Elisa Bearzotti
Especial para El Ciudadano
Hace poco más de un mes, después de cenar y mientras andábamos estirando la sobremesa, uno de mis hijos me preguntó: “¿Conocés a Dave Chapelle?”. Y enseguida nos pusimos a ver “The Closer”, un especial de stand up que el cómico presentó en la popular plataforma de contenidos Netflix. Aunque yo no lo conocía, el muchacho tiene una vastísima experiencia que incluye películas, espectáculos de comedia y multitud de presentaciones en teatros estadounidenses desde hace más de 30 años. Amante de las paradojas, Chapelle logró atravesar la barrera de la fama cuando, sin dar ningún tipo de explicación, abandonó la grabación del programa “Chappelle’s Show”, poniendo fin a un contrato millonario y disparando un sinfín de especulaciones sobre las razones que lo motivaron. Estuvo desaparecido desde 2005 hasta 2016, cuando acudió como invitado a “Saturday Night Live”. Al año siguiente firmó el contrato más caro de la historia de Netflix para un cómico, por valor de 60 millones de euros. Les confieso que me costó “entrar” en ese tipo de humor bizarro, crudo, sin concesiones ni temor al escándalo, definitivamente atrevido y fuera de toda “corrección política”. Los argumentos de Chappelle son siempre controvertidos y giran, en muchos casos, en torno a cuestiones raciales, de género y en alguna de sus últimas intervenciones también disparó sobre la “cultura de la cancelación”. Todo ello le ha valido una multitud de críticas y alguna que otra agresión física, como la vivida hace apenas unos días en el Hollywood Bowl de Los Angeles cuando un joven subió al escenario, lo tiró al suelo y lo atacó con un arma falsa. De su letal verborragia ni siquiera se salvó el expresidente George Bush: “No entiendo de política, pero no podría votar a George Bush. No es algo que tenga que ver con la política: es porque sabemos que Bush tomaba cocaína y no quiero tener a un cocainómano en la Casa Blanca. ¡Eso es muy grave! ¡Un cocainómano podría vender los secretos nucleares por 20 o 30 dólares!”, dijo en uno de sus shows.
Más o menos por el mismo carril circula el humor de Ricky Gervais, el comediante inglés que le puso el cuerpo al peculiar jefe de “The Office” en su versión británica, y que ya cuenta con dos especiales en Netflix donde incluso se burla… de Netflix. Sin embargo, hace unos días el codirector ejecutivo de la compañía, Ted Sarandos, salió en defensa de ambos artistas diciendo que sus manifestaciones humorísticas son resultado de una libertad de expresión que debe defenderse a toda costa, y que los comediantes deben “cruzar la línea de vez en cuando” para conocer sus límites ante lo políticamente correcto. Más aún, la compañía envió un memo a sus empleados donde sentenciaba: “Si te resulta difícil respaldar la amplitud de nuestro contenido, es posible que Netflix no sea el mejor lugar para ti”.
Y es que los dos cómicos se han convertido en la punta de lanza de una movida que horada el bien decir y el bien hacer tan característico de estos tiempos, maquillados con demasiada ambigüedad cuando debemos referirnos a personas, situaciones o hechos de la vida cotidiana que resulten innegables y molestos. Por ejemplo, nos habituamos a llamar “recuperadores urbanos” a los cartoneros, “técnicos en eliminación de residuos sólidos” a los basureros, “afrodescendientes” a las personas negras, “trabajadoras sexuales” a las prostitutas, “adultos mayores” a los ancianos, “establecimientos penitenciarios” a las cárceles, “interrupción voluntaria del embarazo” al aborto y (este es mi preferido por el creativo “oxímoron” que despliega); decimos “crecimiento negativo” para referirnos a una completa y desastrosa pérdida.
Como casi todos los males, el canto de sirenas a la corrección política nació en Estados Unidos a principios de los 70, y desde allí se extendió como reguero de pólvora a todo el mundo, permeando el universo de acciones y palabras tendientes a no molestar a nadie, modificando el lenguaje de los medios de comunicación, de los políticos, de la administración pública, la literatura, los libros de historia e incluso las imágenes, influyendo también en el concepto de bienestar, cuidado de la salud, modos de vincularnos y consumir. Por ejemplo, hoy nos resulta rarísimo mirar películas de los 60 donde todo el mundo fuma a cualquier hora y en cualquier lugar, bebe whisky en el desayuno y la única actividad física que realizan los personajes es ir al quiosco a comprar cigarrillos. Y la lista continúa: cuartos de baños neutrales, lenguaje inclusivo, palabras vetadas, como “maternidad” o “paternidad” (rechazadas en la Universidad de New Hampshire porque “marcan género”), Facebook censurando cuadros clásicos, obras maestras del arte alabadas durante siglos, porque muestran desnudos, son otros de los ejemplos que marcan la amplitud del fenómeno. Si bien nació de una manera bienintencionada, con el afán de proteger a las minorías, cada vez son más los intelectuales que consideran que se ha engendrado un monstruo capaz de negar la libertad de expresión y el debate abierto, bases de lo que algún día fue la civilización occidental. Una publicación del sitio español ABC cultural citando las palabras de Darío Villanueva, director de la Real Academia Española en el periodo 2015-2019, no deja lugar a dudas: “Es una nueva forma de censura. Una censura perversa para la que no estábamos preparados, pues no la ejerce el Estado, el gobierno, el partido o la Iglesia, sino fragmentos difusos de lo que llamamos sociedad civil”, indicó el catedrático. Para Villanueva puede llegar a anular la racionalidad, mientras que otros pensadores señalan que fomenta la autocensura, que puede ser la peor forma de coartar la creatividad y la libre expresión.
Claro que ese no es el caso de Chapelle ni Gervais, expertos en el juego de las transgresiones y la provocación, que no dudan en utilizar las múltiples contradicciones de nuestro tiempo para su propio beneficio, azuzando a los espectadores con un humor ácido e insensible que, sin embargo, provoca risas al poner un pie (y en ocasiones los dos) fuera de los lugares comunes. Como diría Gervais: “Estoy harto del llanto de las minorías, yo también formo parte de una minoría: soy blanco, heterosexual y millonario, somos el 1% de la población… ¿acaso me quejo?”. Debo confesar que sus chistes, plagados de cinismo, lejos de molestarme me resultan hilarantes. ¿Será porque la hipocresía de lo neutral ya me cansó? O porque tal vez sea tiempo de acordar con el matemático y filósofo Bertrand Russell que decía: “Una de las cosas más dolorosas de nuestra época es que esos que tienen una certeza absoluta son estúpidos y en cambio los que tienen imaginación y capacidad de comprender están llenos de duda e indecisión”. Digo, para hablar sin eufemismos.
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