Hay un espacio vacío en el que la ficción irrumpe con clima funesto. Está la Luna omnipresente que todo lo ilumina, aparecen los personajes que recorren en silencio los senderos que luego llenarán de palabras. La poesía de Lorca dice presente. Lo que vendrá luego es pura belleza y dolor, pero belleza al fin.
El andamiaje poético-metafórico que encierra la obra de Federico García Lorca, muchas veces, se vuelve inasible por su relectura de la tragedia clásica. Sin embargo, cuando el intento va detrás de la búsqueda de desentrañar aquello que no se ve a primera vista, puede convertirse en una maravilla como pasa con la versión de Bodas de sangre que estrenó recientemente el talentoso Oscar Medina en el teatro La Comedia, montaje con el que regresó a la dirección luego de algunos años (enhorabuena), y con el que vuelve a ese coliseo municipal los dos próximos domingos.
Fiel a su definitiva y delicada inclinación por un teatro poético donde las imágenes puedan narrar a la par de un texto de semejante talla, sin caer en las tentaciones de las modas o de aquello que hoy es signo y sustento en el teatro, pero sobre todo, sin pretender más poesía que la que ya está escrita, Medina consigue una versión bella y áspera, de enorme densidad dramática que, sin embargo, se permite algunas licencias kitsch.
Hay un casamiento y una historia de amores cruzados. Hay lazos, como en toda la obra de Lorca, que son ineludibles y se arrastran del pasado, y hay indicios (presagios) que anuncian la tragedia, todo en verso y en prosa. De hecho, en la prehistoria de lo que se narra, ya hubo otros muertos en esa familia, y la nueva unión traerá más. La madre lo sabe: su hijo será más sangre para regar la tierra donde crece la viña pero no podrá evitarlo, porque su novia, en realidad, ama a otro hombre, Leornado, ya casado y con un hijo y el objeto de deseo dentro de la obra y quizás también para el imaginario del malogrado poeta granadino.
Medina entiende claramente que el drama que lleva a lo trágico es algo ineludible, como también pasa con Yerma y La casa de Bernarda Alba, y por lo tanto no se detiene a regodearse con eso que lleva a la sangre sino que, por el contrario, se embarca en contar con acertada elocuencia las escenas fundantes de esa historia de eterna vigencia: desde los primeros encuentros, la boda (mefistofélica y premonitoria), la fiesta y el trágico desenlace están allí, y el director lo hace magistralmente desde la puesta en escena, todo a la luz de una Luna enorme, para Lorca, un personaje más de la tragedia, omnipresente a lo largo de todo el recorrido más allá de la mítica escena del bosque donde es clara protagonista.
Independientemente de algunos registros de actuación quizás algo forzados frente a otros que parecieran comprender mejor la lógica de esos personajes atormentados y poner en el cuerpo los diálogos al punto de darles la organicidad que requieren, en esta versión de Bodas de sangre hay pasajes que, en ciernes, son un gran homenaje a Lorca pero también al recorrido de Medina, el gran maestro del realismo local, poética a la que supo aportar siempre esa justa nota de grotesco y absurdo que lo vuelve tan “real”.
Por un lado, el gran hallazgo de procedimiento de todo el montaje está en el desdoblamiento del personaje de la novia que si bien habilita lo idílico y algo tortuoso en el costado más puro que le toca afrontar a la actriz Leonela Frezzotti, es la talentosa Lara Todeschini (una gratísima sorpresa) quien le pone el cuerpo a ese otro lado oscuro y siniestro que conlleva el personaje, alcanzando momentos verdaderamente notables, tanto por su ductilidad corporal como también por su incuestionable presencia escénica, tomando para sí, incluso, algo del personaje de la Muerte que aquí no aparece, y sosteniendo la poesía de Lorca con la justas dosis de desgarro y melancolía. También es de destacar lo que acontece con Leonardo, a cargo de David Giménez, quien asoma a lo encendido y torturado del personaje con momentos de singular efecto.
Pero hay más: la puesta ofrece una definitiva jugada por el color tanto en el bello trabajo de luces de Alejandro Chavo Ghirlanda como en el vestuario del talentoso Ramiro Sorrequieta, quien trabajó a partir de ocres, marrones, rojos y violetas, en referencia a la importancia de la tierra, la pasión y la presunción de muerte.
De todos modos, el mayor logro de Medina está en tomar la matriz lorquiana y reinventarla: la jugada poética es una especie de cinta de Moebius dentro de la obra de Lorca y tanta poesía puede volverse insostenible independientemente de su belleza, para lo cual el director toma partido e interviene el devenir con un par de guiños kitsch, como el preámbulo festivo del final trágico a instancias de la fiesta de casamiento, con un guiño almodovariano con el Lorca de Poeta en Nueva York y la belleza inconmensurable y surrealista de su “Pequeño vals vienés”, escena que en sí misma amerita la visión del espectáculo por la profusión de diálogos estéticos que el director provoca entre música, coreografía, objetos y sobre todo con el color. Más tarde, la muerte dirá presente (ya se sabe) entre todos esos ambiguos personajes tan llenos de contradicciones y represión: la escena del duelo, el advenimiento de la sangre al filo de la daga, llegarán. Así, heridos de amor y de tragedia, ciegos de dolor, ya de espaladas a la Luna, mirarán a la muerte para luego callar.