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Historia de los Mundiales: 1986, el mejor Maradona que se podía soñar

La de México fue la Copa del Mundo que nos permitió recuperar al fútbol como herramienta para sentirnos un poco mejor, al menos por un rato. Y para eso necesitamos que un hombre aportara toda su magia y nos devolviera la capacidad de sonreír con la pelotita

Por Mariano Hamilton / Noticias Argentinas

En la película “Crímenes y pecados” un presuntuoso Alan Alda, que es alter ego de Woody Allen, dice que la fórmula perfecta para hacer comedia es tragedia + tiempo. Y desarrolla que pasados los años se pueden hacer chistes sobre desastres porque con el tiempo liberan al hombre del karma, del sufrimiento y le permite abrirse camino con humor para exorcizar aquel sufrimiento y transformarlo en algo cómico o burlesco.

La pregunta es: ¿Cuánto tiempo? Por caso: ya pasaron 40 años del final de la Dictadura y no me permito bromear sobre nada de lo que ocurrió aquellos años. Y no soy de aquellas personas que no rompen los límites o no disfruten del humor negro. Pero no me sale.

En 1986 los argentinos veníamos de una trompada en el medio de la pera que todavía nos tenía groguis. El Juicio a las Juntas del año anterior que había sacado a la luz del sol las atrocidades de la Dictadura y que muchos argentinos aún se resistían a dar crédito.

Ahora puede aparecer uno que otro idiota por el país o en la Casa de Gran Hermano reivindicando a Videla, pero esas son excepciones que no hacen a la regla. Si algo consiguió la sociedad argentina es consenso sobre el “Nunca Más” y que jamás se permitirían violaciones a los DDHH como las perpetradas durante la Dictadura. Ahí sí que no hay grietas.

El Mundial de 1986 nos encontraba entonces doblemente golpeados: además de habernos desayunado sobre campos de concentración, torturas, asesinatos, secuestros y robos de bebés y las tantísimas aberraciones cometidas por las Juntas y sus secuaces, teníamos sobre nuestras espaldas la vergüenza de haber salido a las calles a festejar un éxito deportivo mientras muchos de nuestros compatriotas eran deshumanizados en los sótanos de la Argentina.

Y si 1978 ya daba suficientes motivos para sentirnos una mierda como sociedad, encima teníamos 1982, año en que un equipo de fútbol iba a jugar el Mundial de España mientras nuestros pibes se jugaban la vida de las Islas Malvinas. O sea: los Mundiales de fútbol se habían transformado en mojones que marcaban a fuego la imbecilidad argentina y todos ya estábamos alertados de que en 1986 no nos teníamos que comer ningún caramelo para no repetir la historia reciente.

Por eso 1986 fue el Mundial liberador, el que nos permitió recuperar al fútbol como herramienta para sentirnos un poco mejor, al menos por un rato. Y para eso necesitamos que un hombre aportara toda su magia y nos devolviera la capacidad de sonreír con la pelotita: Diego Armando Maradona.

Pocos recuerdan que el Mundial de 1986 se iba a hacer en Colombia, país que finalmente declinó su postulación porque no pudo cumplir con los requerimientos que la FIFA imponía para su realización: estadios adecuados, capacidad hospitalaria, traslados seguros de una sede a otra y otras tantísimas cosas. Y así, en mayo de 1983 se resolvió su reemplazo por México, que contaba con la infraestructura necesaria para recibir al torneo por haber sido sede 16 años antes del mismo torneo. Era la primera vez en la historia que se repetiría al país anfitrión, y en este caso fue por necesidad más que por elección.

Argentina llegó a ese Mundial clasificada de milagro, con un gol sobre la hora de Gareca ante Perú para empatar 2-2 y con muchos cuestionamientos sobre la gestión de Carlos Bilardo al frente del equipo. Unos meses antes, incluso, el gobierno de Raúl Alfonsín hizo una movida para sacar al entrenador Carlos Bilardo de su puesto y cambiarlo por otro, con el Secretario de Deportes, Patricio O`Reilly como interlocutor del por entonces presidente de la AFA, Julio Grondona.

La situación en el país era compleja. Desde mediados del 85 se había puesto en marcha el Plan Austral, pero lo que al principio había servido como un dique para contener la inflación, ya daba señales de que no iba a resistir demasiado tiempo. En el plano sindical, además, el acoso de la CGT sobre el Gobierno era implacable: entre 1984 y 1989 Alfonsín afrontó 13 paros nacionales, convocados por Saúl Ubaldini, el secretario general de la central obrera.

En marzo de 1986, Argentina perdió con Noruega y con Francia y nadie daba un peso por el futuro de la Selección. Y en ese marco fue cuando Alfonsín le planteó a O’Reilly: “¿Cuándo lo vas a echar a Bilardo? No podemos aguantar esta situación. Toda la gente lo putea”. La pregunta descolocó a O’Reilly, a quien le pusieron en las manos una granada activada que nunca pensó que iba a tener.

