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Halley, el cometa del fin del mundo

El sábado 7 de mayo de 1910 un espanto generalizado recorrió toda la Tierra por la apocalíptica llegada del singular viajero espacial, cuya colosal cola iba a pasar muy cerca de nuestro planeta con su gas letal.

“No hay mortal tan apático, tan obtuso, tan encorvado hacia la Tierra que no se levante y no se dirija con todas las fuerzas de su pensamiento hacia las cosas divinas, sobre todo cuando algún fenómeno nuevo aparece en los cielos”. El pensamiento expresado por Séneca al hablar sobre los cometas en el libro VII de las Cuestiones Naturales (54 d.C.) cobró más vigencia que nunca el sábado 7 de mayo de 1910 cuando, con la llegada de las primeras sombras de la noche, buena parte de la humanidad elevó con terror su mirada hacia el firmamento.

El motivo de ese espanto generalizado era el cometa Halley, que volvía a acercarse a la Tierra tras su periplo de 76 años por el espacio. Según se decía, la colosal cola del cometa iba pasar muy cerca de la Tierra, provocando terribles consecuencias a causa de su gas letal. Los más apocalípticos aventuraban incluso que se iba a producir una colisión con el cometa que destruiría todo tipo de vida en el planeta.

En verdad, vincular la llegada de un cometa con las peores catástrofes no era nada nuevo. Desde que Aristóteles habló de un cometa que apareció 371 años antes de la era cristiana, la lista de esos majestuosos cuerpos celestes ligados a tragedias terrenales es interminable. Ocurre que en la antigüedad el cielo era considerado el reino de lo eterno e inmutable. Por ello, cuando aparecía un cometa que rompía la perfección de la esfera celeste, éste era señalado como un mal presagio, idea que se transmitió durante siglos. En la Historia natural de Plinio se encuentran varios pasajes que demuestran la terrible significación que los antiguos daban a los cometas. “El cometa es ordinariamente un astro espantoso, y no anuncia sino gran efusión de sangre. Hemos visto un ejemplo de ello durante los disturbios civiles, bajo el consulado de Octavio”, escribió Plinio, refiriéndose al cometa divisado en 86 a.C.

También dedicó un pasaje al cometa que visitó la Tierra en 48 d.C. “Hemos visto en la guerra entre César y Pompeyo un ejemplo de los terribles efectos que lleva consigo la aparición de los cometas. A comienzos de esta guerra se iluminaron las noches más oscuras por astros desconocidos; el cielo apareció como de fuego, atravesado en todos los sentidos por brillantes antorchas que venían de las profundidades del espacio; el cometa, este astro terrorífico, que derriba las potencias de la Tierra, enseñó su terrible cabecera”, detalló Plinio. Y no fue el único. Distintas crónicas dieron cuenta de que un cometa apareció el año en que se produjo la caída de Troya a manos de los griegos (siglo XII a.C.), varios aparecieron durante el reinado de Nerón (54 al 68 d.C.), y el cometa de 69 d.C. preanunció la ruina de Jerusalén, arrasada un año después por las tropas del emperador romano Tito.

También se afirmaba que distintos cometas habían preanunciado la muerte de, entre muchos otros, varios Papas; los emperadores romanos Vespasiano y Constantino; Atila, rey de los hunos; el profeta Mahoma; el rey inglés Ricardo I Corazón de León; los monarcas españoles Felipe el Hermoso y Fernando el Católico; y Francisco II de Francia.

Durante años, los científicos del planeta, emocionados por la oportunidad de incrementar sus conocimientos astronómicos, se habían preparado para la reaparición del cautivante cometa Halley en mayo de 1910.

Durante el segundo semestre de 1909 muchos de los observatorios más famosos del mundo se abocaron a una búsqueda frenética del cometa hasta que el profesor Max Wolf, de Heidelberg, Alemania, lo detectó en septiembre de ese año: el entusiasmo se propagó como reguero de pólvora, y la gente esperaba impaciente el momento en que podría ver al célebre cometa con sus propios ojos.

