“En el futuro, la gente va a crear a través de los ordenadores (computadoras) su realidad virtual, en contra de la realidad oficial. Cada uno diseñará su propia realidad en la pantalla de su ordenador. Todos podrán llegar a ser directores de películas”, afirmaba uno de los más connotados pioneros del movimiento psicodélico de los años 60 en Estados Unidos, el célebre Timothy Leary, el gurú del ácido lisérgico y a quien huestes de hippies y fanáticos de las drogas psicoactivas veneraron como un gran conductor sensorial.
Eso lo dijo en 1965 y no se equivocaba, ahora cualquier adolescente con algo de intuición puede grabar su propia película con su celular, editar con un tutorial y tener su propia obra terminada.
Leary, autodefinido como filósofo y con un título de psicólogo, fue un verdadero visionario –habría que ver hasta qué punto las sustancias que ingería le facultaban determinados pronósticos– en señalar grandes transformaciones culturales futuras. “Los ordenadores son la herramienta con la que se podrá cambiar la realidad”, decía en los campos de las universidades norteamericanas donde daba sus charlas multitudinarias.
Y nada hay en la actualidad que se oponga a esa máxima, buena parte de la realidad se ha vuelto virtual y ni hablar en los actuales tiempos de pandemia.
Un visionario con conciencia nueva
“Durante buena parte del siglo XX se sabía que había que controlar las fábricas de armamento para tener el control del mundo. En el futuro, el que controle los ordenadores tendrá el control sobre la gente”, explicaba a los auditorios, a veces acompañado por el escritor William Borroughs o el también poeta y escritor Allen Ginsberg; otras junto al filósofo y escritor británico Alan Watts, experto en las filosofías asiáticas, compañeros intelectuales de la nueva corriente contracultural surgida en los sesenta que se convertiría casi en una religión para miles de jóvenes descontentos con el sistema de vida que se les imponía.
En las acciones contraculturales de Leary predominaba una encendida defensa del uso de drogas psicodélicas, con el LSD como sustancia totémica, porque eran el modo –decía– de que los consumidores pudieran librarse de tanta opresión y control y porque permitían experimentar con sensaciones y visiones desconocidas.
Fue el autor de frases que circularon como contraseñas para encontrar iguales: «Piensa por ti mismo y cuestiona a la autoridad», “Encenderse, sintonizarse y salir”, eran algunas de ellas, lo que bastó para el beatnik Ginsberg lo definiera como “héroe de la conciencia americana”.
Sus conclusiones acerca de la conciencia nueva surgida de estas experiencias estaban originadas en las investigaciones que llevó a cabo en la Universidad de Harvard, y en Berkeley, donde obtuvo su doctorado y, claro, ya en el terreno más empírico, con el consumo de hongos alucinógenos en ceremonias de indios tarahumaras en México, donde decía haber encontrado nuevas esferas de la mente.
Uno de los hombres más peligrosos
Como no podía ser de otra manera, Leary pasó un total de cinco años detenido en diferentes prisiones en cuatro continentes. En Estados Unidos, el republicano Richard Nixon lo señaló como uno de los hombres más peligrosos del país, encabezando una lista en la que figuraban los mencionados Burroughs, Ginsberg y donde no se salvaba ni el mismo Aldous Huxley, pese a que había muerto en 1963.
En algún momento, todas las presentaciones públicas de Leary terminaban en disturbios con la policía –son famosas sus fotos siendo llevado detenido– porque allí se constataba la falacia del sueño americano, la moral mercenaria del gobierno mientras enviaba a los jóvenes a morir en Vietnam, el pisoteo de cualquier derecho civil que quisiera ejercerse.
“No me acusan de ningún delito porque no pueden, en realidad voy preso por hablar demasiado y denunciar algunas cosas que ya no deben tolerarse”, solía decir Leary al salir de prisión. Y la gente lo amaba porque nada en Leary era fingido, sus opiniones tenían que ver con sus propias experiencias y con una ética para el consumo, lo cual volvía locas a las autoridades.
