Como se sabe, este 2020, las localidades y las playas de la costa argentina están y estarán rebosantes durante todo el periodo estival que suele estirarse hasta mediados de marzo. Las playas, claro, son la atracción principal –compiten de igual a igual con los boliches bailables– y tienen, al igual que el mar, un reflujo constante de gentes y, sobre todo, de jóvenes que amanecen allí luego de una juerga de ocho horas mínimo o llegan apenas levantados después del mediodía pero ya embebidos de algún alcohol. En este paisaje, los bañeros tienen tarea extra, que va más allá de lo habitual, es decir, cuidar de que nadie se ahogue o que ningún niño pierda a sus padres.
Uno de estos trabajadores veraniegos, al calor del lamentable suceso que conmocionó a buena parte de la sociedad argentina, la violenta muerte de un joven a manos de otros, pinta su aldea laboral deteniéndose en los detalles de su tarea cotidiana, fundamentalmente aquellos que nada tendrían que envidiar al clima de un cuadro de Brueghel.
Dice el bañero:
Esta es mi quinta temporada trabajando de Guardavidas en la playa que llaman “la del horror” y me gustaría contarles desde mi corta experiencia las cosas que vivimos a diario acá.
Muchos de nosotros levantamos bandera a las 8 de la maña y sabemos que llegar al puesto es una lotería, una caja de sorpresas, claro, todos los días tenemos un after en la playa con gente que salió la noche entera, la mayoría alcoholizados y drogados. Hemos tenido que meternos al agua sin todavía poder acomodarnos en nuestros puestos, vestidos y sin elementos de seguridad.
Llegar a la casilla y ver gente arriba, tomando, rompiendo e invadiendo nuestro lugar de trabajo y tener que buscar la forma de pedirles que se bajen de buena manera para que nadie se ponga violento con nosotros, es una tarea ya casi cotidiana.
Una ecuación repetida
El día comienza y aparecen las manadas de jóvenes con conservadoras cargadas de alcohol. Se escuchan los primeros megaparlantes sonar a todo volumen, se huelen los primeros porros, se ven los primeros “duros” y claro, los que siguen desde temprano “de rola” con la pastilla que nunca termina, están como un robotito repitiendo un paso que ni ellos ya controlan.
Nuestro trabajo no es solamente mirar el agua y que nadie se ahogue sino también atender primeros auxilios, pero pasamos de un corte, una picadura de aguaviva, una baja de presión, a limpiar espuma en la boca, atender comas alcohólicos, entablillar y trasladar en ambulancia a pibes con signos vitales indescifrables.
En lo que va de la temporada, en mi sector ya se pidieron más de cinco ambulancias para trasladar gente convulsionando. No es muy difícil la suma: alcohol más droga igual cocktail igual convulsión.
Un mezcladito de mil horas
En fin, prevención por acá, rescate por allá, no se metan ahí, criaturas solas en el agua, borrachos violentos, miles de nenes perdidos, gente invadiendo nuestro espacio de trabajo (delimitado), grupitos de pibes dando pelotazos en lugares mínimos, botellas que vuelan, etc. Tratamos de explicar amablemente cuando le llamamos la atención a alguien y las respuestas son cada vez más violentas, agresivas e insólitas. “eh! qué me tocas el silbato puto”, “yo me meto donde quiero”, “bueno para eso estás vos, para que mi hijo no se ahogue”, “30 minutos buscándote Mateo (5 años), donde te metiste tarado?”, “eh! loco pero quiero sombra, por qué no me puedo meter abajo de la casilla?, que ortiva!”. “Por qué me viniste a buscar? Yo puedo salir solo, soltame (con aliento a un mezcladito de mil horas)”.
El horror de lo que pasó
Y si, así trabajamos, a veces a punto de tomarnos a las piñas con turistas sobrepasados de excesos, cortando clavos y rogando que nadie convulsione en el mar y se fondee. Esperando que llegue la hora de irnos (a las 20) y saber que dejo la playa con una “previa” incontrolable, cargada de peligros y totalmente desprotegida.
A veces vuelvo agradeciendo que ni a mí ni ninguno de mis compañeros nos pasó nada, a veces vuelvo y no sé que contarle a mi familia para que no se preocupe, a veces el estrés y la angustia me sobrepasa y a veces soy un zombie que pone play y acepta la realidad que vivimos a diario.
En estos 5 años que estoy acá, esta escena se repetía todos los días, pero como siempre, en este país, el de los hijos del rigor, buscamos cruzar un límite para poner un límite. Esta vez el tristísimo punto final lo puso Fernando, el que abrió los ojos de todo un país para que en estos días llegara a la playa y viera un despliegue policial sin precedentes en Villa Gesell. Controles, cacheos, fuerzas especiales, helicóptero, como si se tratara de la entrada a un recital de rock.
La playa no es “la del horror” como le dicen, el horror es que tenga que pasar lo que pasó para que se tomen medidas como las que ya todos ven en los medios.