Sergio Molina García
En 2016 la Unión Europea estaba debatiendo la cuestión de los refugiados, mientras observaba con temor el aumento de los movimientos euroescépticos en diferentes países comunitarios. A estos problemas se le añadió el resultado del Brexit en Gran Bretaña, un conflicto que hasta ese momento no estaba en las agendas políticas de los Estados miembro. Incluso en el país británico causó desconcierto que el 51,8% de votantes apostara por la salida del club europeo (siendo la participación del 72,2%). El desarrollo de los acontecimientos desde aquel 23 de junio ha demostrado que no había ninguna hoja de ruta predeterminada.
La Cámara de los Comunes ha sido incapaz de ponerse de acuerdo sobre cómo gestionar su abandono de las instituciones europeas. Ni tan siquiera aquellos que pidieron el voto por el Sí al Brexit han diseñado un programa unitario, lo que ha provocado que la improvisación, el enfrentamiento y la ausencia de consenso sean las características principales de la política interior británica. Incluso se ha planteado la posibilidad de repetir el referéndum. Esta última propuesta puede descolocar a la opinión pública pues, si piden una repetición de la votación, ¿eso quiere decir que no se votó conscientemente en 2016? ¿Existió un uso irresponsable de lemas populistas y ahora parte de la sociedad ha entendido los verdaderos riesgos de la salida de la UE?
La ausencia de acuerdo dentro del Parlamento británico conduce directamente a una falta de entendimiento entre el gobierno de Theresa May y las instituciones comunitarias. La inexistencia de consenso interno y externo y los escasos cuarenta y cinco días que quedan para oficializar la ruptura están aumentando la tensión entre todas las partes involucradas. El último ejemplo de ello han sido las palabras de Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo: “Me pregunto en qué lugar especial del infierno acabarán los impulsores del Brexit”.
El desarrollo de todos estos acontecimientos ha generado una situación única en las instituciones europeas. Por primera vez en la historia un país miembro ha decidido abandonar la UE y esa excepcionalidad está provocando que una parte importante de las decisiones estén siendo improvisadas. No hay experiencias anteriores, ni tampoco un corpus legislativo, más allá del artículo 50 del Tratado de Lisboa, que establezca las reglas para abandonar el círculo comunitario. En las últimas semanas, el debate se ha centrado en ¿cómo gestionar la frontera con Irlanda? El posible restablecimiento de pasos fronterizos y aduanas están provocando que regresen ciertos fantasmas del pasado. Esa separación, hasta 2008, fue uno de los motivos de violencia, conflicto y terrorismo en Irlanda, lo que está ocasionando miedo en la sociedad irlandesa.
Todo lo anterior ha sido, en parte, fruto de la sorpresa del resultado del referéndum de 2016. Sin embargo, si se acude a la historia europea de Gran Bretaña, aparecen diferentes episodios que permiten entender mejor la actitud británica. Un mejor análisis de todos ellos seguramente no hubiera supuesto una situación opuesta a la actual, pero al menos la percepción hubiera sido diferente. Gran Bretaña no formó parte de los países que firmaron los Tratados de Roma de 1957. En aquellos momentos decidieron mantenerse al margen y constituir una organización supranacional paralela, la Efta. Una vez conocidos los beneficios que estaba generando la Comunidad Económica Europea a sus países miembro decidió pedir la adhesión. Su integración fue fruto de intensos debates en la CEE y no se oficializó hasta 1973. Una vez incluida como un país más, los aportes de los gobiernos británicos, en la mayoría de las ocasiones, cuestionaron el funcionamiento interno de las instituciones comunitarias. Quizás uno de los momentos más importantes fue en la Cumbre de Dublín en 1979. Hace hoy 40 años, la presidenta británica Margaret Thatcher bloqueó los presupuestos comunitarios ya que consideraba que no recibían lo que aportaban. Ese discurso provocó un gran revuelo en todos los países miembro, no sólo por su contenido sino por la contundencia de sus frases. “I want my money back” (“Yo quiero que mi dinero de vuelta”), afirmó frente al resto de presidentes de gobiernos comunitarios. Desde el punto de vista social, los eurobarómetros de los primeros años de la CEE evidenciaban que la sociedad tampoco tenía un gran apego a Europa. En 1975, el 43% de los británicos encuestados consideraba que debían mantener la independencia nacional, el 41% apostaba por cierta cooperación limitada entre gobiernos de países miembro, y solo un 9% creía firmemente en la CEE. Esa misma impresión se mantenía en los sondeos de 1980. En este caso, sólo el 24% de los británicos valoraba positivamente pertenecer al mercado comunitario. Se trataba del país con menos apoyo a las instituciones supranacionales de todos los Estados miembro.
En definitiva, la decisión británica de acabar con los vínculos con Europa ha roto todos los esquemas de la UE en un momento en el que dicha institución ya estaba siendo cuestionada. Todo ello permite reflexionar sobre si la construcción europea fue tan fácil como se había contado hasta ese momento. Sus grandes éxitos han ocultado sus dificultades, que igualmente deben ser analizadas para poder corregirlas. El caso británico es un buen ejemplo de todo ello. El resultado del Brexit ha alterado la actualidad política de toda la UE, en parte por su excepcionalidad. Sin embargo, se han mostrado algunos hechos históricos que permiten, al menos, buscar raíces históricas a un problema actual.
Seminario de Estudios del Franquismo y la transición – Universidad de Castilla – La Mancha