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Fríos números que expresan realidades candentes: la Navidad que nunca llega

Al acercarse las Fiestas, los $72.365 que constituyen el monto de la canasta básica total para un hogar de 4 integrantes según datos del Indec de noviembre, demarcan la línea divisoria entre el gozo y la desesperación, la ilusión y el certero golpe de realidad que escapa a todo tipo de especulación

Elisa Bearzotti

 

Especial para El Ciudadano

 

Las estadísticas suelen acosarnos con la frialdad de los números, y muchas veces tienden a paralizar, con su contundencia, todo tipo de cualidad reflexiva. Pero hablar de un 50% de pobreza en nuestro país tiene otras connotaciones cuando se acercan las Fiestas. La sensibilidad se pone a flor de piel en el momento de pensar en la mesa navideña, los regalos para hijos y nietos, la decoración del árbol que simboliza la esperanza y el rencuentro. Entonces los números dejan de ser meras entelequias para transformarse en falta de posibilidades, un cúmulo de frustraciones e imagen del destierro del siempre idealizado territorio de la clase media. En estos días, los $72.365 que constituyen el monto de la canasta básica total para un hogar de 4 integrantes según datos del Indec de noviembre 2021, demarcan la línea divisoria entre el gozo y la desesperación, la ilusión y el certero golpe de realidad que escapa a todo tipo de especulación.

La situación empeoró después de la pandemia. Según recientes estimaciones del Banco Mundial sus efectos negativos, sumados a la crisis económica que sufre nuestro país desde hace tiempo, hicieron que 1,7 millón de personas cayeran de la clase media y pasen a una situación de mayor vulnerabilidad. El trabajo precisó que antes de la crisis sanitaria, el 51% de la población era considerada de clase media, mientras que el efecto económico del coronavirus y las medidas de aislamiento social redujeron ese porcentaje a cerca del 45%. El informe del Banco Mundial, titulado “El lento ascenso y súbita caída de la clase media en América Latina y el Caribe”, destacó el efecto de la pandemia en el nivel de vida de los países de la región, y estimó que “es probable que la crisis de 2020 revierta en poco tiempo muchos de los logros sociales que tardaron muchos años en materializarse”. En ese sentido agregó que “en las últimas dos décadas, la región había visto reducirse a casi la mitad el número de personas viviendo en la pobreza, y aumentar el tamaño de su clase media”, situación a la que será difícil retornar en el corto plazo.

En el mismo sentido apunta un informe realizado por Unicef afirmando que la pandemia de coronavirus golpeó a los infantes en una medida sin precedentes, convirtiéndose en la peor crisis que el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) dijo haber observado en sus 75 años de historia. En sus conclusiones estimó que “una asombrosa cantidad de 100 millones de niños ahora viven en pobreza multidimensional debido a ella, lo que representa un aumento del 10% desde 2019”.

“El recorrido para recuperar el terreno perdido será largo”, advirtió la gerente general de la organización, Henrietta Fore, y agregó: “El número de niños que tienen hambre, no van a la escuela, son abusados, o se ven obligados a casarse está aumentando, como así también los que no tienen acceso a la atención médica, las vacunas, la comida y los servicios esenciales”. Pero, ¿qué significan esos números en la vida real? En Argentina nos hemos habituado a movernos entre realidades alternativas, adaptando nuestro cerebro a un esquizofrénico ajuste mental al momento de ver un alambrado separando una “villa miseria” de un lujoso barrio cerrado; barrios marginales al lado de torres exclusivas cuyas expensas mensuales igualan o superan la canasta básica familiar; hombres arrastrando pesados carros mientras esquivan autos de alta gama; la ausencia de oportunidades laborales de cientos de miles de jóvenes frente a la proyección de unos pocos que han podido asistir a colegios exclusivos o poseen “contactos” debido a su familia y amigos. Sin embargo, por más acostumbrados que estemos, la herida no para de sangrar y la hemorragia simbólica se visibiliza en inestabilidad política, crisis económicas a repetición y suma de injusticias varias. Lo mismo se podría afirmar al extrapolar esta situación a un nivel más general, mirando el mundo en su conjunto de disparidades e inequidades, que la actual pandemia no hizo más que profundizar.

Un ejemplo es la aparición de la nueva variante Ómicron en Sudáfrica que, si bien en apariencia no reviste una gravedad mayor a las anteriores, alerta sobre la imparable mutación del virus allí donde menos posibilidad hay de conseguir vacunas. Según el secretario general de la ONU, António Guterres, el desigual reparto de inmunizantes es lo que transforma a África en un “caldo de cultivo de las variantes” del coronavirus, tal como se evidenció con el surgimiento de Ómicron. A pesar de ello en lugar de enviarse más dosis a las regiones afectadas, existe el temor de que el círculo vicioso acelere su marcha y aquellas naciones con más stock aumenten el acopio y ralenticen las donaciones directas o a través del Covax, el mecanismo impulsado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) para achicar la brecha en el acceso. La desigualdad actual es alarmante: más del 80% de los inoculantes fueron a países del G20, mientras que los de bajos ingresos recibieron el 0,6%, según viene denunciando desde hace mucho el director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus. A esto se suma la dificultad que tienen los países más pobres para producir sus propios sueros debido al monopolio de patentes que detentan las grandes farmacéuticas. En este sentido, en octubre del 2020 India y Sudáfrica presentaron una iniciativa ante la Organización Mundial del Comercio (OMC) para suspender temporalmente las patentes de las vacunas y tratamientos contra el coronavirus, la cual aún sigue frenada por decisión de un pequeño grupo de países industrializados, especialmente la Unión Europea, Reino Unido y Suiza.

Quizás por esto, hoy más que nunca cobra sentido la Navidad. Si le quitamos el falso ropaje que la envuelve, plagado de brillos fatuos, luces de colores, compras compulsivas y hombres de barbas blancas con insensatos abrigos invernales, descubriremos por fin a un niño en un pesebre. En su debilidad percibiremos la nuestra, en su despojo nuestras vanidades, y en la estrella que lo alumbra veremos reflejada nuestra perplejidad frente a un mundo ambiguo y definitivamente injusto. ¿Qué fuerza esconde entonces esa imagen que trasciende los siglos y nos sigue atrayendo? Tal vez el mensaje se encuentre sólo en su impenitente sencillez: un hombre y una mujer sin techo y sin patria, mantienen sus ojos fijos sobre una cuna improvisada donde, más allá de toda evidencia, han depositado toda su confianza… sus rostros mudos arden de amor y esperanza, quizás los únicos condimentos necesarios para cambiar el mundo.

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