Guillermo Bigiolli Renny
Especial para El Ciudadano
Rolando caminaba por el bulevar Oroño sintiéndose un campeón mundial de la marginalidad. Llevaba como estandarte sus quince años recién cumplidos. Estaba vestido con las Topper de lona negra, bermudas y una remera de la banda Sodom que ya tenía sus heridas en batallas de pogos y mosh. Su cuello había perdido la forma circular para transformarse en una descuajeringada elipse. En el bolsillo derecho llevaba algunos billetes para la vaquita del vino con 7up que tomaban con los pibes todas las tardes soleadas en el parque de los silos. Plata para el ritual, como le gustaba decir a Rolando. En su bolsillo izquierdo: los Philip 10 y la cajita de fósforos marca “La Fragata”. La cajita tenía un pequeño orificio en la parte superior para que oficiara de tuquero; dentro de ella seis o siete fósforos que iba reponiendo diariamente de una caja más grande que tenía en su casa. Además de los fósforos la cajita contenía un preciado tesoro en épocas de escasez: una tuca gordita de dos centímetros. Es casi medio porro, pensó feliz Rolando antes de salir de su casa, mientras la observaba detenidamente y luego volvía a recostarla sobre los fósforos que contenía el cajoncito.
Cuando llegó al bulevar, el pibe Rolando se dispuso a realizar “el arte del fumado de una tuca”. Todo este despliegue sin detener su marcha. Sacó la cajita de fósforos, la abrió, retiró la tuca de su interior y la insertó en el pequeño orificio, tomó un fosforo y guardó el cajoncito de cartón con lo que quedaba de fósforos en uno de los bolsillos traseros de su bermuda. Puso un extremo de la caja agujereada en su boca. El otro extremo abierto lo tapó con su dedo índice. Estos movimientos los desplegaba con la magia de un experimentado fumador de opio en Singapur, así era como él se sentía: un experimentado fumón. Al dar lumbre al fósforo una espesita nube negra se alzó sobre sus ojos y nariz, provocando esa irritación cancerígena en las vías respiratorias que todo marginal debe saber sobrellevar al momento del encendido. Con la visión cubierta por un velo de lágrimas, detuvo la marcha y aspiró una seca de su tuca de paraguayo prensado. Aguantó el humo en sus pulmones. Uno, dos, tres segundos. Exhaló y con una metralla de parpadeos recuperó el enfoque de su vista. En ese mismo instante se produjo la aparición de aquella presencia. Sentado en el tapialito de una clínica, esperando a que algo suceda, estaba el Negro Mechoso. El Negro Mechoso era un personaje enigmático. No se sabe muy bien de dónde salió, ni hay mucha historia conocida detrás de él, pero siempre estaba por ahí. A la vuelta de una esquina, en la puerta de los bares, en los parques y en las plazas. Con una guitarra a veces, con un bolso siempre. Debía cargar unos cuarenta años. Ya era un veterano en la guerra de ratas. Las ratas astutas que huelen el queso a metros de distancia.
El Negro Mechoso, en cuanto lo vio venir medio a ciegas al pibe Rolando, bajó del tapialito al toque. ¡Pobre pibe!, se asustó con la presencia repentina del veterano, y ahí quedó quieto frente a quien se interponía en su camino. Mechoso lo miraba fijamente, con un ojo inyectado y el otro no. Parecía estar enojado. La cajita con la tuca humeante en la mano y la cara asustada de Rolando, completaban el momento de tensión.
Sin mediar palabras, el Negro Mechoso con su mejor rictus de loco malo, le espetó al proyecto de granuja un: ¡Dame eso! A lo que Rolando respondió con silencio y su mejor cara de atarantado.
Toda esta situación se resolvió en breves segundos. Ágilmente, Mechoso quitó la cajita de fósforos con la tuca de la mano del pibe. La sabiduría del ventajero viejo puesta en acción. Luego se retiró del paso de Rolando y cruzó el bulevar sin prisa alguna. Tranquilo, nunca miró para atrás, hasta que desapareció de la vista del pibe Rolando al doblar en la esquina de calle Urquiza.
Rolando, con poca capacidad de reacción, se debatió entre sentirse un pelotudo o reivindicarse como tal. La bronca lo abrazó. Más que por la pérdida de la tuca, sufrió por el hecho de haber sido ventajeado. Su orgullo quedó malherido. Quiso retomar la caminata hacia el parque pero sintió que lo llamaban de la vereda de enfrente. Rolando respondió al llamado clavando la mirada y ahí estaba el Toto montado en su bicicleta playera. El Toto, un compinche de los vinos con 7up en el parque. Rolando cruzó el bulevar y fue a su encuentro.
¿Qué hacés Roli?, le preguntó el Toto mientras se saludaban con un apretón de manos como en la película Depredador. Bien, contestó Rolando.
Así que hacés el bien, lo picardió el Toto
Callate, bobi. Recién me lo crucé al Negro Mechoso. El personaje ese que siempre anda dando vueltas por la calle.
Uff, alto personaje. Ojo que es bastante turbado ese tipo. Siempre le tuve desconfianza.
¡Pero no!, una masa el loco. Fumamos una tuca juntos. Una que yo tenía. Hablamos boludeces. El pibe Rolando daba explicaciones mientras movía exageradamente las manos.
¡Mirá que canuto!, tenías una tuca guardada. ¿Y de qué hablaron?, lo apuró el Toto.
Boludeces te estoy diciendo. Dale, wacho. Vamos para el parque que ya deben estar los pibes y tengo ganas que pinte otro churrasco para fumar.
Rolando trepó a los pedalines traseros de la bici y el Toto arrancó una pesada marcha hacia los silos. Estúpidas fueron pasando las cuadras por la mirada de Rolando hasta llegar al destino deseado: la juntada y los vinos con 7up. Ya eran las tres de la tarde y el sol pegaba fuerte. Transpirados y sedientos continuaron a pie por el sendero de tierra que los dirigía hacia donde ya estaban los otros pibes. Ingrata sorpresa se llevó Rolando cuando vio que en la ronda, junto a sus amigos, se encontraba el Negro Mechoso con una botella de cerveza en la mano. El Negro Mechoso no le dirigió la mirada. Y fue en ese momento que Rolando luego de hacer un saludo general se paró en el medio de la ronda mirando a Mechoso, que seguía hablando como si nadie hubiese llegado. Rolando con tonito de interpelar, le dijo: ¿Qué hacés, Negro?
Mechoso levanto la cabeza y le clavó, ahora sí, los dos ojos inyectados.
¿Y a vos quién mierda te conoce, pibe?
El pibe Rolando le sostuvo la mirada. Apretó los dientes y contuvo las lágrimas. Sorbió flemas para cargar una escupida. Esas últimas flemas que el sol le ofreció como una alergia primaveral, como una redención, como tréboles para una tumba.