Por Miguel Passarini
La violencia se conjuga en acciones, en movimientos, en miradas. La violencia es una variable poco común dentro del teatro contemporáneo, más afecto a cierto regreso al costumbrismo y a revisar cuestiones de familia. Sin embargo, la violencia (la furia) ha atravesado a lo largo de los últimos años la producción artístico-dramática del talentoso director y dramaturgo local Juan Hessel, apelando a una especie de “tratado simbólico” en el que la violencia se traduce, en escena, en un estado que pone incómodos a los actores, que los hace “atropellarse”, que los perturba y los cuestiona a la hora de crear ficción.
En Guerra fría (lejos de todo), trabajo que sigue al poderoso Mal de ojo, donde el director ya había alcanzado un nivel de madurez importante para su poética (siempre extremadamente original), se revelan las instancias que viven tres jóvenes que parecieran naufragar en un vacío existencial en el que el sentido de la vida se ha perdido. Los une un pasado común, el de la primera juventud (al parecer, mejor que el presente), el del colegio y la pasión compartida por el profesor Alses, un referente, una especie de ídolo cuya imagen iluminada se irá descascarando y apagando a lo largo de la obra, al tiempo que cada uno irá dejando a la vista el vínculo “particular” que estableció con el profesor.
La acción transcurre en la casa de Alses en su ausencia. Es mayo, y allí llega Walter (o Rimbo) luego de dos meses de viaje, y se reencuentra con Ana, que vive (temporal o accidentalmente) con el profesor (también está al cuidado de Boris, su perro), y Ethel, quien intenta infructuosamente forjar su pasión por la escultura. Ya no son los mismos, algo del vínculo entre los tres está ajado, opaco, incierto, quizás destruido. Algo que los unía aparenta haberse roto, y entre reclamos y contradicciones, como “perros rabiosos”, apelarán a la violencia de las palabras y de las acciones, a través de un constante pase de facturas.
Nuevamente, merced a su inteligente dramaturgia, Hessel, de regreso a los triángulos como pasaba en Almas fatales, construye un entramado de vínculos a través de los cuales pone en primer plano el vacío generacional, el valor del arte (o de la “energía creativa”, algo sobre lo que ya había trabajado en Naturaleza muerta, también una historia triangulada) y el abismo al que se acercan los personajes (el de la ficción que narran y el del escenario), tristes, melancólicos y enojados frente a una etapa de sus vidas que, claramente, ha terminado.
De todos modos, se sienten responsables de “construir otra realidad” más allá de que no tengan las herramientas (o el deseo real) para hacerlo, y añoran un pasado mejor: el de los libros, el del conocimiento, el del aprendizaje, el de las creencias, en una casa donde ya no hay libros (fueron vendidos, incluso el ejemplar de Crítica de la razón pura, de Kant, una biblia para Alses y sus muchachos y un guiño para el público), y sus húmedos muros sólo contienen agujeros a través de los cuales se puede fisgonear.
Así, plagada de posibles lecturas, la dramaturgia sinuosa y corrosiva de Hessel encuentra en los tres talentosos actores la materia a través de la cual manifestarse. Con inusitada ironía, y apelando una vez más a su conocido registro de actuación en el que el estado de virulencia es el gran protagonista, la propuesta salta de la violencia verbal (por momentos física) a un humor cáustico, algo absurdo, para llevar a los protagonistas a una confesión íntima y dolorosa, que dejará a la vista que aquello que se idealiza, con el tiempo, puede volverse real y terrible, la gran metáfora del espectáculo.
Desde los rubros técnicos, nuevamente, el director pone el acento en las actuaciones y en la luz (diseño de Juan Carlos Rizza) por encima de todo, apelando a cada paso a los cuestionamientos ideológicos que estos tres soñadores sin sueños están dispuestos a sacar a la luz, independientemente de los “destrozos” que provoquen en su recorrido.