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Feliz, Navidead

Roki Bigiolli /Especial para El Ciudadano

“…yo voy del infierno al sol”

Remigio sale a caminar. Fuma unas secas, se pone los Sennheiser de vincha y los acopla a un viejo reproductor de mp3 cargado con discos de Huey Lewis and the News. Le gusta caminar escuchando esa banda. Últimamente lo único que revuelca sus pensamientos es la idea de reventar su cuello ahorcándose desde el tirante que cruza el techo de su trabajo en quiebra.

Un final clásico, sin épica. No sabe más que hacer…o sí. No reconoce con certeza qué le pasa, pero a sus cuarenta y tantos el suicidio repentinamente es una opción. Camina por Avenida Francia dirección sur, antes de llegar a Presidente Perón frena, mira el cielo que está color celeste sábana vieja. Traspirando y con el barbijo en la pera entra al cementerio El Salvador, encuentra un banco a la sombra de un arbolito y se sienta a contemplar panteones viejos. Fue a buscar el de su abuelo, el nono católico ultramontano.

Valeriana se calza los in-ear inalámbricos. Escucha desde un celular estallado su playlist creada: Nicki Nicole, Manu Piró, la Chulimane encabezan y acompañaran su divague. Sale a la calle, camina y patea las bolitas secas de los plátanos que minan la vereda. Recuerda los caños que se tiraban con Pablo de camino a la escuela primaria.

Hace unos días perdió a su hermano mayor en un accidente de moto. Valeriana cruza avenida Pellegrini, corta sendero por el parque Independencia y entra al cementerio. Es una tarde estival de jueves y el camposanto está desierto de visitantes. Casi desierto. Descansando en un banquito a la sombra, frente a un panteón familiar está un tipo que lleva el barbijo en la pera. Se miran, no hay saludo. Están en canciones diferentes.

El Anguila Manuel sentado. Sobre su escritorio reposan el termo de Ñuls, el mate de silicona y una radio portátil sintonizada que le trasmite por auriculares un tango de Agustín Magaldi. La letra de la canción reza unos versos fúnebres de un padre que despide a su hijo asesinado.

Ahora le gusta el tango al Anguila Manuel, antes no. Antes adolescente, era punk y con los pibes se colaban al cementerio en las noches de invierno para aspirar poxiran entre los nichos y profanar tumbas viejas; ahora adulto, es el portero del panteón Centro de Unión de Dependientes en el cementerio El Salvador. Ahí está hoy sentado viendo pasar los días, padeciendo su diabetes de mambo criminal y escuchando tangos fatales. El precario embole del empleado público.

“Hace frío, ¿verdad, m’hijo?, ya se está poniendo oscuro…”

Valeriana zigzagueando. Deambula por los pasillos del cementerio y la mente. Entre nichos y tumbas de familia que ya no existen piensa qué va a ser de su vida sin la presencia de su hermano Pablo. Lo quiere recordar siempre enfiestado, arengando el baile y la joda. Metiéndole el dedo de cristal a la llaga de los infelices. Pero ahora está cremado y resulta que hay vida sin vida, vida después de la vida. Ella es muy joven para estar en luto de un feliz, para estar luteando a un hermano.

Piensa con bronca, ¿para qué mierda me meto en un cementerio?, entonces frena la marcha frente al ingreso de un gran panteón social, está escuchando en su playlist una canción alegre. Mira a un hombre sentado detrás de un escritorio que la mira también. No le gusta el gesto que tiene ese hombre en su cara abatida. Se retira del lugar y comienza a llorar.

Hoy el Anguila Manuel posó su culo sobre un pan dulce. El pan dulce que viene en la caja navideña del sindicato quedó hecho escombros dentro del paquete. El Anguila Manuel putea a su suerte pero también se ríe de su desgraciada imprudencia. Odia las fiestas de fin de año, extraña las noches juveniles en errantes aventuras de la nada.

