Por Ricardo Ragendorfer
El primer dato del asunto llegó a la redacción del diario Crítica a través de una llamada telefónica. Era una sofocante tarde del verano de 1940 y el periodista Gustavo Germán González –que firmaba sus artículos “GGG”, casi como una risa– tomó el auricular con una expresión de pesadez.
Estaba agobiado por el calor. Además sentía cierto fastidio cada vez que recibía esa clase de llamadas. Generalmente eran lectores que se comunicaban con él para denunciar algo sin importancia. Pero en aquel momento se llevó una sorpresa.
–¡Encontré un cadáver, don! Hay una nena muerta en el baldío que está al lado de mi casa –soltó una voz atropellada, desde el otro lado de la línea.
González sintió un ramalazo de adrenalina; también intuyó que de esa breve frase saldría el titular de la sexta edición.
Diez minutos después, un Plymouth negro del diario llegó a la esquina de la calle Defensa y la cortada de San Lorenzo, Primero saltó de la cabina el fotógrafo, un sujeto esmirriado que respondía al apodo de “Titino”. Entre sus manos sostenía una enorme cámara Graflex Speed con flash incorporado, ya lista para disparar.
Luego, con pasos lentos, se encaminó hacia la entrada del mercado de San Telmo. Allí había quedado en encontrarse con el autor de la llamada. Pero el tipo brillaba por su ausencia. Transcurridos unos cinco minutos, comenzó a masticar la posibilidad de haber sido blanco de una broma, porque en ese sitio no había ambiente de crimen.
Al rato vio salir de un conventillo una silueta que se dirigía hacia él. Era el denunciante.
Se trataba de un sujeto de facciones macilentas que hedía a grapa. Pero no estaba borracho; en realidad, su ánimo parecía oscilar entre la ansiedad y la congoja. Su nombre: Pedro Bassi.GGG lo anotó en su libretita. Y tras cruzar unas palabras con él, se dejó guiar hacia el baldío situado junto al conventillo.
Allí, el panorama era sobrecogedor.
En un rincón del terreno, sobre una pila de escombros, yacía un cuerpo pequeño y ya muy pálido. Estaba caído de espaldas, con el vestido levantado y la ropa interior desgarrada. En el cuello exhibía unas manchas violáceas. La niña muerta no tendría más de siete años.
El cronista estaba vivamente impresionado, una rareza en él. A lo largo de su trayectoria habían desfilado ante sus ojos cientos de cadáveres. Algunos, descuartizados o acribillados, y otros casi intactos por la elegancia mortuoria de ciertos venenos. Pero nunca pudo acostumbrarse a la visión del cadáver de un (o una) infante. Y ahora estaba allí, enmudecido.
Quizás, en tales circunstancias, su mente lo haya transportado hacia el origen mismo de su pulsión por narrar delitos.
No hay cianuro
Fue un crimen, desde luego, lo que disparó su vocación.
Era el invierno de 1915 cuando el inmigrante alemán Miguel Ernst mató a su socio, Augusto Conrado Schneider. Su cadáver, prolijamente trozado y envuelto en bolsas de arpillera, terminó flotando en los lagos de Palermo. El asesino fue capturado tras una denodada pesquisa que mantuvo en vilo a la opinión pública.
Por entonces, la crónica policial era un género bastardo, al punto de que la prensa tradicional la omitía. Pero no la cultura popular: las sagas criminales eran editadas en boletines de una sola hoja y se vendían como pan caliente en los barrios. Su formato narrativo no era menos peculiar, y algunas veces hasta se recurría a la copla. Tal fue el caso de aquel homicidio, que supo pasar a la posteridad con las notas musicales de «La verbena de la paloma» y la siguiente versificación: “¿Dónde vas con ese bulto apurado? / A los lagos lo voy a tirar / Es el cuerpo de Augusto Conrado / al que acabo de descuartizar”.
Por esos días, GGG era un niño de 13 años.
El “Gordo” –como ya lo llamaban– estaba lejos de imaginar que, casi tres lustros después, otro cadáver descuartizado que también se descubrió en los lagos de Palermo lo lanzaría definitivamente a la fama.
El 23 de enero de 1929, un pibe jugaba allí al fútbol, y la pelota se le fue al agua. Acudió en su ayuda un placero que juntaba hojas caídas. El destino quiso que su rastrillo se enganchara con un paquete atado con alambre. En el interior del envoltorio había un torso de mujer.
Ese hallazgo coincidió en el tiempo con un espectáculo que convocaba multitudes en un teatro de la avenida Corrientes: «La flor azteca». Se trataba de una cabeza decapitada que, en realidad, era de cera, la cual permanecía en una caja de vidrio y simulaba hablar mediante una ilusión visual articulada con un juego de luces y espejos. La cuestión es que el imaginario colectivo empezó a asociarla con los restos humanos encontrados en el lago.
“¡Es el cuerpo de ‘La flor azteca’! Si total no le sirve para nada”, solían bromear los porteños.
Lo cierto es que la espectacular cobertura de GGG obtuvo la identidad de la víctima: Virginia Donatelli. Pero su pesquisa también obtuvo el nombre del asesino: Julio Bonini, un amante despechado que no tardó en ser detenido.
Claro que entre los logros del periodista también se cuenta el hecho de haber rescatado de la injusticia a personas inocentes.
