Casi dos años después de la catástrofe de la central nuclear de Fukushima sólo los cuervos sobrevuelan una zona abandonada de decenas de kilómetros donde antes se veían restaurantes llenos, niños paseando con sus padres y agricultores trabajando los campos. Ahora, todo está abandonado y ya nadie pasea por las carreteras ni se aventura por los agradables bosques de la zona.
Decenas de miles de casas, intactas o medio destruidas por el sismo y el tsunami del 11 de marzo de 2011, siguen desiertas, igual que las empresas, las gasolineras, los supermercados y otros edificios al lado de las carreteras.
Los únicos vehículos que todavía circulan por la zona prohibida son los furgones de la policía o los coches de los trabajadores de la central devastada.
Los carteles publicitarios que daban la bienvenida a los habitantes y hablaban del futuro son ahora deprimentes y ya no hay nadie para leerlos o creer en lo que dicen.
Sólo los cuervos continúan sobrevolando la central, igual que lo hacían antes del accidente. Pero tarde o temprano la radioactividad que ni se ve ni se siente terminará dando cuenta también de ellos.
Ante este espectáculo desolador, se hace muy difícil para el visitante ocasional imaginar a la gente que vivía aquí, a los propietarios de coches y casas.
Y también se hace difícil imaginar qué pasó ese viernes 11 de marzo de 2011, a las 14.46, cuando la tierra tembló como nunca lo había hecho en esta región del noreste de Japón y una ola de catorce metros de altura se abalanzó sobre la central de Fukushima Daiichi.
A los pies de los reactores 5 y 6 del complejo atómico, el mar vuelve ahora a estar en calma. Pero los estragos que hizo todavía se pueden ver: enormes depósitos partidos en dos por la fuerza del mar, restos de coches clavados en los edificios, ruinas.
También hay tubos enredados por todas partes que hombres con blusas blancas, con casco y máscara, intentan desenredar. No muy lejos, los restos radiactivos están enterrados bajo inmensas carpas blancas.
El desmantelamiento sigue
Da igual si es sábado o domingo, si es Navidad o fin de año, el trabajo en Fukushima debe continuar.
“La seguridad, principal prioridad”, reza un cartel firmado por el director de la central en el cuartel general de crisis de la central, donde cuatro de los seis reactores fueron arrollados por la fuerza de la naturaleza.
Hace tan sólo un año que la zona está considerada estable pero aún así el peligro no está totalmente descartado.
La compañía Tepco, responsable de la central, quiere ir deprisa y retirar cuanto antes el combustible usado de la piscina de desactivación del reactor 4. Cerca de 3.000 personas trabajan cada día en el lugar.
En una de las paredes del centro de preparación de los trabajadores, en el llamado “J-Village”, a veinte kilómetros de la central, hay mensajes de ánimo de los niños de la región.
“J-Village: hotel, restaurante, club de fitness”, dice un panel casi surrealista en la entrada del edificio, que antes del accidente era un centro de entrenamiento deportivo construido por Tepco.
“Gokurosama”, “otsukaresama” (“has trabajado bien”, “debes estar cansado”): los obreros se saludan en la cola mientras esperan su turno para pasar por la máquina de irradiación, esperando que una voz femenina les confirme que “no hay nada anormal”.
Algunos han venido de muy lejos para trabajar en Fukushima algunos meses o algunos años. Los antiguos habitantes esperan por su parte poder volver a sus casas antes de que termine el desmantelamiento de la central, un proceso previsto para durar cuarenta años.