Cuando Francia, el Reino Unido y Estados Unidos acaudillaron la reacción occidental a las matanzas de opositores perpetradas en Libia por Muamar Gaddafi, algunos observadores creyeron ver el nacimiento de una nueva doctrina de guerra. La ecuación era sencilla: la comunidad internacional ya no aceptará que un dictador asesine a civiles inocentes y acudirá en apoyo de los reclamos democráticos de éstos, incluso con las armas. El voto de los países mencionados se plasmó en la resolución 1.973 del Consejo de Seguridad, con la llamativa abstención de Alemania y la más opaca de los grandes países en desarrollo, como China, Rusia, India y Brasil, que, pese a sus habituales declamaciones, a la hora de la verdad decidieron sacar su mano del plato ajeno.
La justificación para ir a la guerra y, aunque el texto de la ONU no lo dijera, derrocar o hasta matar al dictador, fue, así, humanitaria. Con todo, como lo expuso en su momento este diario, correspondía, en cambio, poner la lupa en el carácter de Libia como principal productor de petróleo de África, en su rol clave como proveedor de crudo de alta calidad para Europa y en el temor a que Gaddafi expulsara a las petroleras europeas y norteamericanas como represalia por reacciones políticas occidentales que lo habían considerado prematuramente un muerto político.
La sospecha se basaba en esos datos de análisis, en la historia ya conocida de Irak y, sobre todo, en el doble patrón que castigaba al monstruo de Trípoli mientras se les soltaba la mano a otros de sus pares, tan ominosos como él.
“Vergonzosa inacción”
The Washington Post puso el viernes el grito en el cielo ante el regocijo de las fuerzas de seguridad sirias en practicar tiro al blanco con los manifestantes prodemocráticos, que dejó 129 muertos el fin de semana (352 desde mediados del mes pasado). “Vergonzosa inacción de Estados Unidos ante las masacres en Siria”, tituló su editorial el influyente periódico. Además, llegó al extremo de acusar a la administración de Barack Obama de “haberse puesto en los hechos del lado del régimen contra los manifestantes. En lugar de repudiar a (Bashar al) Asad y dar pasos concretos para debilitarlo, propuso, de manera cada vez manos plausible, que su gobierno ponga en marcha reformas significativas”.
La crítica es radical e ignora, por caso, una revelación reciente de Wikileaks, según la cual el Departamento de Estado viene financiando al menos desde 2006 a grupos de la oposición siria, sin que, al menos hasta septiembre del año pasado, Obama haya dado marcha atrás con una política iniciada por George W. Bush. Con todo, el sangriento fin de semana vivido en Siria actualiza y vigoriza las sospechas originales. Si las matanzas de Gaddafi ameritaron una virtual declaración de guerra, ¿por qué Occidente no actúa así en el caso de Siria, Yemen, Bahrein y otros? ¿Cuántos muertos serán suficientes para aplicar la “nueva doctrina”?
José María Aznar, uno de los grandes protagonistas de la saga iraquí, expuso con claridad estas dudas. ¿Por qué –se interrogó– Occidente castiga a “un amigo extravagante” como Gaddafi mientras premia a los enemigos (Siria, Irán) dejándolos matar con libertad a sus opositores? No hubo respuestas.
El petróleo, se dijo, es una explicación contundente. ¿Cómo entender, si no, que se apueste (o casi que se ruegue) por reformas en uno de los regímenes más cerrados y represivos del mundo musulmán, recordando las antiguas conjeturas de que Al Asad podría ser efectivamente un reformista? Antiguas, muy antiguas. A poco de suceder a su padre, Hafez, en 2000, quedaron claras sus intenciones de mantener incólume un régimen instalado con mano de hierro hace medio siglo.
Dictadura
El propio Departamento de Estado volvió a condenar duramente a Siria en su informe sobre el estado de los derechos humanos en el mundo en 2010, divulgado este mes. Dictadura, falta total de división de poderes, represión política, votaciones plebiscitarias amañadas, asesinatos por parte de las fuerzas de seguridad, detenciones ilegales, desapariciones forzadas, tormentos, censura, inexistente libertad de expresión y culto, discriminación a mujeres y minorías, respaldo al terrorismo…; todo eso y mucho más se describe con lujo de detalles a lo largo de 107.535 sustanciosos caracteres. ¿En qué habrá basado Hillary Clinton su fe en las buenas intenciones del tirano? ¿Estará hoy definitivamente desilusionada?
El problema es que el régimen de Siria es un animal más difícil de domesticar que el de Libia. Su caída debería ser bienvenida: según Estados Unidos e Israel, financia desde hace largo tiempo a grupos como el libanés Hezbolá y el palestino Hamas, y sus servicios secretos han sido acusados por el asesinato del ex primer ministro libanés Rafic Hariri, perpetrado en 2005. El problema es que, además, es el principal aliado de Irán, por lo que aplicarle la “receta libia” podría colocar a Medio Oriente al borde de una guerra de final impredecible.
Si Siria podría considerarse un caso especial, veamos lo que ocurre con Yemen, cuyo dictador, Ali Abdalá Saleh, hizo liquidar a 130 opositores sólo en lo que va del año.
Saleh ha sido el gobernante de Yemen del Norte desde 1978 y siguió en el poder sin solución de continuidad desde la unificación del país en 1990. Ha sido (¿aún lo es?) un aliado muy valorado por la Casa Blanca en la lucha antiterrorista, dado el fuerte activismo de Al Qaeda en el país.
A esta altura, el hombre ya es un amigo, más que “extravagante”, verdaderamente impresentable. Sin embargo, mientras Obama, Nicolas Sarkozy y David Cameron rechazan cualquier negociación en Libia, el Consejo de Cooperación del Golfo (donde Arabia Saudita talla fuerte) intenta, con apoyo occidental, abrir allí una transición política que incluiría nada menos que garantías de inmunidad legal para el tirano y todo su entorno familiar y político.
Más que una nueva doctrina militar y las altas aspiraciones morales prometidas, lo que queda es un espectáculo descarnado de intereses económicos, malos cálculos políticos, impotencia estratégica y enorme improvisación. Poco, muy poco, que mostrar con algo de orgullo.