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Génesis del día más popular de la historia argentina

Un 17 de octubre de hace 75 años el entonces coronel Juan D. Perón sale al balcón de la Casa Rosada: “Trabajadores, únanse”, convoca. Le respondió una ovación. Y comenzó así un proceso de comunicación inédito en el país que se mantendría hasta la muerte misma de quien fuera su protagonista

“Gigante invertebrado, miope, sucio. Alimentado de esperanza, y de dolor”. Pero también: “Sin miedo a explicarle a algún paisano de otros pagos, que así es nuestra Revolución”.

Es apenas una parte, una pequeña primera estrofa del segundo acto de la cuidada, evidentemente discutida, tratada, investigada –y quién sabe más– letra de la Murga Sublevada. La pieza, exquisita en su puesta en escena, su entonación, sus imágenes históricas para acompañar la letra, se exhibió por primera vez especialmente preparada para la conmemoración de 2019 del 17 de octubre.

Pero para siempre quedó registrada esa recreación, con rigor histórico, de la gigantesca confluencia de vientos que terminaron en la Plaza de Mayo aquel día de 1945. De ese que ahora está cumpliendo 75 años.

El montaje, lejos de renegar exhibe las contradicciones que hace ya tres cuartos de siglo sacuden al país. No las esconde, es “el barro negro de la historia”. “Luz, de eterna victoria”, arranca el canto, pero antes, de ello el video se inicia con las palabras del entonces coronel en el balcón principal la Casa Rosada: “Trabajadores, únanse”.

Le respondió, entonces, una ovación. Y comenzó también un proceso de comunicación inédito en el país, incluso en el mundo, que se mantendría hasta la muerte misma de quien fuera su protagonista. Pero, ¿cómo se llegó a eso?

El otro golpe

“Llegan los obreros. Piden por el “primer trabajador”, canta la Murga Sublevada en su recreación. “Fábricas y talleres se vacían: algo está pasando en la Argentina”, continúa. Y la cronología que acabó estallando el 17 de octubre de 1945 había sido eso. Un golpe de Estado, en 1943, había interrumpido la vida democrática en un fenómeno histórico más que incómodo para la actualidad.

¿Es preferible lo mejor de los mandos militares a lo peor de las autoridades civiles? Lo cierto, vino a ratificar la historia revisionista, es que por entonces ya se había iniciado un proceso que continuaría por décadas.

En América, Estados Unidos se aseguraba el dominio a través de instrumentos específicos, que había impulsado antes del fin de la Segunda Guerra Mundial.

En 1942 había logrado instituir la Junta Interamericana de Defensa, involucrando a todas las Fuerzas Armadas de la región en un esquema radial, del que el Pentágono, su cartera de Defensa, era el centro.

En la Argentina, el golpe de Estado del 4 de junio de 1943 le había dado otra impronta a las relaciones internacionales y a la política doméstica. En 1941 se había conformado la Flota Mercante del Estado, y en ese mismo año Fabricaciones Militares, con una línea de desarrollo autónomo e independiente.

El gobierno de facto había mantenido y ampliado la línea de acción, y encontrado respaldo a ella. Y en esas entrañas había surgido la figura de un coronel.

Poco más de una semana antes del 17 de octubre, Juan Domingo Perón había cumplido 50 años. La política doméstica era un volcán para el alto oficial del Ejército que, sin haber alcanzado la máxima graduación, ostentaba al mismo tiempo tres cargos clave: estaba al frente de la Secretaría de Trabajo y Previsión, del Ministerio de Guerra y era el vicepresidente de la Nación.

Una alianza inconcebible de medio siglo a esta parte había tenido sustento en aquel momento histórico: un cuadro superior de las Fuerzas Armadas, en representación de una vasta corriente de oficiales con marcada influencia en la dictadura, se coaligaba y ascendía con el apoyo de dos CGT, la 1 y la 2, y congraciaba con sus líderes, en buena parte socialistas y sindicalistas revolucionarios.

Nunca antes –y nunca después– tuvo lugar tan semejante y masivo entente.

El principio había tenido lugar el 27 de octubre de 1943. Ese día, Perón asumió como la jefatura de una olvidada área del Estado, reducida al mínimo por una década de gobiernos conservadores: el Departamento Nacional de Trabajo.

Por entonces, el coronel ya de igual modo tenía influencia: era secretario privado del general Edelmiro Farrell, ministro de Guerra que después asumiría la Presidencia.

Ya para entonces la CGT 2, conducida por el sector socialista de Francisco Pérez Leirós (Municipales) y Ángel Borlenghi (Empleados de Comercio) y los comunistas habían ofrecido apoyo sindical a la dictadura: la respuesta fue la disolución de la central obrera y el encarcelamiento de dirigentes.

Pero la otra CGT, la Nº1, que contaba en sus filas a la Unión Ferroviaria, hacía lo mismo poco después: uno de sus altos dirigentes era hermano del teniente coronel Domingo Mercante, amigo personal de Perón.

La intención de los sindicalistas era obtener políticas y medidas laborales que, al menos en parte, estaban en vigencia pero nunca habían sido aplicadas. Y funcionó: en 1944 se creó la Dirección Nacional de Salud, que pasó a administrar un fondo que se aplicó al sistema público y sus principales beneficiarios, los trabajadores.

No existía por entonces un Ministerio, pero la resolución 30.655/44 impulsó la atención médica gratuita en las fábricas con responsabilidad de las empresas, y se abrió la puerta para que los sindicatos desarrollaran un sistema de seguro social propio y complementario.

