Era prácticamente un chico. Tenía 22 años cuando me mudé a Argentina en el 2000, con la loca idea de trabajar de periodista. Pero oh, sorpresa, el Buenos Aires Herald no tenía apuro por contratar a un tejano sin experiencia, y la economía parecía estar en problemas. Sólo conocía a dos argentinos, encantadores pero mayores, con hijos y vidas propias. Así que pasé días sofocantes deambulando por las calles y tomando el 60 (atravesaba toda la ciudad desde Constitución hasta Tigre por menos de un dólar disfrutando una agradable brisa) mientras devoraba empanadas, ñoquis y sándwiches de jamón con un presupuesto de 70 pesos (que en ese entonces era de 70 dólares por semana).
Los fines de semana eran lo más desolador de todo. Leía a Borges, Arlt y Mafalda. Pispeaba el Weather Channel en español y me aprendí de memoria la letra de una canción de Rodrigo. Finalmente, después de ver la asunción del presidente uruguayo Julio María Sanguinetti en la televisión de principio a fin, decidí que necesitaba una vida, o bien volverme a casa.
Dos cosas terminaron por salvarme. La primera –aunque un cliché total– fueron las clases de tango, que se convirtieron en un lindo pasatiempo y, años después, en un libro. La segunda, mucho más importante, fue un grupo de una docena de muchachos argentinos de Temperley, un antiguo suburbio ferroviario de Buenos Aires, a quiénes llegué a través de un amigo común en mi país. Se conocían desde la escuela secundaria; pasaban los fines de semana jugando al tenis, haciendo asados y yendo a clubes nocturnos temáticos de los 80 hasta las cinco de la mañana; se ponían apodos ridículos como Billetera, Lobizón y Boti. Me aceptaron, por razones que todavía no entiendo del todo, y me bautizaron “Caruso” en honor a un niño actor argentino de esa época, el único otro “Brian” que conocían.
Tenía mi propia tribu en casa, pero rápidamente descubrí que el talento argentino para mantener amistades grupales de por vida era única en su clase. Estos muchachos hacían todo juntos. Arrastraban cargadas en común desde hacía una década; uno de ellos siempre se casaba “la próxima primavera” y cosas del tipo en una jerga indescifrable. También se abrían acerca de sus intimidades, a veces de una manera sorprendente: problemas de novia, pérdidas de trabajo y disputas familiares eran diseccionados con humor y una compasión sutil. Vacacionaban juntos: Villa Gesell, Bariloche, los glaciares. Los acompañé varias veces, impresionado por la fuerza de sus vínculos, convencido -correctamente, como resultó- de que este grupo permanecería unido a lo largo de los años, incluso después de que el matrimonio, los hijos y las carreras los hicieran echar raíces.
Pensé en esos muchachos anoche, tras el terrible ataque terrorista en la ciudad de Nueva York, donde ahora resido. Entre las ocho víctimas mortales se encontraban cinco argentinos, amigos de la escuela secundaria en un viaje grupal para celebrar el 30 aniversario de su graduación, exactamente el tipo de cosas que mi grupo de Temperley hubiera hecho. Cuando vi la foto de ellos reunidos en el aeropuerto de Buenos Aires, con camisetas que decían “LIBRE”, comprendí al instante qué significaba este viaje para ellos. Claro, serían “libres” durante un fin de semana de las presiones de la mediana edad, el trabajo y la familia, pero creo que eso era secundario. Por sobre todas las cosas ésta era una oportunidad para reforzar esos lazos, para reanudar las cargadas de hacía tres décadas y reír juntos hasta las cinco de la mañana.
Según reportes de la prensa argentina, Ariel Erlij, de 48 años, tenía una exitosa carrera como ejecutivo del acero en Rosario, donde el grupo de amigos había estudiado. Ayudó a pagar los pasajes de sus amigos, que no es poca cosa en un país que acaba de salir de una desagradable recesión. Aterrizaron en Nueva York, luego hicieron un rápido viaje a Boston, donde ahora vive otro miembro del grupo. Al regresar a la Gran Manzana ayer, decidieron ir en bicicleta por el Bajo Manhattan. Erlij y otros cuatro -Hernán Diego Mendoza, Diego Enrique Angelini, Alejandro Damián Pagnucco y Hernán Ferruchi- perdieron la vida. Una de las esposas de los sobrevivientes le dijo a La Nación: “Llevaban tanto tiempo esperando por este viaje. No puedo creer que haya terminado de esta manera”.
He vivido en otros países de América Latina en los últimos años, y los vínculos sociales también son estrechos. Pero insisto: hay algo especial en Argentina. Mucho ha ido mal a lo largo de los años: la brutal dictadura de los años setenta, la hiperinflación de los ochenta y la devastadora crisis económica de 2001-2002, que experimenté de primera mano, y que eventualmente cubrí en mi primer trabajo de periodístico. ¿Por qué no han abandonado el país? Bueno, muchos lo hicieron. Pero los argentinos que permanecieron te dirán casi universalmente que fue por esos vínculos. Familia, sí, pero también su grupo de la escuela secundaria o la universidad. El talento nacional para la camaradería de por vida es seguramente lo mejor de Argentina. Verlo ahora en el epicentro de una tragedia internacional, en la ciudad donde vivo, me da mucha tristeza. Me rompe el corazón.