Al respecto, resalta la vez que, en 1926, disfrazado de plomero, GGG se coló en la morgue para develar la verdad de un crimen que por aquellos días conmovía al público: el del concejal de la UCR, Carlos Ray, que murió al ser asaltado, aunque los investigadores creían que quizás había sido envenenado, y que después le dispararon un balazo para fraguar la causa de la muerte, en el marco de un drama “pasional” –como se decía por entonces–. Tal hipótesis tuvo a su amante, María Poey de Canelo, bajo sospecha.
El 22 de septiembre de ese año –la misma tarde de la autopsia–, Crítica develó el enigma con un explosivo titular: “No hay cianuro”.Esa frase se convirtió en un latiguillo popular y hasta se puso de moda un tango bautizado así.
No es una exageración afirmar que, gracias a los artículos de GGG, el mítico diario de Natalio Botana llegó a vender 750 mil ejemplares por edición.
Un asesino a la intemperie
Volviendo a San Telmo durante aquella sofocante tarde del verano de 1940,GGG seguía enmudecido ante el cuerpo de la niña muerta.
Hasta que, de pronto, le dijo a Bassi:
–¿La conocía?
La respuesta tardó unos segundos en aflorar.–Es del barrio, don. Pero no sé más.
A continuación, GGG regresó al vehículo para decirle al fotógrafo que hiciera su trabajo. Mientras tanto, se ocupó de llamar a la policía.Bassi no se movía de su lado.
Ya caía el sol cuando llegó una brigada de Homicidios, con el comisario Máximo Salaberry a la cabeza.Éste saludo al periodista con una mueca exenta de cortesía, y observó a Bassi de soslayo, antes de preguntarle si había visto a alguien salir de allí.
–Cuando llegué, todo estaba como ahora –dijo el testigo, con un toque de nerviosismo.
El comisario le comunicó:–Más tarde va tener que hacer una declaración. Ahora vuelva a su casa, porque nosotros tenemos que trabajar.
Bassi giró sobre sus talones. Pero GGG lo atajó.
–Un momento –le dijo–. ¿Cómo descubriste el cuerpo?
El tipo, ya sin nerviosismo, contestó:
–Por el olor. Sentí olor a muerto, y me metí.
Salaberry no advirtió nada extraño en esa respuesta. Por el contrario, se mostró molesto ante la intromisión del periodista. Pero éste le susurró al oído:
–Lléveselo comisario. Es el asesino.
El policía tardó unos segundos en darse cuenta de que esa muerte fue tan reciente que el cadáver aún no había tenido tiempo de exhalar olor.
Aquella tarde, la sexta edición del diario ofreció el siguiente titular con tipografía gigante: “Crítica resolvió el crimen de la cortada de San Lorenzo”. Más abajo, una foto a cuatro columnas mostraba la voluminosa figura de GGG junto al infanticida ya esposado.
Una de las bellas artes
GGG no podía jactarse de tener una existencia ordenada. Hombre de la noche e infatigable bebedor, su estilo solía generar un cúmulo de envidias y recelos.
Una vez, alguien, mirándolo de refilón, se acercó a Botana para decirle:
– ¡Es un borracho!
El director de Crítica, rápido de reflejos, le disparó la respuesta:
–Averigüen qué vino tomo para darle a los demás redactores.
Cabe destacar que, por entonces, aquel diario contaba –entre otros– con las siguientes plumas: Jorge Luis Borges, Ulises Petit de Murat, los hermanos Raúl y Enrique González Tuñón, Carlos de la Púa, Roberto Arlt y “Barquina” (un ex ascensorista de Crítica, cuyo nombre era Francisco Loiácono, al cual Botana le descubrió dotes de periodista).
Los últimos dos, junto con GGG, eran los más taquilleros de la casa.
Botana falleció a raíz de un accidente automovilístico en Jujuy el 7 de agosto de 1941. Diez años después, su familia vendió el diario a la editorial Haynes. Crítica dejó de publicarse en 1962. GGG trabajó allí hasta entonces.
Su última gran cobertura fue sobre “El descuartizador de Barracas”: Así la prensa bautizó a Jorge Burgos, un muchacho de clase media que asesinó a la empleada doméstica Alcira Methyger, de quien se había enamorado de una manera a todas luces patológica. El caso, cuyos capítulos incluían un misterio inicial sobre la identidad de la finada –cuyos restos fueron hallados en varios lugares de la ciudad– y la investigación que dio con el matador, mantuvieron en vilo al público durante los primeros meses de 1955.
Es digna de mención una de las crónicas de GGG al respecto, en la cual describe una visita al hogar de Burgos, en la calle Montes de Oca al 200. Allí enumera los libros que el descuartizador atesoraba en su dormitorio; a saber: «Muerte por traición», de Amelia Reynolds Long y «El asesinato considerado como una de las bellas artes», de Thomas de Quincey, junto con tres manuales sobre criminología. Burgos fue capturado el 16 de marzo.
GGG atravesó la etapa final de su carrera en el diario Crónica.
En 1968, casi a punto de jubilarse, publicó una modesta edición de sus memorias, bajo el título: «Crónicas del hampa porteña / Cincuenta años entre policías y delincuentes».
Aquel texto –jamás reeditado–, además de ser extraordinario retrato de época, ofrece una pintura colorida del universo delictivo de Buenos Aires durante la primera mitad del siglo XX.
GGG terminó sus días trabajando en el diario Crónica .y murió en 1969.
En la actualidad, su trayectoria está sepultada en el olvido.