Ricardo Haye *
Es sorprendente la cantidad de epidemiólogos e infectólogos que se han graduado en las últimas semanas en la muy concurrida universidad de la calle.
¿A usted no le llama la atención?
La primera actividad de estos nuevos “profesionales” es presentarse ante las cámaras y micrófonos de los medios para dar detalles y explicaciones sesudas sobre una pandemia de la que no saben un corno.
En realidad, tampoco es para creerse que esto nació con el coronavirus. Siempre ha habido una legión de sabelotodos que opinan de fútbol, de gastronomía, de cine, política, economía y que, a la primera de cambio son capaces de querer revelarnos los secretos de los agujeros negros o de la vida eterna.
No decimos que sean capaces de enroscarnos la víbora –no vamos a darles tanto crédito– pero estos sabihondos se creen con la autoridad y el conocimiento suficientes para hablar de todo y más aún.
Y como tienen tan internalizada esa convicción, predican con mayor convicción que los Testigos de Jehová.
A veces cuesta distinguir si hablan para conquistar esos pocos minutos de notoriedad que siempre anhelaron, si lo hacen por alguna deficiencia neurológica o por pura incontinencia verbal, es decir: por mera charlatanería. Póngalos usted frente a los doctores Pedro Cahn o Eduardo López y verá enseguida cómo muestran la hilacha.
El virus con corona sacó a relucir expertos en cuestiones sanitarias, en investigación científica, en políticas de prevención, en tratamientos médicos y en geopolítica. A los tipos (y a las tipas, que no hay que discriminar por género) no se les mueve un pelo por hacer afirmaciones temerarias, extravagantes o paranoicas.
Finalmente a los terraplanistas les salió una competencia fuerte.
Es la que te dice que los chinos largaron el virus intencionalmente para acabar con el capitalismo; que el mayor inversionista en el desarrollo del virus fue Bill Gates; que la pandemia está teledirigida a los viejos para darles aire a las obras sociales de los sindicatos; que todo esto es un invento para dejar mal parado a Macri; que detrás hay una confabulación de la sinarquía internacional aliada con fuerzas alienígenas, y cualquier otra cosa sin comprobación o sustento alguno. ¡Y no faltan quienes asienten, impávidos y convencidos, ante la pantalla a la que están abrochados durante el confinamiento!
Lo mortificante de la situación es que algunas de las personas que participan de estas movidas son o ejercen de periodistas. Lo que nos recuerda que, al fin de cuentas, los periodistas también somos casi humanos, ¿no?
Uno cree que no se insiste lo suficiente en que hay que tomar precauciones ante la información circulante. No hay que meterse al buche todo lo que hay dando vueltas por ahí. ¡Y mucho menos creérselo…! Reservarse una dosis de desconfianza es actuar en defensa propia.
Sobre todo cuando recordamos las palabras de Umberto Eco criticando duramente a internet por generar una “invasión de imbéciles”. El semiólogo italiano fustigaba apasionadamente a las redes sociales por haberle dado “el derecho de hablar a legiones de idiotas”.
Los excedentes informativos obturan nuestra capacidad de absorción y comprensión de los hechos. Si la inanición periodística es desaconsejable, la saturación tampoco en benéfica: el exceso puede ser el recurso que anule nuestro derecho a estar informados. Y la situación tiene consecuencias mucho más graves cada vez que elegimos fuentes poco confiables o probadamente manipuladoras de las noticias.
Cuando el médico nos receta algún remedio, también nos marca la posología del menjunje: establece la cantidad que debemos tomar y marca el intervalo entre una ingesta y la próxima.
Con el consumo periodístico debería ocurrir algo similar para protegernos de la sobreinformación e incluso de la exposición a noticias adulteradas, que vendrían a ser el equivalente de los medicamentos truchos.
(*) Docente-Investigador de la Universidad Nacional del Comahue. De vaconfirma.com.ar