Dentro del Ministerio de Bienestar Social, en donde funcionaba la Secretaría de Deportes, O’Reilly se empezó a reunir con diferentes periodistas identificados con el palo de Menotti, el enemigo público número uno de Bilardo. Y de esas reuniones se armó la estrategia: había que convencer a Grondona de que el equipo estaba al garete y que la única solución era convocar nuevamente a Menotti para que tomara al equipo apenas dos meses antes del Mundial.

Otro periodista se enteró de la movida y llamó a Grondona para anunciarle que estaba en marcha el plan para remover a Bilardo, lo que produjo la ira de Grondona muy a pesar de su filiación radical.

Grondona enfurecido se fue a verlo a O`Reilly y le dijo que si la idea del Gobierno era echar a Bilardo, también lo tendrían que hacer con él. Pero lanzó una amenaza: cuando me echen voy a comunicar a la FIFA que el Gobierno argentino estaba interfiriendo en las decisiones del fútbol y eso decantaría en la eliminación automática de Argentina de todas las competencias internacionales. O ‘Reilly, entre la espada y la pared, dio de baja el plan y Bilardo fue confirmado.

Así llegó Argentina al Mundial. Con la mochila de no encontrar la mejor forma futbolística, con Bilardo cuestionado y hasta con críticas por las actuaciones de Diego. Sí. Hoy parece insólito decirlo; pero el mismo Maradona era fustigado porque, se decía, no llegaba en su mejor condición para ponerse la camiseta de la Selección. Lo que pasaría entre el 31 de mayo y el 29 de junio dejaría todas estas cuestiones en el olvido. Pero la idea de estas columnas es recrear el clima de época y eso era lo que ocurría con la Selección Nacional que, mes y medio después, sería recibida en la Argentina como campeona del mundo y, además, con el valor agregado de ayudarnos a convivir con nuestra conciencia después de los traumas del 78 y el 82.

Otra vez habría 24 equipos en la contienda, pero en este caso cambió el formato respecto del que se había usado en España. Ya no habría cuatro zonas de tres equipos en cuartos de final para definir a los semifinalistas sino que ahora se volvería al formato de partidos decisivos, pero con el agregado de octavos de final, ya que a esa instancia llegarían 16 de los 24 equipos que arrancarían la fase inicial, ya que a los dos primeros de cada zona se sumarían los mejores cuatro terceros.

Los clasificados para los octavos de final fueron: Argentina, Italia, Bulgaria (Grupo A), México, Paraguay, Bélgica (Grupo B), Unión Soviética, Francia (Grupo C), Brasil, España (Grupo D), Dinamarca, Alemania, Uruguay (Grupo E), Marruecos, Inglaterra y Polonia (Grupo F).

Los cruces trajeron partidos que ya son parte de la historia, como aquel 1-0 de Argentina sobre Uruguay con el gol de Pedro Pablo Pasculli, el 5 a 1 de España sobre Dinamarca, que se había convertido en el cuco del Mundial después de la goleada sobre Uruguay; el robo que sufrió la Unión Soviética en su derrota 4-3 ante Bélgica o el triunfo 2-0 de Francia sobre Italia que sacaba al campeón del mundo del torneo.

En los cuartos de final, tres de los cuatro partidos se definieron por penales: Bélgica le ganó 5-4 a España (1-1 tras los 90 minutos), Francia sacó a Brasil 4-3 en un partido maravilloso (1-1) y Alemania dio cuenta del anfitrión, México, por 4-1, después de empatar 0-0.

El cuarto partido es el que recordamos todos, el que marcó un quiebre en el torneo y que amigó para siempre al pueblo argentino con un equipo que hasta ese momento resultaba distante. Fue el 2-1 sobre Inglaterra, con la mano de Dios y con el mejor gol de la historia de los mundiales, para atrás y para adelante. Porque está claro que nunca habrá otro igual.

En semis, Alemania dejó en el camino a Francia 2-0 y Argentina a Bélgica, por el mismo resultado, y con otras dos joyas de Diego.

Y la final no defraudó a nadie. Tuvo todos los condimentos que se le pudieron reclamar: goles, emoción, acciones temerarias, golpes, lesionados… En esos 90 minutos pasó de todo. Y Argentina se quedó con el triunfo por 3-2 con ese gol de Jorge Burruchaga sobre el final del partido después de que los alemanes habían resucitado para empatar 2-2 tras ir perdiendo 2-0. No hubo milagro alemán esta vez. El milagro fue argentino. Y la felicidad de todo un pueblo que pudo disfrutar el presente y amigarse con el pasado.

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