Todos hemos tenidos nuestras citas adolescentes en la esquina de Córdoba y Sarmiento; pero la cuestión es otra y está despojada de todo romanticismo: una empresa de capitales extranjeros decidió cerrar su sucursal en Rosario y deja sin trabajo a ciento diez personas. Ciento diez personas –y sus familias– que en poco tiempo se quedarán sin ingresos.
Entonces, el problema no es que queda vacía una esquina tradicional ni tampoco se justifican ciertas asociaciones ligeras –otra empresa que se va, otro comercio céntrico que baja la persiana–, que solo abonan el terreno para invertir las culpas o, a lo sumo, de atribuírsela a algo inanimado como la crisis, cuando la crisis es algo que generan los poderosos y no la sufren.
El representante de una cámara empresaria –cuyo nombre olvidar quiero– se monta en esos caballitos de batalla, que de tanto repetirse se pretenden afirmar como verdades: Argentina es un país que no da seguridad a la inversión privada, cierta alusión al “costo laboral” y la reivindicación de que “los empresarios damos trabajo”, entre otras cosas.
Falabella se va después de más de dos décadas en las que seguramente ha ganado y bien –si no, se hubiera marchado antes– y, como toda empresa extranjera, fue llevando a sus casas centrales las ganancias que cosechó aquí. En las buenas, no reinvirtió: fugó; y, en las malas, se las tomó. No hay un ápice de sensibilidad.
Respecto del “costo laboral” término que de tanto machacar a veces termina repitiéndose en la boca de asalariados; no es tal: son derechos, es trabajo formal, con cargas patronales y cargos para los empleados; más impuestos y tasas, que permiten el funcionamiento del Estado –ese al que le piden “presencia”: más policías y garrotes en la calle– y la prestación de servicios.
Me permito pensar que ese “costo laboral” es lo que se le ha podido arrancar –a lo largo de la historia de luchas gremiales y políticas de gobiernos populares– a la codicia de los empresarios. Y no creamos que es mucho. Hubo en la historia día más felices, que siempre queremos que vuelvan.
No nos sintamos culpables de tener vacaciones, de cobrar aguinaldos y de levantarnos más tarde y hacer un asado un feriado.
Y, por último, sepan que “no nos dan trabajo”, sino que necesitan de nuestro trabajo: en Falabella eran necesarias vendedoras y vendedores, cajeras y cajeros, personal de maestranza y demás. Y eso no es una dádiva, porque sin ellas y ellos hubiese sido imposible que abriera sus puertas todos los días. Se trata de una relación sujeta a convenio, con compromisos recíprocos, que –va de suyo– por lo general incumplen las patronales.
Entonces, no se van porque la Argentina es insegura para inversores y tiene un alto costo laboral. Se van porque solo piensan en sus intereses y en maximizar sus ganancias. Puro cálculo, cero sentimiento
De ahí que, bueno, por ahí cabe alguna lagrimita emotiva por aquella noviecita a la que esperamos en la esquina –y hasta cierto deseo de preservar un patrimonio histórico, que no es más que un edificio oligarca y perdón por el exabrupto–; pero lo cierto es que dejaron en la calle a ciento diez trabajadoras y trabajadores.
Ciento diez, que se las van a ver en figuritas para llenar la heladera, mandar pibes y pibas a las escuelas, pagar la luz, el agua y el gas, y –en muchos casos– alquileres.
Y si me preguntan, por ellas y ellos sí me permito no sé si llorar, pero sí largar unas cuantas maldiciones para sus exempleadores.