Desde su escritorio ve a una piba adolescente que se para en la puerta de ingreso al panteón y lo mira. Agustín Magaldi desde la radio portátil lamenta en el oído del Anguila Manuel la siguiente frase: “Arrodiyesé y le reza pa’ que Dios no lo abandone y suplique por las almas que precisan luz y paz”. Nunca había contemplado tanta tristeza como la que hay en la mirada de esa piba que se fuga de su vista. El Anguila Manuel apaga la radio.

Remigio encandilado. Un ridículo rayo de luz solar le pega directo en la pupila, se quita los auriculares y con la muñeca derecha refriega su ojo cegado. Está en el subsuelo del panteón social Centro Unión de Dependientes buscando el nicho de su nono. Es sabido que la luz del sol ingresa de una manera particular allí abajo, artista y lúgubre. Remigio encuentra en una de las paredes un nicho abierto, el agujero negro lo llama con un sonido vacío. Se acerca y al observar la oscuridad del sepulcro se le dispara una ocurrencia: si me suicido acá en el cementerio, nadie se va a dar cuenta. Me meto en algún nicho abandonado y con una sobredosis de pastillas termino con todo, además me ahorro el trámite de sepelio y apostasía. Remigio vomita una carcajada que rebota por los pasillos del subsuelo. Se acuerda que a veces puede ser divertido estar viviendo con él mismo.

“Quiero una nueva droga, una que no me lastime la cabeza…”

Pausa a la música. Valeriana se saca los in-ear. Se enjuga las lágrimas y los mocos con su remerón de A$AP Rocky. Se da cuenta que perdió el barbijo, no le importa. Busca un poco de sombra, la que proyecta un cristo de granito. Se acomoda el pelo, arma su mejor sonrisa, aleja un poco el celular y se dispara una selfie. Aunque tenga los ojos hinchados por llorar, ella se ve linda. Va a subirla a una historia en Instagram.

Cuando termina de escribir sobre la foto “Feliz Navidead” observa que en el fondo de la imagen, como un espectro, aparece un tipo que viene cagándose de risa. Levanta la cabeza y ve pasar al tipo del barbijo en la pera que se da vuelta y le hace un saludo con la cabeza, una especie de reverencia. Valeriana no le devuelve el saludo pero lo observa irse. Parece que va bailando mientras camina. Ahora Valeriana se ríe en serio y sube la historia a su red social.

El Anguila Manuel se sobresalta. Una carcajada emerge desde del subsuelo del panteón. Rato antes había ingresado un tipo que dijo ir a visitar a su abuelo. Otro falopa que la viene a flayear al cementerio, piensa el Anguila contrariado por la carcajada pero riendo. Estira las piernas. Mañana es nochebuena y todavía no le compró un regalo a su sobrina.

Siempre a último momento vos, y ¿con qué mato el embole mañana a la noche?; necesito una droga nueva, una que no me queme tanto la cabeza, o mejor sí. La droga del amor se la llevó Raquelita cuando se fue de casa, el Anguila se flagela el ánimo con pensamientos. Un nuevo sobresalto lo caza en su ensimismamiento, aparece el tipo de las risotadas que se dispone a salir del panteón para volver al calor de un diciembre siempre crítico. El tipo antes de irse se da vuelta, le sonríe con el barbijo en la pera, se quedan mirando una fracción de segundos. Una incómoda y cómplice fracción de segundos.

Remigio tentado. Asfixiándose con su risa y el olor a flores muertas emprende la retirada, el ascenso al exterior. A su abuelo no lo encontró, seguramente está depositado en los nichos de los pisos superiores, no lo recuerda. Entonces será en otro momento Nono, o será en otra vida. Le habla en pensamientos a su abuelo perdido entre tantos finados.

Remigio se quiere ir. Ya en la superficie va caminando hacía la salida y ve al portero sentado, está extraviado vaya a saber en qué mambo, junto a él hay un pan dulce aplastado. Nuevamente la tentación de la risa entra en erupción. Remigio la contiene y cuando le pasa por al lado frena. El portero se sobresalta, se miran brevemente hasta que Remigio augura:

—Que tenga feliz navidad, amigo.

—Sí bueno, dale. Le responde el portero en odioso agradecimiento.

Nuevamente explotan las carcajadas en el panteón, esta vez es de a dos.

 

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