Al frente del Departamento Nacional del Trabajo, Perón maniobró designando a líderes sindicales en puestos clave, algo inédito hasta entonces. Y comenzaron a tomar forma políticas específicas por sector, que acabaron convirtiéndose en los primitivos convenios colectivos de trabajo.

Lugares clave de una dictadura se abrían a dirigentes de tradición socialista, comunista e incluso anarquista. El área escaló de rango, a Secretaría de Trabajo y Previsión.

Y comenzaban a tener peso específico otras a su mando, como la Caja Nacional de Jubilaciones y Pensiones, la Dirección Nacional de Salud Pública y Asistencia Social, la Junta Nacional para Combatir la Desocupación, la Cámara de Alquileres. La acción social y la fiscalización del Estado, comenzaron a pasar por un área que empezaba a revestir una importancia territorial importante, de alcance nacional.

El 9 de diciembre de 1943, en Rosario, el socialista José Domenech, el máximo dirigente de uno de los gremios más poderosos del país, la Unión Ferroviaria, presentó al coronel Juan Domingo Perón con una frase que quedaría para la historia: “El primer trabajador de la Argentina”.

En paralelo, en el resto de la dictadura se entretejían golpes palaciegos. En febrero de 1944 Farrell desplazó al general Pedro Ramírez, y asumió la presidencia. Al día siguiente, Perón era el nuevo ministro de Guerra y bajo su mando quedaba todo el aparato industrial-militar del país, ya más poderoso que toda corporación privada.

Con terreno despejado Perón imponía la generalización de la indemnización por despido, ampliaba el sistema de jubilaciones, establecía por vez primera, el Estatuto del Peón Rural, que regulaba el trabajo en el campo.

El tándem de Perón y Mercante había pasado a ser definitorio para una nueva y progresista legislación laboral, que había anulado las medidas dictadas por el general Ramírez, el primer presidente golpista.

El general Farrell, quien ocupaba la Presidencia, acompañaba el impulso y en 1944 transcurrió la primera experiencia en la historia del país de sindicatos y patrones negociando convenios colectivos de trabajo: fueron 123 y alcanzaron a casi un millón y medio de trabajadores. De aquel año data incluso el Estatuto del Periodista.

Para fin de año se habían instituido los resistidos Tribunales de Trabajo, salarios mínimos, descanso dominical, vacaciones pagas, estabilidad, condiciones de higiene y alojamiento. También el Estatuto del Tambero-Mediero.

Reaccionarios

La reacción frente a los nuevos derechos fue unívoca. El aluvión de “morochos”, “grasas”, “negros”, “negras” y el célebre “cabecitas negras” por parte de los sectores más acomodados de la sociedad no sólo fue de desprecio, sino también para comenzar a entretejer relaciones con la dictadura, a la cual inicialmente habían rechazado en su totalidad.

Presiones y cuñas se intentaron por todas las vías. Y encontraron eco en los distintos sectores que continuaban en pugna al interior de las Fuerzas Armadas en el poder.

Octubre asomó como el mes más inestable para la ya llamada “Revolución del 43”. El domingo 7 una gran movilización estudiantil rechazó la virtual intervención de la Universidad de Buenos Aires.

Al día siguiente un general, Eduardo Ávalos, con fuerte ascendiente en el gobierno, exige la renuncia de Perón y asume como nuevo ministro de Guerra.

El martes 9 es definitorio: la ascendente carrera de Perón tocaba techo, y sólo pide al presidente Farrell que le permita dar un nuevo discurso ante trabajadores, para despedirse.

El miércoles 10 tiene lugar frente a la Secretearía de Trabajo una de las movilizaciones de trabajadores más grandes de los últimos tiempos. Los sindicatos aliados al coronel movilizan a sus huestes y por la tarde, cuando ya había oscurecido, Perón pronuncia un discurso que es retransmitido por radio a todo el país.

El coronel anuncia que deja un decreto con aumentos de salarios y más mejoras en las condiciones de trabajo a firmar por quien lo sucediera.

Al día siguiente el gobierno golpista anuncia una convocatoria para elecciones, con fecha de abril de 1946. Pero para entonces Buenos Aires ya es un polvorín. En el Círculo Militar, un gran concilio de oficiales resuelve avanzar en el reemplazo de todo el gabinete.

Perón se refugia con su esposa María Eva Duarte en una isla del Delta. Sólo piensa en un apacible retiro, le escribirá después, cuando es detenido y traslado a la isla Martín García. En el centro porteño, manifestaciones civiles exigen la salida del régimen militar, hay represión, heridos y un muerto.

Es domingo 14 y Eva Duarte se reúne con abogados de diferentes sectores: busca presentar un habeas corpus por Perón. Teme por su vida.

Así se llega al miércoles. Es 17 de octubre de 1945 y nada va a ser lo mismo desde ese día. Hay 40 kilómetros entre La Plata, la capital bonaerense, y Buenos Aires, la Capital Federal. Gruesas columnas de trabajadores los cubren a pie.

Perón es trasladado desde la isla al Hospital Militar, en el barrio porteño de Palermo. Y se genera la letra que vuelca la Murga Sublevada: “Con restos de brea, grasa y aceite, inesperadamente, comenzaron a llegar, unidos en una sola fe. Cerca de 300 mil, mensuraría el historiador antiperonista Félix Luna. Más de medio millón, contradirían después los seguidores de Perón.

“Llegan sublevados, los patasucias”, dice la murga. “No hubiéramos llegado hasta acá, sin él: queremos al coronel”. Ya era noche cerrada cuando Perón, llevado a toda velocidad desde el Hospital Militar, salía a apaciguar la sublevación.

 

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