Por Alejandro Duchini / Especial para El Ciudadano
Escribo esta columna mientras escucho 31 canciones en Spotify. Así se llama otro de los libros de Hornby en el que da cuenta de su otra pasión, la música: como con el fútbol en Fiebre en las gradas, en 31 canciones Hornby -profesor de Literatura de 67 años- se da el gusto de contar por qué y cuáles canciones lo marcaron. Hornby pertenece a la envidiable cofradía de los que escriben sobre lo que les gusta. En 31 canciones va desde Bruce Springsteen a Santana y Rod Stewart.
Pero volvamos a Fiebre en las gradas, cuya edición en español de Anagrama (se tradujo en el 92 pero a la Argentina llegó recién a mediados del 2000) tiene en portada una foto suya de pequeño. El libro está dedicado a sus padres. Cuenta en sus páginas que cuando ellos se separaron, la forma que encontró para mantener el vínculo paterno fue la cancha del Arsenal. O por ejemplo, refiere a su fanatismo al contar que no sabía qué hacer el día en que su mejor amigo se casaba en el mismo horario en que jugaba el Arsenal.
“Me enamoré del fútbol tal como más adelante me iba a enamorar de las mujeres: de repente, sin explicación, sin hacer ejercicio de mis facultades críticas, sin ponerme a pensar para nada en el dolor y en los sobresaltos que la experiencia traería consigo”, dice en el inicio del libro. Cualquiera que ame a un club sabe de qué se trata: no hay razón para explicar o justificar por qué se cometen o se piensan las locuras que se cometen o se piensan en el fútbol.
Fiebre en las gradas es para disfrutar: no tiene sentido leerlo para horrorizarse de lo que escribe Hornby. Se puede coincidir o no, pero no hay duda de que es un libro visceral que a los futboleros nos sirve para entender que no estamos locos ni solos en lo que hacemos o sentimos por nuestros equipos. O si, estamos locos, pero no está mal un poco de locura.
Leí Fiebre en las gradas después de mi divorcio. Me recluía en mi departamento de soltero para leer la cantidad de libros que no podía leer antes, o para pasar el tiempo de la mejor manera posible. Llegaba a leer dos o hasta tres libros diarios cuando no trabajaba. Con Fiebre en las gradas entendí que no estaba mal aquello que la sociedad pensante cuestionaba: ser un fanático futbolero. Así que de alguna forma seguí yendo a la cancha pero sin culpas. Porque la cancha me permitía en algún punto seguir siendo el pibe o el adolescente que había sido, ahora con hijos y con unos cuantos años más. Con el tiempo, el fútbol sería (es) otro lugar de encuentro con mis hijos.
Hornby escribe que “hay una cosa que tengo por segura en esto de ser un hincha: no se trata de un placer indirecto, a pesar de que todo parezca indicar lo contrario. Los que digan que prefieren jugar, en vez de ir a ver un partido, yerran por completo. El fútbol es un contexto en el que ver se convierte en hacer, y no en el sentido aeróbico del término, ya que ver un partido, fumar como un descosido mientras dura el encuentro, beber después del partido, comer patatas fritas en el camino de vuelta a casa, seguramente son actividades que no te harán ningún bien, como sí lo haría un poco de ejercicio al estilo de Jane Fonda, o como se supone que hace bien corretear de un lado a otro por el campo. Pero cuando se da un triunfo de uno u otro tipo, el placer no irradia de los jugadores a los hinchas, no llega de forma pálida y aminorada hasta los que estamos al final de las gradas; nuestra diversión no es una variante aguada de la diversión del equipo, por más que sean los jugadores los que marcan los goles y suben después las escaleras de la tribuna de Wembley para recibir el saludo de la princesa Diana. La alegría que nos inunda en tales ocasiones no tiene nada que ver con la celebración de la buena suerte que hayan tenido otros, sino que es una celebración muy nuestra. Cuando se produce una derrota desastrosa, la tristeza que se apodera de nosotros es, en efecto, una forma de autocompasión. Todo el que aspire a comprender de qué manera se consume el fútbol tiene que entender esto antes que ninguna otra cosa. Los jugadores no son más que nuestros representantes, elegidos por el entrenador y no designados por nosotros, a pesar de lo cual siguen siendo nuestros representantes. A veces, si uno mira con verdadero tesón, logra ver las barras que los unen línea por línea, y los mangos que desde la banda nos permiten moverlos. Soy parte del club tal y como el club es parte de mí, y lo digo a sabiendas de que el club me explota, de que no tiene en cuenta mi punto de vista, de que a veces me trata como a un cero a la izquierda, de manera que mi sentimiento de conexión orgánica con el club no tiene nada que ver con la tozudez, la confusión y otros malentendidos sentimentales en torno al funcionamiento del fútbol profesional”. Y después: “Aquel triunfo en Wembley me perteneció a mí tanto como perteneció a Charlie Nicholas o a George Graham (¿recuerda Nicholas aquella tarde con tanto cariño como yo, teniendo en cuenta que Graham prescindió de su concurso al comenzar la temporada siguiente, para traspasarlo al mejor postor?), y me lo trabajé tan a fondo como ellos. La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde. Por eso aprecio con más dulzura por qué sigue brillando el sol cada vez que la recuerdo”.
Sobre las páginas finales del libro, Hornby da cuenta del paso de los años, de cómo cambió su vida, de qué cosas hace ahora que antes no. Habla de sus lecturas, de sus obligaciones. De sus amores. Pero con el fútbol como telón de fondo.
Pensando en su pasión, recordando su vida en palabras (Spinetta decía toda mi vida resbala en seis cuerdas), escribiendo una suerte de ensayo, Hornby hace una obra maestra que nos provoca ganas de leer sus otras novelas.
Porque el fútbol sirve para otras cosas: en este caso para descubrir las historias. Asique aprovecho al fútbol (que siempre aprovecha de mí) para recomendarles que lean a Hornby. Lean su Alta fidelidad, Un gran chico, su irónica Cómo ser buenos o Todo por una chica. Y tantos tantos más. Sus columnas en distintos medios, que se encuentran en Google. Pero sobre todo lean -más allá de si les gusta el fútbol- Fiebre en las gradas.