuesta a una pregunta y un gesto que quiero plasmar en esta contratapa, porque de algún modo refleja la magnitud de este drama. Le pregunté: “Usted tiene una experiencia intensa y de muchos años en esto. Ha visto muchas cosas en su trabajo ¿cómo influye su profesión en la visión que tiene de la vida, en sus sentimientos?” Y me respondió: “Uno para hacer este tipo de trabajo tiene que ser muy frío. Cada ladrillo, cada cosa que ve y cada elemento personal, como un cuadro, un velador, tiene toda una historia, una historia familiar, una historia de vida. Y bueno, pero uno tiene que trabajar.

—¿Llega a emocionarse en algún momento durante la tarea?

—Sí, pero no podemos quebrarnos porque sería bajar los brazos y eso nunca; la prioridad para nosotros es la víctima.

—Usted dice que para este trabajo se debe ser frío, pero ahora veo lágrimas en sus ojos.

—No, es un poco de cansancio.

Yo sé, y él también, que esas lágrimas no eran de cansancio. El comisario me abrazó, yo sólo le dije “¡gracias!” y se fue con su esposa e hijos para después seguir entre los escombros.

Antes de poner punto final a esta columna que escribo en esta triste tarde de domingo (por ayer), me dispongo para un minúsculo homenaje rompiendo los cánones periodísticos (nunca tan bien rotos, porque es la parte importante de esta contratapa).

Fornarese, Maximiliano; Vesco, Emiliano; Balseiro, Federico; Gianángelo, Debora; Penise, Juan Natalio; Medina, Soledad; Caterina, Florencia; Babini, Teresita; Perucchi, Roberto; Oliva, Domingo; Magaz, Estefanía Georgina; Elías, María Emilia; Mattaloni, Adriana; López, Carlos; Cuesta, María Ester; Montefusco, Hugo; Ceresole, Oclides; Rizzo, Ana; Aranda Melanie y Florencia; ustedes son esto inmenso que hemos perdido y que ha ganado Dios.