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Evita, la que borró el destino manifiesto de los necesitados

Han pasado 70 años de la muerte de uno de los personajes más polémicos de la historia argentina, Eva Duarte, Evita. Durante todo este tiempo su figura fue abordada desde distintas perspectivas. No obstante, puede decirse que hay dos grandes grupos, los mismos en los que se dividió el país políticamente: aquellos que rescatan su coraje y su destreza política y aquellos que ven justamente esas virtudes como las que irían a incomodar profundamente a los sectores que detentan el poder real y que ven esas virtudes como enemigas peligrosas de sus intereses.

En época de Evita se los conocía popularmente como oligarcas o cipayos, ahora como grupos concentrados o hegemónicos, corporaciones, establishment, entre otras variables del mismo cuño. Son quienes combaten al Estado como dispensador de un posible desacople de las profundas desigualdades a las que esos poderes someten al resto de la población.

En vida, Evita fue amada por unxs y odiada por otrxs, tras su muerte seguidores y detractores contribuyeron a la construcción de dos mitos. El mito puro, el de la santa, el de la mujer sacrificada, el de la Eva que trabajaba a destajo, incluso, en los peores momentos de su enfermedad, por sus descamisados. Y el mito oscuro y estigmatizante, el de la prostituta, la ignorante, la advenediza y la ambiciosa.

El que impulsaron sus enemigos –y tuvo muchos, incluso hacia dentro del peronismo–, los que hasta prohibieron que se la mencionara en público para que no vuelva a convocarse su espíritu de lucha, para que no vuelvan a sembrarse otros paradigmas a partir de su lucidez para detectar tempranamente las miserables y fulminantes agachadas de los poderes dominantes.

Más allá de las fotos y filmaciones de algunos momentos de su vida, cuentos, novelas y obras de teatro fueron configurando una imagen de acuerdo a estas dos visiones de Evita, y resultan una prueba fehaciente de la confrontación ideológica que su quehacer político dejó ver como pocas veces en la historia argentina. Su muerte y el robo de su cadáver iniciando un periplo rodeado de misterio dejaron ver su insoslayable magnetismo.

Habían robado hasta el cuerpo muerto de Evita, ¿qué hubieran querido hacer con ella mientras vivía los sectores que la despreciaban y alentaban la profundización de una sociedad ajustadora? No pudieron mientras vivió –aunque la denostaron como loca, violenta y manipuladora– y apenas les quedó escupir su veneno en el infame “Viva el cáncer”, casi como un regodeo zombie en su inútil intento de provocación.

Sus opositores fueron muchos y de todos los ámbitos porque Evita reunía la potencia superadora de algunas torpezas del peronismo. Y su premisa fue siempre la más avasalladora, la que hizo –y hace– temblar los cimientos del poder constituido: la de devolver la dignidad a los pobres y excluidos, a los que les cierran las puertas de la vida como si no tuvieran el derecho de existir. Evita fue una afrenta para la Sociedad Rural, para la oligarquía terrateniente, para los militares de Cristo Vence, para las señoras de las sociedades de beneficencia, invadía sus potestades para creerse los dueños de vidas y destinos y desnudaba su grotesca autoindulgencia.

 

Estos sectores tan decentes, tan elegantes y tan preocupados por las apariencias, se sintieron profundamente humillados y amenazados y les pareció estar viviendo una pesadilla en la que, parafraseando a Julio Cortázar, “sus casas estaban tomadas”, como síntesis que expresaba la sensación de angustia de las clases medias y altas ante la presencia de la primera mujer que los enfrentaba abiertamente. Evita fue artífice de las facultades del Estado para proteger, alimentar, formar, dignificar a los desposeídos. En las enormes filas de personas que esperaron horas para darle el último adiós se cifraba la sensación de desprotección que las invadía.

La habían hecho propia, eran todo con lo que habían soñado alguna vez. Y no solo ellos, en el cuento “Esa mujer”, de Rodolfo Walsh queda claro que entre el periodista que busca descifrar el paradero del cadáver de una mujer de quien nunca se dice el nombre y el coronel que lo escondió subyace el deseo de apropiárselo. “Es mía. Esa mujer es mía”, termina diciendo el coronel.

Evita se convirtió en un ícono capaz de permear los corazones y anidarse como un manto protector perpetuándose en generaciones –algunos se aprovecharon de su halo para otros fines, hay que decirlo–, sobre todo porque demostró que solo hay un forma de tener a raya al poder devastador de las clases dominantes: enfrentándolo, sin medias tintas ni eufemismos, puesto que no hay diálogo posible con aquellos que nada quieren escuchar por fuera de sus intereses, para los que el pueblo humilde es solo mano de obra a explotar o no consumidores para desechar.

Por eso no se la olvida, por eso vuelve una y otra vez como aliento, como salvaguarda, como imagen viva de quien borró el destino manifiesto que condenaba a los necesitados. En el cuento “Evita vive”, de Néstor Perlongher, Eva baja del cielo para convivir con prostitutas y drogadictos y les asegura que volverá varias veces para cuidarlos: “Grasitas, grasitas míos, Evita lo vigila todo, Evita va a volver por este barrio y por todos los barrios para que no les hagan nada a sus descamisados”.

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