“Yo nunca distribuí drogas, lo que sí hice es enseñar a la gente cómo usarlas. Hay que tener en cuenta que el cerebro tiene miles de millones de neuronas, y cada neurona es, en cierto modo, un pequeño ordenador que procesa información”, aseguraba.
Leary escribió The Game of Life, uno de los libros más interesantes sobre diagnosis de la personalidad y fue un gran investigador sobre la psicología de la información, terreno donde llegó a vislumbrar alguna forma de lucha contra quienes tienen el control informático.
“Este control debe hacerse a través de la realidad virtual, con un nuevo sistema de software, donde cada uno tendrá la posibilidad de incidir en ese control de la realidad”, afirmaba adelantándose a los hackers que llegarían a dañar seriamente algunos de los más sofisticados sistemas de las grandes corporaciones.
La droga más poderosa
Como era de suponer, las máximas de Leary también inundaron el universo del rock de la época, no solo en cuanto al consumo y a la reivindicación de las drogas psicodélicas en oposición a las consideradas duras –heroína, morfina, anfetaminas– sino a la práctica vivencial que implicaba un modo de entender el mundo.
Jimi Hendrix, Janis Joplin, Pink Floyd –con Syd Barret a la cabeza– Santana, The Allman Brothers, The Who, The Doors, Cream, Moody Blues –tienen una letra que nombra al mismo Timothy– The Kinks, John Lennon y otros confesaron individualmente o en grupo haber consumido LSD y creerla la droga más poderosa para obtener una libertad que en la ordinaria realidad no se consigue.
Incluso en parte de las letras de algunos de estos autores se sublima su uso y se alaba las bondades de un buen “trip”.
El control de los poderes fácticos sobre los medios
El sacerdocio de Leary en la encendida defensa de las drogas psicodélicas llegaba hasta afirmar que todo el mundo estaba en condiciones de abrir su mente y que quien no lo hiciera se perdía un mundo nuevo o diferente.
“Los adultos deben tener absoluta libertad para decidir. El cómo, cuándo y dónde depende exclusivamente de ellos. Al igual que las mujeres deben decidir con plena libertad sobre su cuerpo”, sostenía.
A medida que avanzó la legalización de ciertos consumos, como el de la marihuana en algunos Estados norteamericanos, Leary fue un acérrimo custodio de esas libertades.
“Una tercera parte de los norteamericanos piensa que las drogas deberían legalizarse, y muchos jóvenes son de esta opinión. Creo que en los próximos diez años veremos muchos cambios”, decía al iniciarse la década de los noventa.
Una tarea nada fácil si se piensa que sus años como referente, participando de programas televisivos y de radio, dando sus conferencias, ocurrieron durante el auge conservador de su país –luego de ser perseguido por el gobierno de Nixon, lo sería por el de Reagan–, pero no se privó ni siquiera de denunciar que los poderes fácticos tenían el poder sobre los medios y que a partir de allí digitaban las vidas de millones de norteamericanos y de otros países.
“He dedicado mucho tiempo a hablar con la gente joven. Algo muy importante que aprendí hace 30 años es que la evolución humana es fruto del trabajo producido por artistas, escritores, poetas, periodistas y gente que trabaja en la comunicación como yo”, apuntaba en una entrevista.
El 31 de mayo de 1996 moría, a los 75 años, el llamado padre de la psicodelia de una enfermedad terminal en su casa de Los Ángeles. Estuvo activo hasta muy poco antes proponiendo nuevos paradigmas del buen vivir a través del yoga, la meditación, o la ingesta de mezcalina en búsqueda de liberar sistemas nerviosos.
Leary fue querido y admirado y muchos de sus seguidores terminaron siendo sus amigos cercanos. Había pedido que su cuerpo fuera cremado y enviado al espacio y de eso se encargaron sus amigos.
Su legado todavía tiene largo aliento y no pocos jóvenes se interesan en su vida y obra, algunas de cuyas etapas aparecen en uno de sus últimos libros Surfing the Conscious Nets: A Graphic Novel, una novela gráfica que cifra sus claves para llevar una vida consciente y alucinada y alertar sobre el mundo minado que todos pisamos.