Desde su reciente estreno en la cadena Netflix, la serie surcoreana El juego del calamar (The squid game) se convirtió, como ya es sabido, en un fenómeno popular de dimensiones insospechadas desbancando a los grandes éxitos históricos de la plataforma. Tal cosa no es un hecho aislado, es parte del continuo despliegue global de la industria cultural de Corea del Sur, perceptible en la popularidad de K-Pop, los videojuegos, y claro, en el cine, que ya tuvo su “aprobación” y su bendición en Hollywood con el Oscar otorgado en 2019 al film Parasite, de Bon Joon-Ho.
Habitando un mundo que los dejó afuera
La plataforma líder del entretenimiento vacuo ya había conocido este tipo de fenómenos con, por ejemplo, la detestable La casa de papel, una serie española que cínicamente enarbolaba el estandarte de la justicia y de la libertad para los desfavorecidos, pero que ostensiblemente lo hacía entendiendo esos conceptos desde la brutal lógica de la economía neoliberal “libertaria”.
Un discurso, por otra parte, hoy (peligrosamente) muy en boga en la Argentina mediática y electoral. Pero El juego del calamar, más allá de sus falencias, no es eso. Entre lugares comunes, estereotipos y refritos, la serie surcoreana logra cargar las tintas en puntos clave del desastre contemporáneo. A pesar del aroma a reciclaje calculado milimétricamente, en ciertos aspectos, incomoda.
El eje de la anécdota es más que conocido. E incluso se ha viralizado mas allá de sus marcos de restricción específicos, ingresando en el mercado infantil (a donde claramente no iba dirigida) a través de youtubers y gamers que replican y citan a la serie en innumerables juegos y videos que atiborran la red con trajecitos rojos, máscaras y juegos competitivos y violentos.
El relato se basa en la historia de un grupo de personas expulsadas del sistema por el endeudamiento, que son reclutadas para participar en una serie de juegos de los que desconocen las reglas hasta el momento de jugarlos. Aisladxs del mundo, estxs desfavorecidxs se ven viviendo un día a día aterrador en el que deberán hacer frente a distintos juegos en los cuales perder implica la muerte. Ser eliminadxs del juego es ser asesinados a sangre fría. Pero el hecho es que, si la mayoría estuviese de acuerdo, podrían abandonar la competencia y volver a sus vidas sin inconveniente.
¿Por qué no hacerlo entonces? ¿Por qué seguir ese juego perverso si es posible acordar el cierre? Porque, claramente, quien gane será acreedor de un premio multimillonario. Y puesta en la balanza, la muerte que le espera a quien pierda, no sería tal vez más dramática que lo que les espera de regreso al mundo de las brutales asimetrías económicas. Un mundo del que ya han quedado afuera.
Un desvío de la norma que se vuelve original
Nada nuevo en todo esto. Ecos de la Batalla real de Kenji Fukasaku, de la saga Los juegos del hambre, de El cubo y de muchas otras, incluso varias asiáticas, coreanas o japonesas más o menos recientes. Tampoco es posible encontrar aquí una construcción y un desarrollo singular de los personajes, ya que cada uno se moverá dentro de los parámetros fácilmente establecidos por cada estereotipo.
E incluso, como en la mayoría de estas propuestas, cada personaje puede representar un determinado rol social, un tipo, una pieza dentro del esquema (en este caso) de la desigualdad. Planteado el personaje como mera función reducida al clisé, ya no habrá mucho que desplegar dramáticamente más allá del marco alegórico evidente.
En estos aspectos, El juego del calamar en nada difiere del conocido modelo de producción de Netflix: reciclaje vacuo a modo de pastiche, estereotipos, y poco sustento. Una máquina de procesar y reprocesar hasta el hartazgo recursos “eficientes” ya probados, sujetos siempre y categóricamente a la lógica de la obsolescencia, la instantaneidad y el rápido reemplazo.
Pero es allí que a decir verdad, para ser justos, esta serie logra salir algo airosa de esta lógica. Como supo hacerlo ya el cine surcoreano, con el juego con los lugares comunes de género y con la espectacularidad del cine de Hollywood, por momentos, alcanza ciertas aristas que lo desbordan. Quizás, claro, eso no alcance para explicar la dimensión global del fenómeno, pero sí habla un poco a las claras de la pobreza del panorama actual, dentro del cual un pequeño desvío de la norma es la única originalidad esperable.
La devastación meritocrática del neoliberalismo en un colorido espectáculo
Uno de los puntos fuertes de la serie es la puesta en forma de los juegos, una tergiversación perversa y espectacularmente colorida de juegos infantiles clásicos, devenidos ahora en la brutal arena de la competencia a muerte neoliberal. Con eso es la infancia misma el territorio apropiado para la educación en el individualismo predatorio y meritocrático (véase, a propósito, la posterior apropiación de youtubers y gamers).
En ese mundo, desde ya, no hay salida. Hay víctimas y verdugos, pero no hay lugar para los héroes ni las heroínas. Pero es allí también que los estereotipos dibujados logran desbordarse. Porque la extrema perversidad del juego no es tanto el posible destino de la muerte, sino el intento de demostrar que en este mundo no es posible la solidaridad.
Cada quien será puesto frente a sus compañías elegidas, a sus afinidades, y solamente para confirmar que en este mundo el éxito individual no es sino la consumación de la devastación ajena. E incluso allí, es esa misma devastación meritocrática del neoliberalimo lo que sustenta y se deja ver en el colorido espectáculo de los medios contemporáneos. Es decir, la carnicería misma es el espectáculo en boga.
En ese punto, quizás por encima de sus propias intenciones (y no sin cierto cinismo), El juego del calamar se vuelve autorreferencial.
El juego del calamar / Netflix / 1era Temporada / 9 episodios
Escrita por Hwang Dong-hyuk
Intérpretes: HoYeon Jung, Lee Jung-jae, Seong Gi‑Hun, Gong Yoo