Los científicos habían elaborado muchos cálculos. Uno predecía que la cola del Halley pasaría muy cerca de la Tierra y quizás la barrería directamente entre el 18 y el 19 de mayo de 1910. Mientras, los diarios trataban el tema en primera plana, exponiendo terribles detalles de los efectos perjudiciales que los gases del cometa podrían ocasionar en la atmósfera de la Tierra. Y cundió el pánico.

A partir de la noche del sábado 7 de mayo la gente comenzó a divisar al brillante cometa a simple vista y se potenció la usina de proféticas calamidades que le atribuían a su presencia. Al decir de los expertos, lo peor se esperaba para la madrugada que iba del miércoles 18 al jueves 19 de mayo.

Finalmente, llegó el temido crepúsculo del miércoles 18. Cuando cayó la tarde sobre Constantinopla unas cien mil personas huyeron de sus hogares en busca de un mejor refugio. Algunas buscaban consuelo abrazándose entre sí, otras rezaban por su salvación. La escena se fue repitiendo por todo el planeta a medida que la llegada del manto nocturno anunciaba en cada rincón del globo lo que se pensaba sería el fin del mundo.

En Estados Unidos algunos obreros de las minas de carbón se negaron a entrar en los socabones: preferían morir en la superficie con sus familias. Un ganadero de California se crucificó a sí mismo, clavándose los dos pies y una mano a una cruz de madera.

Una ola de suicidios sacudió al mundo: muchos no quisieron esperar la llegada del bíblico Armagedón. Otros, en cambio, dejaron de lado su habitual recato y dieron rienda suelta a sus pasiones en una suerte de apoteósica fiesta de despedida del mundo, tal como narró el escritor cubano Reinaldo Arenas en su cuento “El cometa Halley”, donde con humor alude a la sexualidad y la libertad.

La Argentina, que por esos días se preparaba para celebrar el centenario de la Revolución de Mayo, no fue ajena al suceso. En su edición del 18 de mayo, el diario porteño La Prensa trató de aplacar la hipótesis del choque de la cola del cometa con la Tierra y llamó a la razón, perdida ya por ese entonces a favor de supersticiones y apocalípticos presagios debido a que se identificó un gas llamado cianógeno en la cabellera y cola del astro errante y se suponía que todo ser vivo en la superficie terrestre moriría al respirarlo.

En Rosario, que según el censo de abril de 1910 tenía 192.000 habitantes –la cuarta parte de los cuales vivía en conventillos–, el paso del cometa Halley tampoco resultó indiferente. La ciudad, gobernada por el intendente Isidro Quiroga, celebraba ese año la concreción de dos obras de gran envergadura: la Biblioteca Argentina y el Hospital del Centenario.

Nunca se supo si el paso del cometa influyó también en las cuestiones futbolísticas, que comenzaban a ganar un lugar destacado en el corazón de los rosarinos. Lo cierto es que –con la “ayudita” del Halley o sin ella–, el 15 de mayo, Provincial le ganó 3 a 2 al mítico club porteño Alumni, de los hermanos Brown, mientras que Newell’s Old Boys era la sensación en el torneo local, que ganaría, invicto, pocos meses después.

Así las cosas, las azoteas de la ciudad se llenaron de curiosos a la espera del Halley. Lo mismo había ocurrido en 1909, cuando los primeros aviones surcaron el cielo rosarino.

Con todo, la cola del cometa Halley nunca se acercó a más de 400.000 kilómetros de la Tierra y, a esa distancia, resultó totalmente inofensiva. El diario estadounidense Seattle Post Intelligencer cerró la cuestión con este titular: “El cometa Halley va y viene, y esta vieja Tierra no es mejor ni peor y, por tanto, no mucho más sabia”

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